Si la comunidad cinéfila mexicana tiene la posibilidad de visitar las diferentes plataformas digitales existentes en la actualidad (por ejemplo, Amazon), o de revisar minuciosamente la cartelera de las cadenas comerciales, en donde esporádicamente se proyectan obras orquestadas por directores de culto, se encontrará con dos títulos de gran calidad argumental: Mente revólver y Tormentero.
Mente revólver se trata del largometraje debut de Alejandro Ramírez Corona, mismo que compitió en la más reciente edición del Festival Internacional de Cine de Guadalajara. Plantea una pregunta interesante: ¿qué hubiera ocurrido con Mario Aburto, el asesino confeso de Luis Donaldo Colosio, si lo hubieran liberado 20 años después de su encarcelamiento?
La peculiar interrogante sirve de pretexto para ahondar en las trágicas circunstancias de tres personajes: el ya mencionado Aburto, una indigente estadounidense que ingresa a México tras hallar e intentar vender un revólver, así como un atormentado músico versátil que, de la noche a la mañana, se convierte en sicario de un grupo narcotraficante.
Un tríptico de decadencia y miseria humanas, así podría definirse en breves palabras la ópera prima de Ramírez Corona, que tiene como primera virtud apartarse del habitual espacio geográfico de la violencia fílmica nacional (pues se sitúa en Tijuana); quizá como una manera de exhibir la manera en que dicho mal se ha apoderado de todo el país.
Por otro lado, Baltimore Beltrán (quien personifica a Mario Aburto), así como Hoze Meléndez y Bella Merlin, entregan actuaciones de primer nivel, sin estridencias innecesarias y utilizando sus miradas como herramienta principal para transmitir emociones o estados de ánimo.
Igualmente, la manera en que el director plasma las secuencias de violencia es sumamente oportuna, pues el movimiento de cámara otorga esa idea de frenesí o cumulo de adrenalina, tanto como de despersonalización.
Quizá la única falla de dicho filme radica en el destino final de uno de sus personajes.
Pasando a Tormentero, estamos ante un documento de gran valía visual y poca complacencia narrativa, elementos que han caracterizado el legado artístico de su realizador: Rubén Imaz.
Así, la anterior descripción es plasmada por Imaz mediante secuencias complejas y de gran onirismo visual, en donde infierno y paraíso se funden al unísono. Por ello, los espectadores deben hacer lo necesario para poder separar la realidad de las pesadillas padecidas por el protagonista.
Es decir, Tormentero no ofrece una línea de tiempo o acciones sujetas a las convenciones del séptimo arte comercial, sino que exige a la audiencia una participación más activa, así como una experiencia más allá de lo estético, una que también se sumerja en la intelectualidad.
Memorias fragmentadas, paredes que exudan un líquido viscoso muy parecido al “oro negro” (petróleo) y un hombre obsesionado con degustar los tesoros ofrecidos por la Madre Tierra, son algunas de las atractivas secuencias que se pueden observar (no sé si disfrutar) en el nuevo legado visual de Imaz, responsable de comandar Epitafio y Cefalópodo.
Aunado a lo anterior, Tormentero también resulta el pretexto adecuado para seguir atestiguando la capacidad histriónica de José Carlos Ruiz, el veterano actor que hace poco sorprendió a propios y extraños con su interpretación en Almacenados.
En consecuencia, las obras en cuestión representan dos nuevas pruebas del gran momento que vive el cine nacional, tanto a nivel técnico como argumental o conceptual. Lo cual, lamentablemente, no les interesa a los conocidos complejos comerciales del país, ensimismados en estrenar aquello que incremente sus ingresos y no su prestigio.