Lado B
Reformadores o cómplices 
Cuando vuelvo a lugares que he admirado durante tantos años, confirmo mis sospechas de que en muchas ciudades de México se tiene "todo", excepto...
Por Juan Manuel Mecinas @jmmecinas
07 de julio, 2019
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Foto: Alejandro Melendez

Juan Manuel Mecinas

@jmmecinas

[dropcap]C[/dropcap]uando vuelvo a lugares que he admirado durante tantos años, confirmo mis sospechas de que en muchas ciudades de México se tiene «todo», excepto calidad de vida.

Apenas ayer en un autobús en Puebla, un señor se subía a vender chocolates con esta frase:  «No se preocupe, no estoy interesado en sus carteras o en sus celulares». Nadie le responde, nadie se espanta y nadie se extraña porque nos hemos familiarizado con la amenaza, el crimen, la violencia y la corrupción.

La última vez que viví fuera del país lo más sorprendente era presenciar un espectáculo en el que el gobierno se aferraba a no caer (y no cayó) a pesar de Ayotzinapa o la Casa Blanca; un circo en el que amanuenses y pseudoperiodistas justificaban el actuar del gobierno porque el Presidente no había dado la orden de matar a los muchachos ni había construido la casa -sino su esposa- y no era directamente responsable de casi nada.

Bajo esa óptica hemos transitado durante los últimos treinta años: nunca hay responsables. No importa si estamos hablando de crisis económicas, financieras, de Acteal, del Fobaproa, de los miles de muertos por una guerra contra el narcotráfico, de mineras que envenenan ríos o empresas en telecomunicaciones que engañan a la autoridad.

Nunca hay responsables.

La peor parte es que la sociedad está infectada por la corrupción y justifica su participación -siempre activa, no se nos olvide- en actos que benefician a unos y afectan a todos.

El país, pues, se desangra y se continuará desangrando mientras se prefiera ganar un negocio, evitar una multa o vender un producto participando en actos de corrupción.

No se trata de buscar mártires que estén dispuestos a perder: se trata de encontrar personas que quieran recuperar la calidad de vida que un día se nos perdió o que nunca se ha tenido.

Se trata de un dejo de consciencia social en el que la alegoría al éxito inmerecido, sea éste económico, empresarial, académico o de cualquier índole, sea rechazada.

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Se trata de preferir, en último de los casos, una calidad de vida a un éxito basado en la corrupción porque siempre habrá otro más rico, más fuerte o más poderoso, dispuesto a sobornar, a infectar el sistema y a perpetuar la lucha en la que siempre los más corruptos ganan.

No tendría que haber queja: si quieres trabajar, ganar, publicar, difundir, comer y para eso tienes que corromper, no te quejes el día que alguien te quite ese logro a base de… corrupción.

No admitir esta carencia de calidad de vida es cerrar los ojos y dar vida a un sistema en el que sólo hay una constante: la pérdida de identidad ciudadana, porque el valor de las personas y su aportación social es menor y está condicionada por intereses y … corrupción.

No se trata de imitar otros modelos. Ámsterdam, Estocolmo, Oslo o Frankfurt tienen sus propios problemas y condiciones distintas a nuestra realidad. Se trata de crear un sistema en el que podamos convivir bajo nuestra realidad mejorada.

No se trata del país en el que nos tocó vivir, sino del país que creamos a cada instante y en el que las pequeñas acciones son esenciales porque ahí se gesta al gran corruptor o a los grandes hombres de Estado.

No es un sueño: una Europa destruida y económicamente devastada fue capaz de emerger como un faro de civilización -no sin claroscuros- después de dos guerras mundiales.

Negarnos la posibilidad de caminar por los parques o subirse a un autobús sin miedo a ser asaltado es entregar las armas por la sola ocupación del ejército de la corrupción, cuando aún quedan las trincheras de la dignidad para tratar de recuperar un espacio de libertad que se nos ha negado.

Un espacio que -hay que decirlo claro y fuerte- nos hemos negado.

Siempre será más fácil justificar la situación actual a cambiar, con pequeños pasos, con acciones mínimas, el país que construimos.

Nadie nos obliga a permanecer en un país corrupto; pero tampoco nadie nos obliga a ser simples observadores de una catástrofe: cómplices, al fin, en un país de desigualdades.

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Autor Lado B
Juan Manuel Mecinas
Profesor e investigador en derecho constitucional. Ha sido docente en diversas universidades del país e investigador en centros nacionales y extranjeros en temas relacionados con democracia, internet y políticas públicas.
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