Lado B
El Salvador: el escaso remedio para hondureños y guatemaltecos
Entre 2013 y 2017, los hospitales públicos de El Salvador brindaron 91 mil consultas a extranjeros. Guatemaltecos y hondureños componen el 97 % de ellos
Por Lado B @ladobemx
20 de noviembre, 2018
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Glenda Girón | Séptimo Sentido
*con reportes de Isaías Morales, Guatemala; y Wendy Funes, Honduras

Marina tomó el papel en la ventanilla del hospital y se encontró con esas letras grandes y escritas a mano: IR. Ella creyó que era el punto final de un recorrido tortuoso por una serie de consultorios médicos. A su hija, entonces de cinco años, ya le habían dejado tomar potasio en grandes cantidades “para quitarle la anemia”. Ya la habían puesto a dieta y ya hasta le habían sacado muestras para mandarlas a analizar en Estados Unidos. Pero no tenía un diagnóstico, y a Wendy no le bajaba la fiebre ni se le quitaba ese agotamiento intenso. Marina veía como su niña se deterioraba cada vez más sin poder revertir el proceso o saber qué lo provocaba.

Con el papel en la mano, Marina no supo descifrar el mensaje. Tuvo que parar la marcha de una enfermera para preguntarle. “Insuficiencia Renal”, escuchó, pero aún así no entendió. “Son los riñoncitos los que tiene mal”, le explicó en prisas la enfermera de una sala de emergencias pediátricas que siempre está llena.

Ese día de junio de 2007, las vueltas continuaron. Tras la respuesta de unos exámenes, le añadieron otra letra al papel: “C”. Marina volvió a buscar una cara amable en el mar de desconocidos para que le dijera el significado: crónica.

—Ahí sí, reventé a llorar–, dice un día de septiembre de 2018 en un pasillo de hospital.
Marina supo así que Wendy, su hija única, entonces de cinco años, tenía insuficiencia renal crónica, un diagnóstico que no admite retroceso, a menos que se haga un trasplante de riñón. Esas letras en el papel no fueron un final. Fueron solo el inicio de un proceso que ha mantenido a Marina y a Wendy haciendo dos viajes por semana a El Salvador durante los últimos 11 años. Ellas son hondureñas.

Entre los miles que cada día recorren los pasillos de los hospitales públicos salvadoreños, quizá los más vulnerables sean los que lo hacen en suelo ajeno. No tienen familia ni amigos; llegan con el presupuesto limitado a transporte y, con suerte, algo de comida. Entre 2013 y 2017, los hospitales públicos en El Salvador han registrado 91 mil consultas médicas dadas a extranjeros. Entre ellos, 43 mil han sido a guatemaltecos y 46 mil a hondureños; entre ambas nacionalidades juntan el 97 %.

Los datos extraídos de las respuestas a una docena solicitudes de información realizadas en los tres países indican que el éxodo de personas de Guatemala y Honduras no es espontáneo. Salen de forma sistemática empujados por una urgencia de alivio que sus países no reconocen y tampoco satisfacen. Para esta investigación, LA PRENSA GRÁFICA, con el apoyo de la Iniciativa de Periodismo de Investigación de ICFJ/CONNECTAS, también consultó documentos presupuestarios y los planes anuales de hospitales y de ministerios.

Honduras, Guatemala y El Salvador forman la punta de una flecha que parece enfilar a México y de ahí, a Estados Unidos. Esta región se conoce como Triángulo Norte: tres países casi borrados por la migración irregular y la violencia. Pocas veces el mundo mira hacia acá, si no es por las balas o las caravanas de desesperados que huyen hacia el Norte. ¿Quién puede preguntar, en este ambiente, por la angustia de una madre hondureña y su hija de cinco años con un papel en el que apenas se lee IRC? Hace 11 años, nadie.

Perfil de los hospitales de referencia y fronterizos

En los municipios de Guatemala y Honduras que son fronterizos con El Salvador, la inversión en salud pública no es suficiente para cubrir la demanda. Los hospitales del interior no cuentan con suficiente equipo, recurso humano y no tienen instalaciones adecuadas, lo que obliga a los usuarios a hacer viajes largos hacia las capitales. La otra opción es traspasar la frontera con El Salvador y recibir atención médica aquí.

El Salvador ha registrado en los últimos cinco años un promedio diario de 23 consultas a guatemaltecos y 25 a hondureños. Hay hospitales salvadoreños, como el de Ahuachapán, en donde la llegada de guatemaltecos implica una inversión de $100 mil al mes. Y hay otros, como el de Sensuntepeque, en donde cuando se suman los egresos, las consultas, las emergencias y los partos, los hondureños constituyen el 30 % de los usuarios atendidos. Ni Guatemala ni Honduras llevan registro de cuántas personas salen con fines médicos y tampoco han reconocido este servicio a El Salvador, el más pequeño de los países del Triángulo Norte.

De los 655 egresos de extranjeros que el hospital de Santa Ana reportó el año pasado, 654 fueron guatemaltecos. Para el ejercicio fiscal de 2017, la Asamblea Legislativa votó un presupuesto en el que se le redujo la asignación a este centro asistencial. De $22 millones, pasó a contar solo con $20 millones. A pesar de hechos como este, la de guatemaltecos y hondureños en los hospitales salvadoreños es una carrera por escapar del abandono institucional. Para ellos, El Salvador, con todas sus carencias, es un parche, una prolongación de la vida.

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Sistemas de salud en eterna crisis

No hay diferencias grandes entre los sistemas de salud pública de los tres países. En El Salvador y Honduras el gasto público en salud está arriba de 4 % del Producto Interno Bruto (PIB). En Guatemala es solo un poco más del 2 %. Los tres están por debajo del 6 % del PIB, el mínimo recomendado por la Organización Mundial de la Salud, sobre todo en países con alta desigualdad. “Se estima que un 30 % de la población no tiene acceso a atención de salud debido a razones económicas y que un 21% renuncia a buscar atención debido a las barreras geográficas”, ratifica la OMS en el informe “Financiamiento de la Salud en las Américas”.

A la hora de repartir el Presupuesto General de la Nación, los gobiernos de Guatemala, Honduras y El Salvador condenan a los hospitales y demás centros de salud públicos a dar atención con graves déficits en cuatro aspectos: infraestructura, recurso humano, abastecimiento de medicamentos y fondos disponibles. Condenan a los sectores más vulnerables de las poblaciones a transitar por su cuenta grandes distancias y a rebuscarse por recursos para complementar sus tratamientos médicos, cuando hacerlo incluye un gasto significativo en transporte.

En Honduras, en los hospitales nacionales de referencia, como el Hospital Escuela Universitario (Tegucigalpa) y el Mario Catarino Rivas (San Pedro Sula), “hay una afluencia de pacientes superior a sus capacidades de atención, hospitalización, medicamentos e insumos. Esos pacientes son referidos o enviados de hospitales departamentales que no los atienden por falta de especialistas, equipos, medicamentos o servicios correspondientes”, resume este año la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CONADEH). Pero este documento formal no incluye el drama diario, como que el Mario Catarino Rivas recibe a los usuarios entre láminas y plásticos. El año pasado, este hospital enfrentó una drástica reducción de presupuesto. De $46 millones asignados en 2016, pasó a 26 en 2017.

Mejor opción de salud en El Salvador [AUDIO]

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En Guatemala, Zulma Calderón, de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, habla de una reacción en cadena similar que mantiene a los habitantes del interior del país alejados de los servicios de salud más completos: “A veces, los hospitales del interior carecen hasta de lo más básico, esto deriva en que todos esos pacientes vienen a parar aquí (capital), al San Juan de Dios o al Roosevelt; porque antes no han tenido acceso a un ultrasonido o a un traumatólogo que los opere, no se les da acceso a las piezas más básicas en su lugar de residencia y vienen a llenar los hospitales más grandes por cosas que se deberían haber resuelto en un hospital regional o departamental”.

Y en El Salvador, a ningún hospital público le alcanza el dinero que se le asigna en el presupuesto general de la nación. Todos solicitan una cantidad de refuerzo para los últimos meses del año. Si se les aprueba, este fondo de emergencia solo lo pueden utilizar para comprar insumos críticos. Lo básico para seguir funcionando, no hay margen para ampliar cobertura o mejorar los servicios.

Entre los tres, El Salvador tiene una sola característica que podría calificarse como ventaja: es pequeño. Lo es con respecto a países como Guatemala y Honduras e incluso en el angosto puente que parece Centroamérica cuando se mira desde arriba en comparación con la del Norte y la del Sur. En los 21 mil kilómetros salvadoreños hay repartidos 30 hospitales; de ellos, tres son de referencia, quiere decir que son el escalón más alto al que puede elevarse un paciente con una enfermedad grave. Son los que cuentan con más equipo y más personal. En esta categoría está el Hospital Nacional de Niños Benjamín Bloom, el hospital al que Marina y Wendy llegaron hace 11 años.

Cuando Marina empezó, en 2007, a recorrer consultorios con Wendy de cinco años y una fiebre que no cedía, lo hizo en Ocotepeque, un municipio hondureño que comparte fronteras con Guatemala y con El Salvador. Arrancó en una clínica privada, con exámenes de laboratorios privados. Ella no sabía qué era andar por pasillos de hospitales porque Wendy nunca había tenido mayores quebrantos de salud. Al no ver mejoría con tratamientos para anemia y dietas, siguieron escalando niveles a ciegas, sin ninguna instrucción o mapa. Llegaron hasta San Pedro Sula, a 260 kilómetros del hogar, una distancia que se transita en unas seis o siete horas en bus. Ahí le tomaron más muestras, más exámenes, querían cobrar envíos de muestras a Estados Unidos. Y la niña seguía mal.

Ubicación de los hospitales del Triángulo Norte

Rebotaron en Honduras por un par de consultorios más, entre privados y públicos, pero la respuesta no llegó. Agobiada, casi vencida, Marina escuchó hablar de un hospital solo para niños, ubicado a 110 kilómetros de distancia, pero tenían que cruzar frontera hacia San Salvador, la capital salvadoreña, un lugar hasta donde apenas había llegado alguna vez. Con su entonces esposo reunieron el dinero que pudieron de sus salarios como profesores de escuela para que ella pudiera viajar en bus solo con la niña. Iniciaron el camino hasta el Hospital Nacional Benjamín Bloom sin nada más que esperanza de hallar un diagnóstico y luego una cura.

Llegaron a la emergencia del Bloom el 6 de junio de 2007. Tras descifrar las letras IRC en un papel, Wendy pasó, ese mismo día, de la emergencia al cuarto nivel del hospital. Quedó ingresada en el servicio de Nefrología. Marina, recuerda, que se sentía abrumada por la enfermedad, por estar en otro país sola y por tener que resolver su estancia en la noche. También la desconcertaba el comportamiento de Wendy.

—Mi niña lloraba, se tiraba al suelo, les tiraba cosas a las enfermeras, y yo no entendía que eran los químicos los que la ponían como loquita–, cuenta con una voz que se rompe.

Wendy estuvo ingresada un mes. Salió del Bloom el 6 de julio de 2007 estable, con un catéter para diálisis intermitente y citas continuas de dos veces por semana para seguir con un tratamiento que es vitalicio, mientras no se realice un trasplante de riñón. En Honduras, en aquel año, para los afectados de Ocotepeque por la enfermedad renal crónica no había más opción que viajar al menos 6 horas hasta San Pedro Sula.

Los extranjeros que llegan al Hospital Bloom no son referidos de otros centros asistenciales, por lo tanto, no traen expediente ni exámenes de laboratorio. Vienen como Marina y Wendy: con la ropa que traen puesta y buscando respuestas. Solo en 2017, el Bloom brindó 1,050 consultas curativas a niños hondureños y 295 a guatemaltecos.

El Bloom es un hospital al que entre 2016 y 2017 se le redujo el presupuesto: pasó de $30 millones, a tener que funcionar solo con $28 millones. La demanda es tal, que si alguien llega a mitad de noviembre a pedir consulta, se le asignará cupo para ser atendido a medio enero, porque se maneja un tiempo de espera de 56 días. Al respetable desempeño que pueda tener el Bloom lo marca mucho la carencia. El año pasado, solo se pudo hacer un 73 % de las cirugías electivas ya que funcionaron con siete quirófanos; los otros cuatro se dejaron de usar porque falta personal de enfermería y anestesia. Es un hospital con vocación y dedicado a los niños, pero en donde nada sobra y, casi siempre, todo falta.

Jutiapa. El Hospital Nacional Ernestina Viuda de Recinos, Jutiapa, tiene un presupuesto de $7.5 millones en el año, con el cual debe atender a una población de 145 mil habitantes. Las atenciones por violencia y accidentes de tránsito son las que más recursos demandan.

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El recorrido de un hombre en agonía

Se llama Mamerto V. Tiene 52 años. Apenas habla. Tiene un tubo en la nariz, un catéter en la mano y vendas en el estómago. A primera vista, está muy mal. “Cuando lo trajimos estaba peor”, explica Richard, un amigo que se define como casi hermano.

Mamerto vive en Jalpatagua, un municipio guatemalteco fronterizo con El Salvador. En esta zona, se comercia tanto en quetzales como en dólares, hay una frontera en toda forma que se llama Valle Nuevo del lado de Guatemala y Las Chinamas del lado de El Salvador. La gente va y viene como rutina. Pero dar esos saltos entre países con un dolor insoportable es otra cosa. Por eso, el primer lugar donde consultó fue un centro asistencial local. Dos veces fue y no encontró alivio.

Una noche, el dolor se intensificó y lo empujó a recorrer una distancia más larga. Tras una hora de camino en carro, llegó al hospital de Jutiapa, siempre en Guatemala. Regresó a su casa con medicamento, pero tras varias dosis, nada mejoró.

Cuando en una noche de inicios de agosto se les desmayó, la familia de Mamerto cruzó a toda prisa la frontera hacia El Salvador y lo llevó a pasar consulta a Ahuachapán. Llegó con el apéndice reventado. De ahí, el personal médico lo metió más en el sistema sanitario salvadoreño. Lo llevaron en ambulancia hasta el hospital de siguiente nivel que se encuentra en Santa Ana.
Mamerto es un jubilado, vive de su pensión. Se encuentra en esta cama del Hospital San Juan de Dios de Santa Ana (El Salvador), débil y deteriorado, pero vivo.

Con discreción, una enfermera agrega que no se trata solo del apéndice. El personal médico sospecha que Mamerto sufre de otra enfermedad de base que lo vuelve muy vulnerable, pero falta hacerle más estudios. Por ahora, Mamerto está estable, algo que ha representado para el Hospital San Juan de Dios 20 días de ingreso y una cirugía. Esta es la cuarta que Mamerto se hace en El Salvador, porque los hospitales de la ciudad de Guatemala –en donde en teoría podría hacerse este proceso sin dejar su país– a él le quedan a una distancia imposible de 110 kilómetros, 2 horas de camino sin tráfico. “Si cuando se desmayó lo hubiéramos llevado directo a la capital, o primero a Jutiapa y de ahí a la capital, se nos muere en el camino”, cuenta Richard, el hermano, que espera que le den el egreso en unos días para llevarlo a Guatemala.

De los 655 egresos de extranjeros que el hospital de Santa Ana reportó el año pasado, 654 fueron guatemaltecos. Para el ejercicio fiscal de 2017, la Asamblea Legislativa votó un presupuesto en el que se le redujo la asignación a este centro asistencial. De $22 millones, pasó a contar solo con $20 millones. A pesar de hechos como este, la de guatemaltecos y hondureños en los hospitales salvadoreños es una carrera por escapar del abandono institucional. Para ellos, El Salvador, con todas sus carencias, es un parche, una prolongación de la vida.

Los hondureños no solo han hecho caravanas para migrar hacia Estados Unidos. Cada semana, y desde hace años, en las aldeas más pobres y aisladas se organizan uno o dos viajes colectivos hacia El Salvador en busca de salud. Estos viajes van llenos de gente con dolor, de embarazadas y de niños enfermos.

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Una sala de emergencia inhabitable

Al momento de escribir esto, ronda en redes sociales un video de un chorro de agua que cae fuerte sobre una camilla desvencijada colocada en el pasillo del Hospital San Juan de Dios de Guatemala, el grande, el de referencia nacional. Las autoridades del hospital se apresuraron a decir que un sismo de menos de 6 en escala de Ritcher desajustó las tuberías y provocó la fuga. Puede ser una excusa creíble, pero en este hospital abundan sillas de espera rotas, camas de hospital rotas, camillas rotas. Está colapsado y roto o a punto de romperse, como las tuberías.

Este es uno de los dos hospitales de referencia 3 en Guatemala. Junto con el Roosevelt, son los que más recursos tienen para atender los casos graves que les llegan de todo el país. El San Juan de Dios cuenta con 30 especialidades y subespecialidades. Tiene 500 médicos, 1,300 enfermeras y 946 camas censables. Al menos es así en papeles. Guatemala sufrió en 2015 una crisis que afectó el sistema de salud público. El San Juan de Dios fue, entonces, el símbolo de esa decadencia.

La crisis la desató un desabastecimiento de medicamentos e insumos médicos en el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS), que atiende la salud de asalariados que cotizan. Este fenómeno, producto de una red de corrupción, obligó a los usuarios a tocar puertas en hospitales públicos, en donde ya, por lo general, se trabaja con una cantidad de medicinas e insumos insuficiente para la demanda. Las denuncias públicas por mala atención estallaron.

En 2015, el San Juan de Dios guatemalteco atendió gente hasta en los pasillos, como ese en el que hace unas semanas cayó un chorro de agua sobre la camilla. La crisis se manifestó en las largas filas que los usuarios formaron para programar consulta y también para farmacia.

La respuesta del Gobierno guatemalteco llegó al siguiente año del escándalo. “Los dos hospitales más importantes del país representaban (en 2015) el 36 % del presupuesto del total de los 44 hospitales del MSPAS; este porcentaje creció a 41 % en 2016, debido a la percepción de crisis”, se lee en el informe “Guatemala: tendencias del gasto en salud”, publicado en junio de 2017. En otras palabras, al San Juan de Dios le duplicaron el presupuesto. En 2016 fue de $44 millones y en 2017 superó los $83 millones. Lo mismo pasó con el Roosevelt, que llegó a $85 millones. Para dimensionar, ningún hospital del Triángulo Norte ha recibido un aumento de presupuesto tan grande como estos en los últimos cinco años. Y ninguno recibe una erogación anual que se les acerque.

“El problema (en el San Juan de Dios) no es que no tengamos presupuesto para atender a las personas, lo que no tenemos es espacio”, explica el director de este hospital, Edwin Bravo. “Démonos cuenta de que este hospital fue creado para 1984, para otro tipo de demanda. Ahora ya no tenemos cabida. Tengo saturada la Pediatría, ya no tengo espacios en camas, no damos para más”, agrega con más resignación que alarma.

Con 23 años de experiencia como traumatólogo, el director Bravo sabe que el sistema en el que se prioriza a los hospitales metropolitanos obliga a los usuarios del interior del país a recorrer grandes distancias y señala lo obvio: que hace falta construir hospitales de otro nivel en las zonas alejadas de la capital o aumentar la capacidad instalada de los que ya existen. Para esto hace falta dinero, y lo que queda de asignación del PIB para salud pública en Guatemala después de los presupuestos de los hospitales San Juan de Dios y Roosevelt no alcanza para invertir en infraestructura, especialización, equipo y personal para la periferia.

Así, haya o no haya dinero en el San Juan de Dios, a Mamerto, el jubilado que sobrevive con su pensión, de todas formas, le queda demasiado lejos. A él le tocaría ir, en primera instancia, al hospital de Jutiapa. Este centro asistencial cuenta con 200 camas, ofrece 14 especialidades y en su área de atención habitan 145 mil personas. Entre 2013 y 2017, el presupuesto asignado anduvo entre los $48 y los $56 millones, una situación que lo obliga a depender mucho de los donativos de equipo y de algunos medicamentos especializados, es decir, de la caridad que instituciones y particulares quieran hacer. Pero lo que mejor describe lo que se vive en este hospital es, también, su infraestructura.

En el área de Pediatría hay manchas de humedad en el techo y fisuras en la loza de piso. En el resto de servicios, las paredes tienen grietas transversales, hay desprendimiento de acabados en varios segmentos y el suelo ha perdido cohesión. El edificio completo de este hospital nivel 2 ya cumplió su tiempo de vida útil, según un informe que la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (CONRED) publicó en 2017. A la edad del edificio, que se supone data de 1965, se suma la falta de mantenimiento.

“No cumple con las dimensiones mínimas necesarias para las actividades que en ella se realizan”, sentenció la CONRED sobre una de las áreas más sensibles del hospital de Jutiapa: la sala de Emergencias de este que es uno de los hospitales que más se consume en atender lesiones por violencia y por accidente de tránsito.

Este de Jutiapa es el hospital al que, por cercanía, debía asistir a Mamerto. También a este debía llegar Cayetano P., de 77 años, sastre; pero lleva más de una semana ingresado en el hospital de Ahuachapán, El Salvador, por una enfermedad cutánea. Henrry R., de 40 años, reside en el municipio guatemalteco de Asunción Mita, por lo que también es parte de la población meta del hospital de Jutiapa, pero lleva 10 días ingresado en el hospital de Santa Ana, El Salvador. Ofelia R., de 47 años, es de Jalpatagua y lleva 21 días ingresada también en el hospital de Ahuachapán, del lado salvadoreño, porque se hizo una cirugía programada que en Jutiapa seguiría esperando. Y así, cientos al mes, miles en un año. Solo en el hospital de Ahuachapán, de las 1,599 emergencias atendidas el año pasado, 438 fueron guatemaltecos, poco menos de la tercera parte.

Jalpatagua, Asunción Mita, Atescatempa, Jerez y el mismo Jutiapa forman parte de un cordón fronterizo de Guatemala que de manera habitual aparece mencionado en los archivos hospitalarios de El Salvador en la casilla de “procedencia”. Para el hospital de Ahuachapán, los pacientes guatemaltecos significan una erogación mensual que ronda los $100 mil, según el director Ricardo Góchez. Para ponerlo en contexto, este hospital ya solicitó el habitual refuerzo presupuestario. Les fue aprobado un fondo de $87 mil como extra para terminar el año. Es menos de lo que los usuarios guatemaltecos representan en un mes.

Aunque lo que CONRED urge en su informe es la construcción de un hospital nuevo en otro lugar de Jutiapa, el documento sirvió para acelerar la construcción y entrega de una nueva sala de Emergencias, que empezó a funcionar en agosto de este año. El terreno y la obra fueron donados por la municipalidad. Las instalaciones modernas están junto al edificio caduco y se comunican por una puerta que separa los pisos cerámicos nuevos de los de cemento, manchados y agrietados.

Para el hospital de Ahuachapán, los pacientes guatemaltecos significan una erogación mensual que ronda los $100 mil, según el director Ricardo Góchez. Para ponerlo en contexto, este hospital ya solicitó el habitual refuerzo presupuestario. Les fue aprobado un fondo de $87 mil como extra para terminar el año. Es menos de lo que los usuarios guatemaltecos representan en un mes.

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Las «pastillas de harina» de un himno contestatario

En Honduras, hay una canción que nació parte de una campaña electoral y acabó elevada a himno de oposición: “Si van a los hospitales en busca de medicina, por una simple aspirina, nos dan pastillas de harina. JOH, JOH, es pa’ fuera que vas”, dice una de las estrofas que escribió Macario Mejía. JOH son las siglas de Juan Orlando Hernández, presidente hondureño. La popularidad de la canción no radica en el apoyo a un partido, sino en que hace lo que es común en esta región: le pone ritmo tropical a una tragedia.

Es la letra que cantan a todo pulmón miles de hondureños sin papeles, sin dinero, sin comida, sin nada, que desde octubre forman caravanas para intentar llegar a Estados Unidos.

Ya sin ritmo tropical, para describir el estado de la red hondureña de hospitales públicos la Comisión Nacional de Derechos Humanos de Honduras (CONADEH) acuñó un concepto tan simple como angustiante: está en coma.

Este año, la comisión hizo una supervisión por las instalaciones de 31 hospitales, como seguimiento al primer informe levantado en 2014. El resultado fue una lista observaciones como que el desabastecimiento de medicamentos vitales es crítico, que la adquisición de insumos médicos y quirúrgicos está viciada, que el personal no atiende bien a los usuarios, que no hay suficientes médicos ni enfermeras, que no hay mobiliario, no hay equipo, no hay sillas, no hay camas y que los supervisores de CONADEH vieron a los pacientes ser atendidos en pasillos. En resumen, que “Honduras evidencia un marcado y continuo desmejoramiento en la calidad de atención y en los servicios brindados”.

Los hondureños no solo han hecho caravanas para migrar hacia Estados Unidos. Cada semana, y desde hace años, en las aldeas más pobres y aisladas se organizan uno o dos viajes colectivos hacia El Salvador en busca de salud. Estos viajes van llenos de gente con dolor, de embarazadas y de niños enfermos.

Felícita López es una líder indígena. Vive en El Volcán, en Santa Elena, La Paz, Honduras. Cuando quiere pasar consulta sin dejar su país, debe caminar al menos 5 horas hasta el centro de salud de la cabecera del municipio y el problema es que nada le garantiza recibir medicinas de forma gratuita. Ante esto, la mayoría de veces, prefiere tomar la otra opción, que es caminar 9 horas y cruzar por un punto ciego para pasar consulta en el país vecino.

Viaje. Desde Ocotepeque, Honduras, hasta el Hospital Bloom, en El Salvador, un taxi cobra unos $60. Este servicio lo ocupan las familias cuyos pacientes tienen algún problema motriz.

“Cuando viajamos para El Salvador, salimos a la 1 de la madrugada y vamos llegando de regreso a la casa a las 9 de la noche”, cuenta Felícita. Hay un guía que sabe dirigir al grupo por un camino sin riesgo de encontrar autoridades o delincuentes, que para el caso es lo mismo, porque les piden dinero. El guía no cobra su servicio, porque él mismo aprovecha para llevar a su familia al hospital del lado salvadoreño. “Regresamos con los pies ampollados de tanto caminar”, ilustra Felícita.

Hay quienes pueden ahorrarse la caminata. Miriam Vásquez, de 32 años, salió de Marcala, La Paz, Honduras, con la intención de recibir atención médica en El Salvador. Consiguió hacer el viaje en carro. El dolor que provoca tener cálculos en la vesícula es profundo, agudo, ocupa todo el cuerpo y no se quita. En este estado de no vida, a Miriam cada bache de la vía se le clavó en el cuerpo como puñalada.

Antes de decidir cruzar frontera, ya había ido al centro de salud hondureño. Miriam dice que llegó a las 7 de la noche al hospital de Intibucá, la atendieron a las 11 de la noche. Cuenta que el doctor que la examinó le entregó una receta y la dejó para atender a otro paciente. “Cuando me rebajó el dolor, unas gentes me dijeron ‘¡bájese de la camilla!’ y me mandaron a una bancas al pasillo; ahí me agarró vómito, le dije al doctor y me ordenó a ir por unas pastillas a la farmacia. Pero el hombre que atendía estaba dormido, me dio las pastillas hasta las 5 de la mañana”, recuerda. Al siguiente día, armó viaje a El Salvador.

Miriam se operó aquí. Al hacer memoria de su calvario, concluye que lo único que importa es que ella se aferra a la vida y muestra imágenes de sus hijos como argumento.

“Miles de pacientes acuden a diario en busca de asistencia médica en un sistema de salud caracterizado por su estado de ‘coma’ permanente, que no permite la atención con calidez y calidad que merecen los hondureños”, cuenta la CONADEH en su informe. Lo que no aparece ahí es esta procesión, este éxodo de hondureños que se arriesgan por un camino largo e incómodo para, por una cuestión de humanidad que por ratos se asemeja a la caridad, hacer valer su derecho a la salud en un Estado ajeno.

Quien “va pa’ fuera”, no es JOH; son ellos, los enfermos de un cordón fronterizo aislado.

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El hospital salvadoreño donde dan a luz hondureñas

Cuando en la comunidad El Volcán hay varias mujeres con necesidad de controles prenatales y ginecológicos contratan un vehículo para hacer el viaje a El Salvador. Pagan 150 lempiras (unos $7). Para residentes de esta comunidad dedicados sobre todo a la agricultura, 100 lempiras representan un día y medio de trabajo. Aún así, prefieren pagar para pasar la frontera.

El problema es que al menos dos de las municipalidades hondureñas visitadas han prohibido que se usen los servicios de parteras. Las mujeres que no acudan a un hospital deben pagar 1,500 lempiras de multa (unos $120) para poder inscribir a sus hijos en el registro. Incluso si ese hospital al que deben ir queda lejos, al otro lado de un camino difícil.

Gualinga es, como la de El Volcán, una aldea situada a unas 2 horas de camino hasta el centro del municipio de Santa Elena. Es un camino de piedra y tierra rodeado de cerros habitados por gente que ha construido ranchos precarios.

En uno de estos cerros, vive María Santos Benítez. Su casa está frente a una reserva indígena con pinos y árboles de liquidámbar, hábitat de venados, tigrillos y tapires. Un lugar en donde los caminos desaparecen y se convierten en ríos de lodo cada vez que llueve fuerte.

María Santos tiene 33 años y tres hijas: una de nueve años; una de seis, que aparenta la mitad de su edad; y otra de cuatro, todas con señales de desnutrición. La primera y la tercera nacieron en hospitales de El Salvador. “Solo he ido a Santa Elena cuando voy a consulta, a veces nos dan medicina y cuando no hay, pues, la compramos, si podemos”.

Para ir al centro de salud hondureño de Santa Elena no hay más opción que caminar hasta 1 hora; mientras que hacia El Salvador camina unos 20 minutos, toma un bus y llega al hospital más cercano.

“¡Mire! yo la tuve a ella allá (señala a su hija menor)”, es decir, en El Salvador. “La primera niña que tuve la fui a tener allá también”. La parte de El Salvador a la que María Santos llega a parir es el departamento de Morazán. El hospital está ubicado en el municipio de San Francisco Gotera. Y sucede que aquí, en 2017, nacieron 238 niños de Gotera y 251 niños cuyas madres confirmaron ser de Honduras.

“Cuando viajamos para El Salvador, salimos a la 1 de la madrugada y vamos llegando de regreso a la casa a las 9 de la noche”, cuenta Felícita. Hay un guía que sabe dirigir al grupo por un camino sin riesgo de encontrar autoridades o delincuentes, que para el caso es lo mismo, porque les piden dinero. El guía no cobra su servicio, porque él mismo aprovecha para llevar a su familia al hospital del lado salvadoreño. “Regresamos con los pies ampollados de tanto caminar”, ilustra.

“Si sumamos la consulta externa y los egresos, la gente de Honduras representa para este hospital el 30 % de las atenciones”, explica Salvador Pérez Orellana, director de este centro asistencial. La mayoría son mujeres y llegan hasta aquí como María Santos: para parir.

Un parto natural, sin complicaciones le cuesta al sistema de salud público salvadoreño entre $800 y $1,000. Pero las pacientes que llegan a Gotera desde Honduras no llegan en condiciones óptimas, como la misma María Santos. “Con la tercera me fui para Santa Elena, pero ahí me dijeron que no la podía tener, estaba complicada, entonces me fui a El Salvador y allá me hicieron la cesárea”.

Atención de emergencias en hospitales fronterizos de El Salvador en 2017

Descargar archivo de Excel:  Base de datos extranjeros en sistema de salud público de El Salvador

A veces, los casos son tan complejos que deben enviarlas al hospital del siguiente nivel en San Miguel o en la capital, San Salvador. “No podemos ser específicos en por qué vienen en estas condiciones, pero puede tener que ver con que no tienen dónde se les cumplan los controles prenatales”, explica el director Pérez Orellana.

De todos los hospitales fronterizos de El Salvador en donde se realizaron consultas para este reportaje, el único en el que se dio cuenta de un acercamiento diplomático fue este. Según Pérez Orellana, hace unos años hubo una reunión entre el personal médico y de las cancillerías hondureña y salvadoreña. En este encuentro, los representantes de Honduras reconocieron la asistencia de El Salvador a su población y accedieron a entregar “ayuda”. La ayuda, recuerda Pérez Orellana, se entregó solo una vez y consistió en unos quintales de arroz y frijoles para el Hogar de Espera Materna que está ubicado en el municipio de Perquín.

Este hogar en El Salvador es clave para embarazadas hondureñas. Aquí pueden pasar varios días mientras les llega el momento de dar a luz. Reciben comida, están siendo monitoreadas y cuentan con una cama y un techo que las protege. Es una opción más humana que ir y venir por caminos inhóspitos. Es este lugar el que consigue bajar de manera efectiva los riesgos para las madres y los bebés. Y también lo azota la crisis. “Lo más difícil es conseguir que no falte la comida, a veces, el 100 % de la ocupación son mujeres de Honduras a las que no se les va a negar la atención, porque si vienen hasta aquí es porque tienen necesidad”, dice, encogiendo los hombros, el director Pérez Orellana.

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Una milicia de invisibles

Un niño de cuatro años con VIH, un niño de 10 con fibrosis quística, una niña de 10 años con lupus eritematoso, una niña de 10 años con una nefropatía hereditaria, un adolescente de 15 años con fisura en el paladar, uno de 10 años con chikunguña: todos han tenido que hacer viajes de varias horas en condiciones cercanas a la miseria para recibir atención médica. Son los guatemaltecos que forman parte de los registros de 2017 que lleva el Hospital de Niños Benjamín Bloom.

La lista de los pequeños de Honduras es todavía más larga: una niña de nueve años con desnutrición, una niña de cinco con un tumor, un niño de 11 con leucemia, una niña de 12 años con fibrosis quística, un niño de un año con riñón poliquístico y entre las frías casillas de Excel, sobresale un niño de 13 años cuyo diagnóstico secundario se define como: “problemas relacionados con bajos ingresos”.

“Es así, son invisibles”, dice el subdirector del Bloom, Guillermo Lara Torres. No hay ningún convenio que los ampare aquí en El Salvador. Y tampoco las autoridades de Guatemala y Honduras los conocen. No hay registro de lo mucho que se esfuerza un niño de un año que debe viajar desde una aldea de Mapulaca, Honduras, para ser operado de una hernia umbilical en el Bloom, porque en su país no hay mejor opción para él.

Solo el año pasado, Marina y Wendy hicieron 104 viajes desde su Ocotepeque, de Honduras, hasta el anexo del Hospital Bloom para recibir 4 horas de hemodiálisis cada miércoles y cada sábado. Esto es lo que la ha mantenido con vida desde aquel 6 de junio de 2007, cuando se le diagnosticó la IRC. Se vienen un día antes y se van tan pronto termina el tratamiento. Solo así, Marina ha podido conservar su empleo como docente. Wendy, ya convertida en adolescente, también recibió el año pasado otras 29 consultas con especialistas no solo en nefrología, sino también en odontología y otorrinolaringología.

Wendy nunca tuvo oportunidad de ir a la escuela. Pero sabe leer y, según Marina, no la engañan al contar monedas en lempiras y en dólares. Mientas espera a que Wendy salga de la terapia de este día, a Marina le brotan las lágrimas. Cada cumpleaños de la adolescente aumenta la angustia. Tiene ya 16. Y en el Bloom solo la pueden atender hasta los 18, no puede hacerse mayor de edad entre estas paredes de hospital pintadas con motivos infantiles.

Marina ya intentó al menos dos veces donarle un riñón a su hija. Pero fue descartada por cuestiones médicas. Así han sido descartadas otras personas que se han acercado con la intención de ayudar. A Wendy se le acaba el tiempo en el Bloom. Si fuera salvadoreña, podría trasladar su expediente al Hospital Nacional Rosales, también de nivel 3 y referencia. Pero no es, y en este centro asistencial ya no están brindando tratamientos por enfermedades crónicas a extranjeros. Las consultas a extranjeros en el Rosales se redujeron de 1,881 en 2013, a 311 en 2017. Las opciones en Honduras son San Pedro Sula y Tegucigalpa. Si para venir de Ocotepeque a San Salvador bastan unos $16 de transporte y 6 horas de camino, para cualquier destino en Honduras estos números se duplican.

“No se puede mejorar lo que no se controla, no se puede controlar lo que no se mide y no se puede medir lo que no se define”, la frase la eligió el subdirector Lara como inicio de un mensaje institucional que está colgado en la página web del Hospital Bloom. Marina y Wendy, como tantos otros necesitados de atención médica, forman parte de una caravana anónima que se pierde en el abandono institucional.

Desde allá para acá. Gualinga es una aldea del municipio de Santa Elena, La Paz, Honduras. Las mujeres de esa zona prefieren cruzar la frontera para tener a sus hijos en El Salvador, en el Hospital de San Francisco Gotera. Las alcaldías del lado hondureño impulsan una norma que multa a las mujeres que se atienden con partera. María Santos Benítez es de allá y tuvo a dos de sus tres hijas aquí.

*Este reportaje fue realizado en el marco de la iniciativa para el periodismo de investigación en las Américas, del International Center of Journalists (ICFJ), en alianza con CONNECTAS.

**Fotos por Melvin Rivas, Franklin Zelaya, Wendy Funes y Glenda Girónf

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Autor Lado B
Lado B
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