Lado B
Cartas anacrónicas a la moda y a mi madre
De overoles guinda e idas a misa en viernes para hablar de moda
Por Paula Hernández Gándara @
06 de febrero, 2020
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Imagen de Flora Westbrook en Pexels

Paula Hernández Gándara

En el fondo de un centro comercial se esconde el número de enero. Las luces de la sección importada no alcanzan a alumbrar a la revista escondida detrás de las demás impresiones.

Una portada con tintes de verano en invierno retrata a una madre y a sus hijos. Ella, diseñadora, es el núcleo; dos niños a su izquierda, dos niñas a su derecha, en un jardín que se distingue a lo lejos. Leo: Mothers of Reinvention.

Como cada primer viernes de mes, tomo la recién llegada edición de mi revista favorita y de camino a casa empiezo a leerla. Las páginas, delgadas, cortan el aire de la ciudad. Se resbalan como ansiosas por ser leídas. De pronto, las hojas se detienen: hay una carta.

Y me recuerda a las cartas que solía escribirle a ella…

***

Cada mañana mi mamá me levantaba temprano para ir a la escuela. 

El kínder es una etapa que realmente no recuerdo. Solo tengo en mi memoria ciertos momentos: haber sido toda clase de animalito en los festivales: una abeja, una vaquita y, extrañamente, también fui un rey mago; y haber aprendido a escribir mi nombre. 

Una vez que supe cómo hacerlo lo escribía por todas partes: en la mesa de la sala, la pared de la cocina, una cajita del tocador… Hasta que mi mamá, para salvar la casa, empezó a darme hojas de papel.

Luego entré a la primaria. Y llegaron las cartas y los uniformes. Recuerdo haber usado, en mi primer día de clases, un overol guinda que me doblaba el tamaño. Lo usaba toda la semana con una blusa de manga corta blanca debajo. 

Pero había una excepción, cada primer viernes de mes: tocaba ir a misa. Entonces, sí, llevaba el mismo overol, pero en estas ocasiones con una blusa de manga larga amarfilada. Un moño guinda mantenía el cuello de la blusa bien sujeto.

Iba a un colegio religioso de niñas, entonces cuando el overol empezó a quedarme chico, notificaron a mi mamá. Y, sin más, tuve que decirle adiós a lo que para mí era una especie de minifalda prohibida (ahora que lo pienso). Una verdadera pena.

No recuerdo exactamente cuándo empecé a escribirle cartas a mi mamá, pero estoy segura de que fue en algún punto de estos seis años; claramente aprendí a escribir algo más que fuera mi nombre. 

El por qué empecé a escribirle, aún no lo tengo claro hasta el día de hoy. Pero eso me ayudó a encontrar un lugar seguro para hablar. Tímida, descubrí que con la escritura podía decir lo que quisiera: tachar aquello que no me gustara, borrar ideas sin sentido, y guardar palabras con tinta.

Después entré a una secundaria laica vespertina, aunque, irónicamente, tenía el nombre de una monja criolla. Así, mi mamá dejó de levantarme por las mañanas y cambié el overol que me encantaba por un uniforme horrendo. Era gris y celeste, dos colores que, en mi opinión, no se deberían usar juntos; ni por gusto ni por obligación.

Luego me mudé del pueblo donde vivía con mis papás para estudiar en una preparatoria, donde me obligaron a usar pantalones como uniforme toda la semana. Los usaba con una blusa polo con el escudo de la escuela.

Así, cuando la terminé, antes de entrar a la universidad, tomé una decisión radical: jamás volvería a usar pantalones de mezclilla o de cualquier otro tipo.

Y me fui más lejos de casa. Entonces, empecé a escribirle cartas a mi mamá con más frecuencia, como si aún pudiera levantarme por las mañanas, como si aún pudiera vestirme para ir a la escuela ese día.

Entré a la universidad y todo esto cambió. Dejé atrás las cartas para escribir en su lugar ensayos y cuentos, y dejé de profesar la fe que venía junto con el overol guinda. Cambié mi rutina: no más uniformes, no más primeros viernes de mes a la iglesia, no más cartas. 

Ahora, me gustaría decir que mi amor por la moda nació desde que estaba pequeña, o que coleccionaba revistas desde que pude empezar a leer, pero entonces estaría mintiendo. Ese amor llegó hasta que fui plenamente consciente de que la moda era una herramienta para expresarme, como lo fue la escritura en un principio. El cómo vestía se volvió mi carta… mi carta de presentación.

Porque, acostumbrada a no tener que pensar realmente acerca de lo que me pondría para ir a la escuela, no sabía qué usar en la universidad. Sí, tampoco es que antes usara uniforme todo el día, y tampoco los fines de semana (claramente), pero pensar en qué vestir para esas ocasiones se basaba solo en decisiones básicas o caprichos: que los colores combinaran, que me sintiera cómoda (en su mayoría), que la ropa me cubriera lo suficiente o no. 

Solo que esta vez era distinto, tenía que relacionarme con gente desconocida y empezaba a ser consciente de que lo primero que verían de mí sería mi ropa. Entonces quería decir algo con lo que vistiera, pero no sabía cómo hacerlo; no sabía cómo vestirme.

Así, empecé a leer moda: desde la revista de sociales de la pretenciosa ciudad, a Cosmopolitan, Elle, y la canónica Vogue. Encontré maneras de hacer mías las prendas que veía en las pasarelas de las grandes capitales de la moda: interpretaba lo que veía y buscaba en las tiendas algo que siguiera esa línea de diseño. Entonces la moda ya no era algo que simplemente podía admirar, se volvió algo que usaba todos los días.

Las revistas eran mis guías para entender qué era lo que los famosos se ponían, qué era lo nuevo de las grandes casas de diseñadores, cuáles eran las tendencias; me enseñó acerca del street wear y los chunky sneakers (que luego aprendí a amar).

Pero entonces me topé con otro problema: qué tanto de lo que decía con mi ropa era mi verdadero sentir; qué tan influenciada estaba por lo que se “suponía” debía usar. Bueno… para empezar, después de un par de años, me di cuenta de que mi decisión de no usar pantalones era una locura, especialmente porque donde vivo ahora la temperatura en invierno puede bajar hasta los 10ºC.

También llegué a entender que la moda no siempre debe estar asociada con marcas, y que es contradictoria. Esto vino a mí cuando entendí que al querer destacar de los demás, al mismo tiempo me volvía parte de un todo, porque la moda, al mismo tiempo que nos individualiza, nos hace parte de un conjunto que hace que esta misma moda exista. Lo cual, me parece, es lo más irónico de esta.

Entonces despertó en mí el deseo de querer estudiarla ya no solo como un concepto, sino como un fenómeno social, cultural, que empezaba a ver en todos lados. Esto comenzó cuando recién terminé la universidad. 

Uno de lo últimos libros que leí fue A la sombra de las muchachitas en flor de Proust. Su protagonista se enamora perdidamente de una chica a la que apenas conoce y se la pasa admirando, y en esa contemplación Albertine “por su modo de vestir se distinguía claramente de las muchachas de Balbec”. 

La moda estaba presente en la literatura que había estudiado. Y así, curiosa o intencionadamente, descubrí que estas dos disciplinas tenían más cosas en común de lo que podía imaginar. Esto fue lo que sucedió después: quise convertirme en periodista de moda. 

Tuve que viajar cada lunes durante seis meses a la capital para tomar un diplomado. Y aunque de pequeña odiaba estos días de escuela, los lunes se convirtieron en mi día de adulto favorito. Ansiaba que llegara para poder usar el atuendo que había preparado desde el martes pasado; ya no me daba temor tener que escoger algo para usar. Aunque, debo confesarles, creo que siempre extrañaré el overol guinda. 

Ahora ver la moda implicaba otras cosas: leerla, descifrarla y escribirla. A partir de ahí comenzó mi pseudo trabajo de diseñadora, solo que yo no aprendí a tejer con hilos, sino con palabras. Mi aguja era el lápiz o, en todo caso, la computadora mi máquina de coser. 

Y aquí es donde estamos, en el punto en que no logro recordar cuál fue la última carta que le escribí a mi mamá después de todo este tiempo. Tal vez el querer escribirles esto es solo una excusa para hablarle a ella, o ella es mi excusa para hablarles a ustedes…

Para hablar de moda: de esa que usamos todos los días; de la que vemos en las pasarelas en las grandes capitales de la moda; y de esa que crean artistas locales, nacionales. Pero también de aquella entendida, más allá de un concepto, como fenómeno social. 

Cada primer viernes de mes iba a misa. Cada primer viernes de mes suelo tomar mi revista favorita. Y ahora, en este primer viernes de mes, prometo escribirles cartas. Cuando lleguen, busquenlas con el nombre de “Texere”: un verbo en latín que significa tejer, trenzar. Y de donde derivan las palabras “texto”: un tejido de palabras; y “textil”: conjunto de hilos entrelazados. [En mi cabeza funciona así: letra = fibra; palabra = hilo; texto = textil].

Solo no puedo prometer el día de su llegada. Porque como la moda, estas van y vienen, se pueden llegar a perder u olvidar. Ahora, tienen algo de anacrónicas, son inadecuadas a su tiempo, pero justo por eso son percibidas. La moda es disruptiva porque no se comprende en el momento en el que está, y ahora creo que las cartas tienen algo de eso. En mi vida y la de mi mamá, así como en la de cualquiera que lea esto, se ha convertido en una forma de escritura que rompe con nuestra cotidianidad.

Por eso mismo, creo que vivo de manera anacrónica: regreso al kínder, pero mi presente está situado después de haber terminado la universidad. Recuerdo cuando aprendí a escribir mi nombre pero ahora lo hago por inercia. Hojeo las cartas que escribía a mi mamá para recordar el pasado, mientras visto un par de pantalones. 

***

Tomo la revista y termino de repasar las editoriales. Otras tres madres que están definiendo el papel de las mujeres en el mundo aparecen: una rapera sosteniendo a su bebé en su regazo; una directora de cine abrazando a su recién nacido; una supermodelo posa embarazada. 

La cierro cuando llego a casa. Tengo ganas de escribir una carta. Hay una idea que se reinventa, así como la manera en que escribimos cartas en este tiempo, así como la maternidad y la moda lo hacen. Cada mañana me levantabas temprano para ir a la escuela… Aprendí a escribir mi nombre… Cambié el overol por un uniforme horrendo… Te escribía cartas… Me fui lejos de casa… Empecé a leer moda… La moda está en la literatura… Implicaba otras cosas: leerla, descifrarla y escribirla… Dejé de escribirte… Búscalas con el nombre de “Texere”… Vivo de manera anacrónica… Visto un par de pantalones.

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Autor Lado B
Paula Hernández Gándara
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