Lado B
Diario de un médico que se enfrenta a la pandemia en El Salvador
Por El Faro @
05 de julio, 2020
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Dr. Benjamín Coello y Carlos Martínez

El doctor Benjamín Pompilio Coello es médico internista del Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS) y trabaja en primera línea de atención a pacientes con diagnóstico o con sospecha de haber contraído COVID-19.

La carrera profesional del doctor Coello está íntimamente relacionada con el ISSS, donde completó su especialidad como médico internista entre 1994 y 1996, para incorporarse posteriormente al staff de doctores de planta. En 2014 fue nombrado subdirector de salud, hasta abril de 2016, fecha en que dejó de trabajar en la institución. Fue recontratado posteriormente en 2018 como médico internista del hospital Zacamil, aunque realiza turnos nocturnos y de fines de semana en el hospital general del Seguro Social.

Desde inicios de junio de 2020, el doctor Coello comenzó a escribir una especie de diarios de campo a los que tituló con sobriedad “Anécdotas de una pandemia” y que publicó en su propia cuenta de Facebook. En ellos narra sus propias vivencias y las de sus colegas en el combate cotidiano contra el virus que ha postrado al mundo.

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Sus diarios son una narración íntima, llena de frustración, cansancio y tesón. Coello asegura que son un retrato de las circunstancias que vive la totalidad del personal de salud pública del país.

El Faro retomó sus diarios, con alteraciones mínimas, y bajo la autorización explícita del médico, para publicarlos en esta pieza. Los relatos del doctor Coello comprenden el período entre el 4 y el 23 de junio.

* * *

Jueves 4 de junio. “¿Y si no te vuelvo a ver?”

personal médico en el salvador

Personal médico del hospital San Rafael, en el municipio de Santa Tecla, observan hacia la plaza principal, donde un grupo de jóvenes realizaban una campaña de oración, el 18 de mayo de 2020. / Foto: Víctor Peña | El Faro

Estoy transcribiendo las indicaciones de los pacientes positivos o sospechosos de Covid-19 en lo que hasta hace dos semanas era un consultorio de pediatría y hoy es una especie de centro de comando de médicos y enfermeras. Nuestra emergencia es ahora un área contaminada y medianamente aislada. Somos la primera línea de choque. Allí recibimos todo lo que huela al virus más conocido del mundo: fiebre; diarrea y fiebre; fiebre y tos, y dificultad para respirar; ese temido cansancio que hace saltar a todos, correr, tener miedo, protegerse y respirar hondo, si es que se puede respirar hondo debajo de las mascarillas, las caretas y el temor.

Estoy transcribiendo las indicaciones cuando llega una colega, asustada y agitada, y me dice: «¡Doctor! ¡Voy a pasar un paciente a la máxima (urgencia)!». Ella es médico general, y yo soy el especialista oficial de la emergencia.

El paciente es un adulto mayor, 74 años, gordito, cansado. Es incapaz de avanzar caminando desde la puerta hasta la recepción, y tengo que sacar una camilla de máxima urgencia para salir al encuentro. «¡Satura 76!», grita la colega de puerta (una medida del grado de la falta de oxígeno en sus tejidos). Apenas oye. Jadea. Usa una mascarilla quirúrgica casi desecha, que le dificulta más respirar, la cual retiro de inmediato. Sus manos y sus labios se ven de un tono morado, y se estremece al respirar. Le colocamos una máscara que le suministra oxígeno, y se aferra a ella con las fuerzas que le quedan. Intenta decir algo, pero le aconsejo que no hable, que respire, que viva. No tolera estar acostado, así que le acomodo el respaldo de la camilla para que permanezca sentado, mientras corremos de prisa a la máxima urgencia. Una enfermera le coloca rápidamente un catéter en una vena en su mano izquierda, toma muestras de sangre de venas y arterias, y cumple los primeros medicamentos.

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Afuera está la esposa. Tiene miedo. Me cuenta que don Juan (nombre ficticio) tiene una semana de tos, fiebre, diarrea y vómitos. Tiene tres días de que le falta el aire y al fin acepta ir al hospital. «No quería venir, porque decía que lo iba a dejar morir aquí, y ya no podría verlo», solloza ella. Pregunto si han estado cumpliendo la cuarentena, y dice que su esposo ha salido un par de veces al mercado a hacer las compras. Trabajó como motorista en el Ministerio de Educación y viven de su pensión de hambre. No han recibido subsidio del gobierno ni canasta alimentaria. Viven solos y fue él quien salió de casa, porque no quería que ella contrajera el virus. Después de 51 años años de vida juntos, se protegen uno al otro como pueden.

La radiografía muestra ese daño severo en los pulmones que rogaba a Dios no ver. Mientras analizo la radiografía y los resultados de sus análisis sanguíneos siento que una loza pesada me destroza el ánimo. Todo pinta mal. Muy mal.

Unos minutos de oxígeno hacen milagros. El tono de su piel ha mejorado y es capaz de hablar. «¿Qué tengo, doctor? ¿Es el virus?», pregunta. Y yo trato de explicar de la manera más sencilla y benevolente que eso parece. A falta de pruebas, asumimos que lo es, aunque no cuente en las estadísticas oficiales. «No quiero morir aquí», dice con voz suave, y yo finjo no escuchar.

Cuando tenemos todo listo para su ingreso, le indico a doña Rosa (nombre ficticio) que pase a despedirse y sacar sus cosas personales: Él se quita el anillo de matrimonio y ella se lo coloca en su dedo como quien coloca un bebé dormido en su cuna.

-¿Y si ya no te vuelvo a ver? -pregunta él.
-Dicen que aquí no se te puede visitar -dice ella-, pero yo te voy a venir a espiar.
-No vayas a andar saliendo, que te vas a enfermar -dice él.
-No hables mucho y cómete todo lo que te den -contesta ella.

Doña Rosa se acerca, abraza como puede a su esposo, y dice algo en voz baja que no alcanzo a escuchar. Luego intenta mostrarse fuerte y se despide diciendo: «Vas a estar bien». Pero cuando sale, tiene los ojos llenos de lágrimas y la angustia la hace respirar peor que él. Y antes de que yo pueda decir algo, me suplica que cuidemos de don Juan, pues es todo lo que le queda en la vida… «Si se me muere, no lo voy a poder enterrar»…

Hoy ha sido otro día difícil. Después de tanto tiempo, no he podido asumir la muerte como debería. Como médico, además de aliviar el sufrimiento físico, debo aliviar también el sufrimiento emocional, y creo estar perdiendo esa batalla.

Lunes 8 de junio. Sólo un médico

personal médico en El Salvador

Personal médico del hospital San Rafael, en el municipio de Santa Tecla, observan hacia la plaza principal, donde un grupo de jóvenes realizaban una campaña de oración, el 18 de mayo de 2020. / Foto: Víctor Peña | El Faro

Estoy en la guardia diurna del fin de semana en el hospital insignia del Seguro Social. Esta vez, en la emergencia «normal» (es decir, para pacientes sin sospecha de COVID-19). Se supone que allí el estrés y el ritmo de trabajo es distinto, pero no es así. El protocolo exige nivel de protección 2 –mascarilla quirúrgica, gorro desechable, gafas protectoras y gabachón de tela–, pero los colegas usamos lo que tengamos a nuestro alcance: caretas protectoras, mascarillas N-95, guantes, hasta botas especiales algunos… Es que, definitivamente, en medio la epidemia, en nuestros hospitales ya nada parece normal.

Asistir a mi turno me genera toda clase de emociones: satisfacción, ansiedad, valor, compasión, incertidumbre, frustración, orgullo… Trato de darme ánimo imaginando que la gente me ve con admiración por las calles rumbo al hospital; pero ¡qué va! Las calles están vacías a esta hora temprana de domingo, y los que andan por allí igual que yo, seguro que tienen también sus propios demonios con los que luchar… Así que conduzco, me estaciono y ya. No fue difícil, No será difícil tampoco hacer lo que más me gusta.

En mi lugar de trabajo, con toda la vestimenta extraña por fuera y toda la adrenalina dentro, voy viendo toda clase de pacientes y molestias: dolores abdominales, azúcar alta, dolores de cabeza, molestias urinarias, vómitos intratables, mareos insoportables… Hasta que más temprano que tarde recibo a una mujer de mediana edad, enfermera, destacada en este mismo hospital, que tiene palpitaciones y dolor en el pecho. La entrevista no tarda mucho en enfocarse:

-¿Desde cuándo tiene dolor en el pecho? -pregunto
-Tengo dos semanas de tenerlo; pero desde hace tres días me ha empeorado -responde ella.
-¿Y no siente que le falta el aire cuando hace algún esfuerzo físico? -agrego.
-Sí, siento que me falta el aire, pero sobre todo por las noches.
-¿Duerme bien?
-No, doctor. Llevo varias noches sin dormir.
-¿Y cómo está el apetito?
-¡Mal! No estoy comiendo nada.
-¿Se siente triste?…

La última pregunta es obvia; a medida que voy interrogando, noto como su semblante ha cambiado, sus ojos se humedecen, baja la mirada y hasta el tono de su voz se vuelve trémulo…

-¡Se siente triste?- insisto.

La respuesta es llanto franco. Allí no tengo ni un pañuelo desechable que ofrecerle, sólo trato de verle con la mirada más compasiva y las palabras más amigables que me brotan: “No es la única, no sienta pena. Todos estamos mal…”

Rápidamente me cuenta la tortura que es para ella trabajar en medio de los pacientes de COVID-19, aún de los que no lo son. Tiene pánico de regresar a su casa y acercarse a sus hijos adolescentes y contagiarlos. Alguna vez ha percibido la discriminación de los vecinos porque temen que ella sea portadora. Hace tres días falleció su compañera y amiga, enfermera, con quien compartió la mitad de su vida en ese mismo hospital en tantas jornadas interminables de desvelo y entrega a sus pacientes, contagiada de COVID-19. Y a estas alturas, no sabe si ella será la próxima…

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En ese momento me es difícil ser sólo un médico. Puedo dar un tranquilizante y ya. Pero yo también soy humano y la entiendo. Siento las mismas cosas que ella. A veces me faltan las fuerzas y flaqueo, y hasta soy grosero con las gentes a mi alrededor. También soy cristiano y le comparto mi fe, esa confianza que en Cristo todo puede soportarse, y que confiando en Él se halla la paz, después de toda esta tormenta infinita, después de la rabia y las lágrimas, después de todas las emociones humanas imaginables, también hay paz…

Sé perfectamente que este virus no es sólo una cuestión infecciosa. Allí, en una emergencia normal que no tiene nada de normal, en las entrañas de esa batalla terrible entre la vida y la muerte, puedo ver cómo va minando el aliento, la respiración, el carácter, el ánimo, la tolerancia, la fe. Y por momentos siento que no puedo contra todo eso. Ejerciendo la profesión que es mi pasión y mi vocación, siento que no puedo sólo. Así que llego a casa a orar, por mí y mis colegas, mis compañeros de profesión, enfermeras, ordenanzas, camilleros, terapistas, laboratoristas, recepcionistas, pacientes, todos, para que Dios tenga compasión de cada uno. Amén.

Viernes 12 de junio. ¿De qué están hechos los héroes?

Hoy es viernes. Ha sido una semana difícil, con altibajos, con momentos de tensión y momentos de recobrar ánimos, como cuando se logra dar el alta a algún paciente recuperado. Los días pasan y la fatiga se acumula. Pero la disposición no falla.

Llego puntual a recoger la vestimenta especial y los implementos de trabajo. Ya está casi todo el personal de este turno, y la jefe de enfermeras da indicaciones:

-¿Quienes van a entrar hoy?

Los programados levantan la mano rápidamente. Algunos ya se están colocando los trajes. La gente no se amilana y pone todo de su parte.

-Tenemos un fallecido de las 6 am. Urge mover el cadáver, así que a apurarse.

Suena feo, pero en las precariedades de equipo y espacio en que hemos quedado inmersos a medida que la epidemia crece en nuestro hospital, cada cama y cada monitor cuenta. Me toca revisar el censo de pacientes, los fallecidos, las altas, los traslados, los ingresos, los delicados, los críticos, los estables. Debo revisarlo todo muy pronto, para organizar el trabajo y repartir esfuerzos. Un par de enfermeras van saliendo de la sala de aislamiento y cuentan que «estuvo feo». Se les ve agotadas. Pero todos sabemos que estarán allí de nuevo cuando les toque en el plan de trabajo, como si nada, o como si todo, pero igual. Estamos allí, y todo lo que hacemos es vital para ayudar a evitar los efectos colaterales de la epidemia.

No ha pasado ni una hora cuando llega el fatídico aviso: «¡Hay una máxima!». Por fortuna, hay más colegas especialistas que pueden acudir, así que termino mis labores en el centro de comando instalado provisionalmente en un consultorio de Pediatría. Pero no han pasado 20 minutos cuando llega otro aviso: “¡Hay otras dos máximas!» Toca correr… Esto apenas comienza…

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*Foto de portada: Miembros de Comandos de Salvamento atienden a un paciente, frente a la puerta de emergencia del hospital Rosales, la noche del 18 de mayo de 2020. / Foto: Víctor Peña | El Faro

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