Lado B
De Maracaibo a Tepito
Hasta ahora, se acusa al Brayan del feminicidio de Kenni Finol, su exnovia, quien denunció en videos en redes las amenazas y golpizas que él le dio
Por Lado B @ladobemx
06 de octubre, 2019
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Lydiette Carrión | Pie de Página

Foto tomada de Pie de Página

Las Buchonas en Tepito

–Mis tepiteñas ya no le piden nada a las sudamericanas–, dice una cabrona del barrio.

En Tepito, la moda buchona ha llegado, explica. Las jovencitas saben que si invierten en operarse, es probable que podrán acceder a otro tipo de vida. Hace 10 años no era así.

–Esto debe tener unos 6, 7 años… pero ahora las chavas no se identifican con el barrio y quieren ser buchonas.

El el argot del narcotráfico, las buchonas son mujeres bellas, de cuerpo escultural, que generalmente son parejas o cercanas a sicarios y traficantes.

El 15 de diciembre de 2018, fue vista por última vez Karina Itzel Morales Baltazar, una joven de 27 años oriunda de Tepito. En sus fotografías no le pide nada a las modelos sudamericanas. El cuerpo, la ropa deportiva, la bachata en los videos que subía a sus redes sociales. Se le vio por última vez con su novio, Alexis, junto a Brayan Mauricio González, El Pozoles o el Minion.

Aquella última vez que se le vio, iba a un festival de música electrónica. Una afición que compartía con otra chica, Kenni Finol, escort venezolana quien fue salvajemente asesinada.

Lo último que se supo de Karina es que La Unión, una banda de narcotráfico originaria de Tepito, amenazó a la familia. Les dijo que dejaran de buscar.

El falso Pozoles

A Brayan, acusado de violar, torturar, desfigurar y asesinar a Kenni Finnol, ahora lo llaman Pozoles; pero en realidad, es el falso Pozoles. El original es su tío, un hombre que actualmente ronda los 50 años y que, siendo huérfano casi desde niño, sacó adelante a su hermanas y familia a través de la delincuencia.

Brayan, el falso Pozoles, solo tiene 26 años y en el barrio lo apodaban El Minion. Pero conforme fue haciendo carrera criminal, prefirió acaparar del apodo del tío y capitalizar su prestigio en las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México.

El Brayan tiene ascendencia con tradición en la ilegalidad por ambos lados de la familia: con La Unión de Tepito por medio del tío, y con el llamado cartel de Los Rojos, en Morelos y Guerrero, a través de su padre. O al menos eso dice la prensa policiaca. Pero tiene sentido: gran parte del crecimiento de la Unión creada por Roberto Mollado Esparza, El Betito, tiene que ver con conexiones en Guerrero y Morelos.

Según la Procuraduría General de Justicia de Ciudad de México El Betito mide 1.60 metros, es robusto y nació en la colonia Guerrero. Su madre custodia el altar más importante de la Santa Muerte en la capital del país, en la calle Alfarería 112 de la colonia Morelos.

Hasta ahora, la investigación del feminicidio de Kenni Finol lo relacionan a esta banda. Se acusa al Brayan del feminicidio. Kenni, su exnovia, es la escort venezolana que denunció en videos en redes las amenazas y golpizas que él le dio. La policía capitalina lo señala como gran dirigente criminal de la Unión, pero en el centro de la Ciudad de México y en Ecatepec, se dice que es sólo un pistolero.

Después de supuestamente matar a la joven venezolana estuvo desaparecido y acaba de ser detenido a principios de febrero, justo un año después de aquello. Entre las líneas de investigación por las que las autoridades habían ordenado atraparle, aseguran, también estaba el narcomenudeo, la extorsión, el cobro de piso y la explotación sexual.

Lo cierto es que Brayan es ejemplo de la transformación en los barrios del centro de la capital: los criminales ya no tienen arraigo al barrio; buscan salir de él. Y quieren casarse con modelos. Pero las mujeres de Tepito también cambiaron: ya no quieren ser tepiteñas; quieren ser buchonas.

El Pozoles Original

El Pozoles, el original, el tío de Brayan, es de estatura más bien baja, robusto, moreno, de rostro redondo y nariz achatada; lo más peculiar es su voz cascada y susurrante, como la de Marlon Brando en El Padrino. Dicen que hasta la fecha despacha en la calle de Paraguay.

Él y su familia crecieron en un edificio muy grande y antiguo del centro de la Ciudad de México cuya propiedad legal es dudosa. Ahora, algunas notas periodísticas atribuyen ese edificio a la Secretaría de Desarrollo Social de la Ciudad de México.

Ese edificio familiar está a unas cuadras de Tepito y del zócalo capitalino, en esas calles que se llenan cada día de vendedores ambulantes y hospedan negocios añejos. Calles con edificios muy bellos, muy viejos y muy deteriorados, que por más que la gentrificación ha querido arrebatar a los avecindados, la dinámica comercial, popular y subterránea del Centro Histórico lo ha impedido.

El Pozoles original tiene varias hermanas. Cuando eran adolescentes –ahí por los años ochenta–, su madre murió. El papá, como muchos padres de familias mexicanas, era ausente desde antes. Así que los hermanos se criaron solos, conformando una familia compuesta únicamente de niños, de lazos de sangre y solidaridad extraordinarios, pero muy cerca siempre de la ilegalidad. Con esa ilegalidad vinieron cultos religiosos diversos: la santa muerte, el palo mayombe. De pronto la familia recibía un doble bautizo: el católico y el santero…

Así, el Pozoles original empezó a participar en pequeños robos a negocios, los mismos negocios que se encontraban cerca de su casa. Robos sin violencia, casi siempre. Con eso, mantenía y procuraba a la familia, que se multiplicaba: las hermanas se casaban o vivían con sus parejas. Los sobrinos llegaban al mundo, sobrinos que crecieron en ese entramado de poder paralelo, que crecieron admirando a Pablo Escobar, y con la sociopatía suficiente para adoptar un cachorro de león como mascota.

Para finales de los años noventa El Pozoles subía en la escalera de la delincuencia organizada. Pasó a formar parte de un grupo que se hacía llamar la Unión de Tepito, ese liderado por el famoso Pancho Cayagua. Esta Unión se ofreció a dar “protección” a los grandes comerciantes del barrio que ya se habían vuelto objeto de extorsiones y secuestros.

Pancho Cayagua se llamaba en su acta de nacimiento Francisco Hernández Gómez. Fue lugarteniente de una de las primeras grandes bandas de narcotráfico en el barrio: el Cartel de Tepito, aunque no tenía las características de las organizaciones grandes: era barrial, local y con gran arraigo en la zona.

El Cartel lo fundó Jorge Ortíz, El Tanque, casi por finales de los años ochenta del siglo pasado. El Tanque fue pionero en el mundo de la delincuencia organizada de Ciudad de México. Organizó una red de informantes para detectar cualquier movimiento inusual en el barrio, desde policías hasta periodistas.

Les decían “puntos”, todos menores de edad, que no sólo avisaban del peligro sino también eran correos de cocaína y marihuana. Posiblemente la primera red de halconeo en el país.

Esta banda, el llamado Cartel, es la que heredó Pancho Cayagua y la que durante varios años se adueñó de casi todo lo ilícito en Tepito. Con todo y su agenda oculta.

Foto tomada de Pie de Página

Tepito

Tepito es un barrio bravo y viejo. Estaba ahí antes de la Conquista española y desde ese entonces tenía una identidad profunda y marcada. Por eso es que Cuauhtémoc, el último tlatoani mexica, se ocultó ahí.

Ya en el Virreinato, Tepito, al norte, y la colonias que se encuentran a espaldas de Palacio Nacional (por donde ahora vive la familia de El Pozole original), fueron reservadas a los pueblos indígenas y mestizos.

Tepito es consciente de su centenaria exclusión, y de que el criollo, el blanquito perdona su fiereza. Los tepiteños han hecho una consciente resistencia.

Barrio bravo y orgulloso, cuna de boxeadores, relojeros, artistas y comerciantes, para los ochenta era clara también la cultura de la ilegalidad, la necesidad de arrebatar lo que un sistema les negaba. Y lo hallaron mediante el contrabando: fayuca (mercancía que llegaba desde Estados Unidos sin pagar las cuotas de aduana), productos pirata: ropa, tenis, discos, libros. Y narcomenudeo.

Los comerciantes de Tepito se situaban a lo largo de una variada gama de tonos de legalidad e ilegalidad: mayoristas, productores, fayuqueros, piratas, narcomenudistas…

Los comerciantes de Tepito accedieron a una clase media, algunos lujos; incluso amasaron pequeñas fortunas. Mandaban a sus hijos a universidades privadas, pero seguían siendo del barrio. Seguirían viviendo ahí en Tepito; su fuerza residía en ello. Y eso incluía a los narcomenudistas.

Los policías de entonces recuerdan que, a inicios de la década de 2000 en el barrio de Tepito ya “tenían mucho acceso a droga. Un día asegurábamos cocaína, metanfetaminas, marihuana, y al día siguiente estaban como si nada. Era inquietante y preocupante el nivel de flujo de la droga. Por eso nosotros deducimos que Tepito era una especie de almacén”.

Los contrabandistas y los que rompían las normas eran aceptados en el barrio; como solían hacer los ladrones viejos, aportaban a la gente: juguetes para los niños en Día de Reyes, dinero a alguna mujer que quedaba viuda, repartir: la solidaridad e identidad iban a estar presentes.

Igual que su barrio, las mujeres de Tepito habían sido bravas y únicas. Su belleza y estilo tampoco se alejaba de las cuadras que recorrían: pulseras de Santa muerte o San Judas Tadeo, ropa de la que se vende en los interminables puestos. El gusto por el cambio constante del centenar de puestos de comerciantes con sus interminables pulseras, accesorios, zapatos de moda, de novedad… la fiereza de sus calles y el orgullo de sus propias resistencias. En ellas había siempre esa reivindicación: en los tatuajes, la ropa, las trenzas, el estilo. Las cabronas de Tepito, como se recuerda en un mural: mujeres bravas, orgullosas, prestas a pelear y defender su barrio, alzar su voz. (En Venezuela, la expresión cabrona tiene otra connotación. Se les dice así a las mujeres que siguen con sus parejas sin que les importe que les peguen o les sean infieles.)

En Tepito son interminables las historias de mujeres organizando talleres para los hijos, desde matemáticas, cultura, arte, deporte. Y sí, siempre conviviendo con ese filo con la ilegalidad; la cual se toleraba, se protegía incluso, siempre y cuando el barrio saliera fortalecido.

Aquel jefe policiaco que operaba en la década de 2000 recuerda: “En ese entonces, los apodos de los jefes eran: los Camarillo, el Papi, el Tanque… este era muy famoso. Todos terminaron muertos o detenidos”, narra. Pero insiste: “Se trataba de bandas, no se hablaba de cárteles de la droga, aunque se les llamara el Cartel”. Ni tampoco se tenían reportes de cobro de derecho de piso a los comerciantes. “Lo que está ocurriendo ahora en la ciudad, por lo que alcanzo a leer en la prensa, se parece a lo que ocurría en Tamaulipas hace 10 años: el cobro de piso al corredor Roma-Condesa, la violencia… [Las autoridades] lo dejaron crecer”.

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*Foto de portada: tomada de Pie de Página

Este texto forma parte de la investigación especial: Mujeres en la vitrina. Migración en manos de la trata, realizado por los equipos de investigación de Pie de PáginaFusiónEl PitazoTal Cual,  runrun.es y Enjambre Digital. Ganador del Premio Gabo en la categoría de Innovación Consulta aquí el especial completo

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