Lado B
Dime a qué parque vas y te diré… cómo te ve tu gobierno
En una ciudad que extendió su concreto fuera de sus fronteras, los parques son respiros para sus habitantes. Pero no todos respiran igual
Por Lado B @ladobemx
21 de abril, 2019
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Andro Aguilar, José Ignacio De Alba y Arturo Contreras | Pie de Página

Parque Cuitláhuac, oasis en un campo de asfalto

El primer domingo de vacaciones, a Carmen Nicolás se le ocurrió ir con su familia a conocer el Parque Cuitláhuac, hacer un picnic, empaparse en las fuentes brotantes y jugar futbol.

La idea le surgió cuando iba rumbo al tianguis de chácharas de la colonia Renovación –colindante con el parque –, a donde Carmen compra ropa y zapatos usados que después revende en su barrio. ¿Por qué no aprovechar estos días para ir al parque calificado por algunas de sus amistades como “bien bonito”?

“Dije: ‘voy a llevarme lo que tenga de la casa. Igual no se necesita mucho’”.

Al llegar a su vivienda, animó a sus tres hijos. “¡Vénganse!”. Echó en un recipiente el guisado de pollo con chile guajillo que había cocinado el día anterior y, en una bolsa aparte, la fruta que tenía.

En el camino, la familia compró un pollo rostizado para completar el menú, cuenta su esposo Óscar, un carpintero de 44 años de sonrisa y frente amplias.

Cargaron también con Billy, un perro Chihuahua que, según ellos, está contento de haber ido.

En San Sebastián Tecoloxtitla, la colonia donde viven Carmen y Óscar,no hay muchos parques. O los que hay son “bien chiquitos”, dice él. Con “puros chavos drogándose”, añade ella.

Este “domingo de ramos”, en el Parque Cuitláhuac predominan las familias. Algunas con más de 10 integrantes, como la de Ebodia Ramos, de 66 años, quien llegó con casi la docena de nietos que tiene y sus cinco hijos. Ellos viven en una casa que construyeron hace cuatro décadas y que ha ido creciendo hasta ser un edificio en la colonia Lomas de Zaragoza.

“Yo digo que es una bendición de Dios que estemos todos juntos”, dice Ebodia trepada en un aparato para ejercitar las piernas.

Los visitantes se concentran principalmente en el centro del parque: un punto verde dentro de un rectángulo con poca vegetación que, aún así, destaca en espacio urbano donde predomina el gris. Un oasis dentro del oasis.

Las 140 hectáreas del Parque Cuitláhuac son atípicas en Iztapalapa, la alcaldía más poblada y con el tercer territorio más grande de Ciudad de México, pero que tiene el promedio más bajo –3 metros– de áreas verdes por habitante. La demarcación donde viven dos millones de personas. La segunda más peligrosa. La cuarta más pobre.

En el centro del parque están las fuentes atiborradas de gente. Un dragón arroja agua y una enorme orca, hecha a semejanza de la famosa Keiko, moja principalmente a los niños que se acercan. La zona de fuentes abre sólo tres horas los sábados, domingos y días festivos. Reúne a familias en trajes de baño y sandalias que ignoran que están en la alcaldía con menos agua de la capital.

A un lado, en el arenero, niños construyen castillos amorfos y soplan para apagar las velas imaginarias de pasteles de tierra. También hay espacio para jóvenes aficionados al break dance que aplauden la destreza de uno de sus colegas que gira en el pavimento.

A unos metros de ahí, bajo una carpa amarilla, el grupo Wang Perro interpreta folk y polkas con instrumentos que sus mismos integrantes construyeron, sin lograr que un público siga el ritmo con las palmas.

Hay tortas de jamón, queso de puerco o salchicha por 10 pesos. Chicharrones o palomitas. Raspados y refrescos.

Los perros tienen prohibido entrar al parque, aunque el policía de la entrada dice que mientras tengan correa pueden ingresar con sus dueños. Si la mascota es un ave, no hay problema. Por eso Piolín, un gallo blanco que se resiste a posar para la foto, picotea despreocupado entre el pasto en busca de moronas.

Fuera del punto central del parque, el verde se diluye. Detrás de la carpa musical quedan las cenizas de montones de pastizales que serían molidos para hacer composta, antes de que unos “chamacos” los incendiaran, dice Juan Manuel Téllez, un empleado que renta bicicletas. El hombre de 51 años, cachucha, barba cana, concluye que es normal que esas cosas pasen por la peligrosidad de las colonias contiguas al parque.

El olor a quemado persiste dos semanas después del incendio. Eso ayuda a mitigar el aroma intermitente de agua estancada al que los visitantes se acostumbran después de un rato, pero que hace recordar que durante décadas ese espacio fue un basurero a cielo abierto. “Por eso los caminos están disparejos, todavía se está acomodando la basura abajo”, dice Juan Manuel.

El parque está dividido en dos por la avenida Circunvalación. Del otro lado del área deportiva hay una granja, un lago artificial, alberca y otras atracciones que desde octubre están cerradas por “rehabilitación”. Sólo algunas familias pueden ingresar a jugar en los campos de futbol los domingos. La razón del cierre, dice un policía auxiliar de apellido Cortés, es el biogás que se está liberando y los jugos de la basura que reposan bajo la superficie.

Apiladas sobre una vereda roja, una docena de lanchas con pedales fueron arrumbadas. Deberían estar flotando sobre el lago artificial, que ahora es un pantano de agua podrida. Sólo las urracas descansan sobre las varas que medio se asoman. Su olor inunda toda el área.

El gobierno capitalino anunció que gastaría 500 millones de pesos en dos años para rescatar el parque que, a pesar de todo, significa un oasis en el oriente de la Ciudad de México.

La Mexicana: pulmón para una fotografía

Los árboles de este sitio son tan jóvenes que apenas dan sombra. No hay ardillas, ni pájaros, ni cientos de tonos de verde. La vista que predomina en este parque es la de edificios corporativos que colindan con el lugar.

Al mediodía, la gente se ampara del sol en la decena de restaurantes que hay dentro del parque. Desde La Boulangerie, con copa en mano, los padres vigilan a sus hijos en el área de juegos.

A pesar de que hay mucha gente, los basureros están vacíos. No hay ambulantes, ni música, aunque sí muchos policías y cámaras de vigilancia. El reglamento prohíbe fumar, los anafres, las hamacas, introducir sillas o mesas, actividades “que pueden molestar o incomodar a otros visitantes, incluyendo el uso de radios”. Todos cumplen las reglas. Es un parque sin vicios ni viciosos.

La Mexicana ocupa un área de 28 hectáreas (tres veces la Alameda Central) de Contadero, la parte más rica de la alcaldía de Álvaro Obregón, que colinda con Cuajimalpa. La zona, conocida simplemente como Santa Fe, es uno de los centros financieros más importantes del país. En los últimos 30 años, los corporativos trasnacionales más importantes se han instalado aquí y se han abierto decenas de clubes residenciales y de comercio para la élite empresarial mexicana.

El parque La Mexicana fue inaugurado en 2017 por el exjefe de gobierno Miguel Ángel Mancera, quien lo presumió como un “nuevo pulmón urbano”. Un parque “del siglo 21”, moderno, ecológico (usa celdas solares, tiene tratamiento de aguas negras, zonas de humedales) y autosustentable, pues la tutela quedó a cargo de un fideicomiso vecinal responsable de dar mantenimiento a este parque público.

A diferencia de otros parques de la ciudad, aquí la gente tiene acceso a internet gratis. El propio parque tiene su cuenta de Twitter y en Instagram es la sensación.

El área de niños tiene un piso acolchado para caídas, y no falta en niño que llega conduciendo su propio cochecito eléctrico. Los corredores andan sobre una pista de material sintético. Y los perros, que llegan bañados, peluqueados y muy educados, juegan en las fuentes, porque este parque es petfriendly y tiene un jardín canino para su diversión: hay un área especial para perros chicos y otra para canes grandes.Un policía determina cuál es cuál antes de darle entrada a que juegue con los de su respectivo tamaño.

A la gente que viene a La Mexicana le gusta decir que vino. Y la gente que viene se arregla para venir. Se ven sobre todo familias chicas y jóvenes con perros. También circulan los bloqueadores para el sol y lentes oscuros. Por momentos, parece que el segundo idioma es el inglés, aunque sus visitantes sean mexicanos.

Pero La Mexicana recibe gente de toda la ciudad, como Carmen Castillo, trabajadora de una fábrica de cartón que viene desde de Cuautitlán Izcalli con sus dos hijos. La mujer, de tez morena, viste un sombrero amarillo con flores. Sus hijos no paran de aventarse de la resbaladilla y de jugar en el arenero. Dice que viene hasta acá “para pasear en un lugar bonito”.

Luego pregunta sobre uno de los edificios que despuntan junto al parque: “¿Ese edificio se habrá enchuecado o así lo construyeron?”. Saber que así lo hicieron se le hace raro.

El parque “del siglo 21” cierra sus puertas de las 10 de la noche a las 5 de la mañana. Es difícil identificar algún olor. Los motores de los helicópteros que van a los corporativos y de algún camión lejano se mezclan entre risas de niños y ladridos de perros.

En el centro de uno los dos lagos artificiales hay un chorro de agua azul–pintada de azul- y unos visitantes que tienen el pelo rubio –pintado de rubio- se toman unas fotografías.

Porque venir a La Mexicana y no presumir que viniste es como si no hubieras venido.

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*Fotografía: Lucía Vergara

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Autor Lado B
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