Lado B
Canoa: el miedo al extranjero
A 50 años del linchamiento ocurrido en San Miguel Canoa, un recuento de la tragedia donde trabajadores universitarios fueron confundidos por estudiantes
Por Alejandro Badillo @alebadilloc
11 de septiembre, 2018
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Foto tomada de Letras Libres

Alejandro Badillo
Coro de odio

La masa, cuando es azuzada con vehemencia, puede cometer actos de barbarie.

La historia inicia con el grupo de seis amigos que planean subir a la Malinche.

El linchamiento del 14 de septiembre de 1968 ocurrido en San Miguel Canoa guarda una inquietante genética compartida con muchos otros: cebarse en la víctima; perder la humanidad en cada uno de los gritos que surgen, cada gota de sangre y cada espasmo que antecede a la derrota final.

Los excursionistas viajan en camión. Parece que el pueblo de Canoa es una escala aprobada por el grupo. Ahí podrán comprar algunas cosas pendientes y caminar rumbo a la montaña.

El saldo fue de cuatro muertos: Lucas García –vecino del lugar–, Ramón Gutiérrez Calvario, Jesús Carrillo Sánchez y Odilón Sánchez Islas –trabajadores universitarios–; y tres sobrevivientes: Julián González Báez (quien perdió cuatro dedos), Roberto Rojano Aguirre y Miguel Flores Cruz –compañeros de trabajo de los fallecidos–.

Todos son jóvenes. Es un viaje para buscar la naturaleza, la soledad; alejarse del bullicio de la ciudad. Nada puede salir mal.

 

La tragedia

“Perdona a tus ofensores”*

Ocurría en el país: huelgas, inconformidad de estudiantes, revolución sexual. Una noche de 1968, en una gran manifestación que llega al corazón de la Ciudad de México, unos jóvenes izan una bandera rojinegra de huelga en el asta del Zócalo. La bandera no dura mucho ahí, pero es suficiente para que el hecho trascienda y se magnifique en toda la prensa. Se convierte en un símbolo en la masacre de Canoa.

En la provincia aún se aplica la revancha y el “ojo por ojo”

En Canoa hay un largo historial de asesinatos, venganzas y ajustes de cuentas que no han trascendido a la opinión pública. La mayor parte de los muertos quedan en la memoria del pueblo y en la ira de los familiares que, casi siempre, buscan saldar con sangre sus heridas.

*Título de un anuncio de El Sol de Puebla del primero de septiembre de 1968

 

Quizás los hechos del 14 de septiembre de 1968 son la aventura de unos estudiantes universitarios, afiliados o simpatizantes al comunismo, que cometieron el error de meterse donde no debían…

Migraron del campo a las urbes en busca de una vida mejor. Empiezan desde abajo, casi sin estudios, e intentan entrar al mercado laboral. Después de probar suerte en diversos oficios, con más sinsabores que experiencias gratas, entran a trabajar en la Universidad Autónoma de Puebla como intendentes o auxiliares de intendentes.

Con el tiempo se van acercando a la experiencia vital de la universidad. Algunos de ellos conviven con los maestros, hacen encargos, limpian el pizarrón. Se enteran de lo que ocurre en la ciudad, saben de las demandas de los estudiantes y de los presos políticos; de los abusos de los granaderos y de la policía.

Sin embargo, sus escasos estudios les impiden profundizar en el hervidero de ideas que surge entre los estudiantes, pero les interesa aprender. Aun así, no se convierten en activistas; miran el escenario, simpatizan, pero no actúan.

Voy a cantarles un negro corrido, / de cinco años de negras estafas; / que el pueblo de Canoa ha sufrido, / por un puñado de chacales y cafres. / El primero el cura Enrique Meza…

“Nefasta división y odios” en Canoa. El crimen impune.

Principal actor en la tragedia de Canoa: sacerdote católico Enrique Meza. Heredero de una historia que lo convierte en guía incuestionable del pueblo. El padre Cacalótl, “el cuervo” en Náhuatl, apodo que le ponen sus malquerientes.

Foto tomada de Tomatazos

Es la autoridad absoluta en el pueblo y puede mover a voluntad las conciencias de la gente; oficia de guía espiritual y jefe político. Sabe muy bien que el poder divino es más influyente que el poder de las leyes. Gestiona obras para la comunidad que exige terrenos para algún proyecto. Pide el pago, en efectivo o en especie, de un tributo a los pobladores de Canoa*. Tiene negocios, comercia, resuelve disputas familiares y establece alianzas políticas en la región.

El poder religioso es el que logra movilizar a la gente, el que llega a lo más profundo de sus convicciones, por eso mismo el poder de Enrique Meza es demasiado terrenal.

*De acuerdo con Guillermina Meaney en Canoa. El crimen impune

 

La ley del pueblo es la que dicta la mayoría que no necesita de un marco legal ni de un gobierno que no se ha ocupado de ellos.

Los habitantes de Canoa –sumidos en historias de oídas, rumores y medias verdades– ignoran las polémicas que suceden fuera del pueblo. El sacerdote es portavoz de los medios de comunicación que demonizan las protestas estudiantiles de 1968.

Ven a los “estudiantes comunistas” no sólo como unos soñadores sino como enemigos de la patria. Así, se cultiva lo nacional como una barrera que contenga la llegada de las ideas extranjeras.

En la mente de los feligreses está la bandera rojinegra como una amenaza; el emblema de un enemigo que está agazapado, esperando el tiempo propicio para atacar.

***

Ahí, en el púlpito, el padre Meza empieza a desgranar un discurso que mezcla el miedo y lo mágico. Les dice a sus feligreses que el Maligno tiene muchos disfraces y, sobre todo, está en todas partes.

Les repite a la gente que el diablo toma muchas formas: no es el demonio de la Biblia, ajeno al tiempo y a la realidad de los pobladores de Canoa, es un ser que está respirando atrás de ellos, asomándose tras sus hombros. Son los comunistas, aquellos que tienen una bandera rojinegra, la misma que han plantado en el Zócalo de la Ciudad de México y que, pronto, si no se les pone un freno, colocarán en el pueblo.

La voz del padre Enrique Meza resuena en los oídos y en la mente de los linchadores. Están en una misión contra el diablo.

Quizás la crispación social, que ya era más patente en las calles para esas fechas, hace que un par de parientes los prevengan de realizar el viaje.

Algunos amigos del grupo conocían la zona y, además, habían convivido brevemente con ciertos habitantes del pueblo en un viaje anterior. Uno menciona que, en una visita, jugó básquetbol con varios lugareños.

Mientras planean el viaje tienen dudas. Una de ellas es el pago de la quincena para efectuar el viaje. Uno, más animoso que los otros, logra convencerlos de que llegará el dinero para la aventura. Otro le avisa a su familia de última hora. No piensan el viaje como una gran odisea. Sólo es ir a la montaña, estar ahí un día, quizás un poco más, y luego regresar.

Los amigos se aprovisionan de alimentos y de ropa para la montaña. Es hora de partir.

Quizás su inocencia, algo de esa ingenuidad, contribuyó a que no escaparan a tiempo en aquella noche lluviosa, cuando se mezclaron la mala fortuna, la locura y la muerte.

Una vez que llegan al pueblo comienzan a recorrer las calles mientras deciden tomar las veredas que conducen a la montaña. El consenso, en esa primera aproximación, es que es un lugar tranquilo. Con pocos habitantes, es evidente la llegada de visitantes.

La gente se asoma por las ventanas y corre el rumor rápidamente. Ellos miran el paisaje silencioso, confían en él. La tranquilidad parece un disfraz, una realidad muy frágil, lista para romperse en cualquier momento.

Los excursionistas empiezan a prever que la subida a la montaña no será tan fácil como habían pensado. La lluvia cae en el pueblo. No es una tormenta, pero ayuda a que piensen dos veces la aventura. Los que no tienen tanta experiencia dudan pero aún confían en cumplir con el objetivo.

El tiempo sigue corriendo. La tarde avanza. El sol es casi un recuerdo en el horizonte. Las condiciones ideales cambian.

Ese 14 de septiembre, los amigos tienen problemas para seguir con sus planes. Están indecisos y van de tienda en tienda sin saber que el tiempo se agota. Algunos quieren seguir a pesar de que falta poco para que llegue la noche. Se refugian en una tienda más y, ante la posibilidad de abortar la misión, empiezan a pensar en otros planes. Uno de ellos es regresar a Puebla. Uno de los tenderos que los atiende les dice que hay pocos camiones que viajan a la ciudad pero que, a lo mejor, pueden conseguir un auto de sitio. Los amigos se arman de paciencia y esperan sin resultados.

El escenario parece una especie de camino sin retorno, una ratonera. Los trabajadores universitarios aún no perciben el peligro. Para ellos las dificultades forman parte de los sinsabores naturales de viajar sin muchas previsiones. Es el arrojo de la juventud que, de pronto, ha encontrado un freno. Lo que sí notan es cierta resistencia para ayudarlos, como si estorbaran, como si tuvieran una especie de enfermedad invisible. Les venden bastimentos a regañadientes. Varios les sacan la vuelta. Algunos pobladores, sin mayor empacho, los tratan de manera hosca. Cuando se dan cuenta que el regreso a Puebla tendrá que esperar al siguiente día, se dan cuenta de que nadie quiere darles asilo por esa noche.

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Foto tomada de Viña del Mar

Después de mucho intentar encuentran, por fin, a Lucas García, un vecino que acepta resguardarlos en su casa. Los amigos se dirigen a la calle en donde vive su bienhechor. De inmediato se dan cuenta de las condiciones precarias en las que vive la familia. Es una casa alejada de la zona céntrica del pueblo. La mujer de Lucas parece un fantasma al igual que su hija de apenas unos meses de nacida. Están en un cuarto pequeño, casi sin muebles y parece que ese lugar es, en realidad, toda la casa. Los excursiosnistas –a pesar de su frustración– aún están de buen humor. No han podido cumplir el objetivo del viaje, pero están con personas amigables.

El panorama cambia un poco cuando escuchan, en voz de Lucas, la historia del pueblo, particularmente los abusos del padre Enrique Meza. Los jóvenes se dan cuenta de que Lucas es parte de los que se resisten al poder del cura. Por eso, quizás, su simpatía. Tal vez él ve en ellos personas con las que puede hablar sin miedo a represalias. Les habla de los corridos, de los tributos que les pide, de su poder casi total en el pueblo. Los excursionistas se sientan en el piso y comparten un poco de su comida con la familia.

***

Mientras la noche se cierra y la lluvia no para, empiezan a escuchar el sonido de algunas detonaciones. Puede que sean adelantos de las fiestas patrias. No tienen nada que ver con ellos. Lucas parece nervioso, pero no los alerta lo suficiente como para tomar una decisión en ese momento. En las cercanías de la casa ya se han reunido muchos pobladores. Han sacado algunas armas e instrumentos de labranza. La aparente tranquilidad del momento pronto será interrumpida. En todo el pueblo ya se ha corrido la voz de la llegada de los trabajadores a quienes toman por estudiantes de la universidad. Se acercan a la casa de Lucas. Están al otro lado de la puerta.

No van a dejar que los intrusos contaminen a sus familias. En el piso se mueven las sombras de muchos cuerpos. Reluce el perfil de escopetas, el filo de los instrumentos de labranza. Cuando se dan cuenta, la humilde casa de Lucas se ha convertido en un callejón sin salida. Uno de ellos recordará la gran cantidad de personas que están en el cuarto. Están lo suficientemente cerca como para examinar los rostros de los campesinos; entre la turba, varias mujeres, incluso niños.

 

El tiempo parece detenerse

Ellos, incrédulos, no comprenden la razón de la rabia

Pronto sabrán que las razones son lo de menos

El tiempo se acelera

La turba ataca la puerta. Lucas abre. Dicen que no son estudiantes. Son trabajadores de la universidad. Intentan llegar a la Malinche. Les responden con insultos. Preguntas. ¿La bandera? ¿Qué más llevan? ¿Con quién están? ¿Y los camiones? Inquisición. Confesión. Muerte rápida.

La mujer de Lucas, previendo el desenlace, se refugia en una esquina. Los demás buscan algún resquicio en ese cuarto que amontona las respiraciones y el miedo. Sigue el interrogatorio pero, una y otra vez, llegan las mismas respuestas.

Lucas será el primer muerto

El vecino los intenta defender y repite hasta el cansancio que los muchachos no son comunistas. En la violencia, rápida, relampagueante, los trabajadores apenas son conscientes de su destino.

La autopsia que se le realizó encontró trece heridas por proyectiles de arma de fuego en el tórax y dos heridas fuertes: una en el cuello y otra en la cabeza provocadas por, quizás, un hacha. Es fácil imaginar un ataque a quemarropa. No es sólo matar sino dar cauce al primer desahogo; la primera furia que se extiende como el fuego en hierba seca. Una fotografía: el cuerpo derrotado de Lucas García. Su juventud y su cabello revuelto. A su alrededor hay varios curiosos que bajan la mirada y esculcan con los ojos al muerto.

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Foto tomada de El Universal

Los trabajadores saben que la suerte está echada

Dejan de mencionar su procedencia porque saben que mencionar a la universidad sólo empeorara las cosas.

Los linchadores se acercan a los seis muchachos y comienzan a amarrarlos entre gritos, golpes y vejaciones.

A partir de ese momento el dolor será la constante. Sus cuerpos serán torturados de diversas formas.

Los llevan por la calle en una procesión lenta. Sus rostros ensangrentados apenas pueden percibir la suerte del desafortunado que está al lado. Todo Canoa, de repente, se vuelve una aldea primitiva en donde, hasta el lenguaje, sufre un retroceso. Ya no intentan hablar, sólo aguantar el castigo, cubrirse lo mejor que puedan. Se preguntan, incrédulos, cómo llegaron hasta ese punto, qué error cometieron. Uno de los primeros heridos no puede ver por la sangre que le brota de la cabeza. Después alguien recordará que había, entre los agresores, sujetos tan borrachos que no atinaban el golpe o el disparo. Los más sobrios, enfurecidos, intentan espaciar los golpes para que la tortura continúe más tiempo.

Conforme llegan al final del camino los sobrevivientes alcanzan a percibir los cuerpos tirados de sus amigos. Quieren creer que están fingiendo o que, simplemente, han perdido el conocimiento. Siguen los golpes con los instrumentos de labranza y los gritos invocando la muerte. Como es natural, la resistencia va menguando y la esperanza ya no es la vida sino encontrar un desenlace rápido. Uno de los excursionistas, ante el inminente ataque de un machete, se cubre la cabeza con la mano y sus dedos casi son desprendidos del todo. El dolor se ha acumulado tanto que apenas se da cuenta de la gravedad de la herida.

***

Cuando todo parece acercarse a la muerte, escuchan el sonido de unas patrullas. Antes de eso alcanzan a ver, muy cerca de la iglesia del pueblo, a la figura del padre Enrique Meza, incólume.

Como si lo que estuviera ocurriendo ante sus ojos fuera una macabra puesta en escena, una obra teatral que está a punto de terminar

Después de un tiempo llegan las ambulancias. Cuando entienden que ha pasado el mayor peligro vuelve la esperanza. Piensan en sus familias pero también en Lucas y en los compañeros que han quedado atrás. Quieren creer que han resistido el embate, pero la seguridad se desvanece rápidamente cuando se dan cuenta que no son rescatados como ellos. Apenas sienten el cuerpo y están al borde del colapso. Uno tiene una fuerte herida en la cabeza; el otro tiene varios dedos colgantes, sólo unidos a la mano por la piel. Hay un conato de violencia entre la autoridad y los pobladores, pero pronto se apaga la violencia. No hay detenidos en ese momento. Los sobrevivientes iniciarán un largo camino de recuperación.

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Foto tomada de Day by day

Epílogo

En los hospitales en donde se recuperan, los sobrevivientes de aquella noche tienen jornadas en las que el dolor apenas los deja dormir. Uno de ellos tiene la espalda casi demolida por los golpes. Sin embargo, uno de los efectos más duraderos es el psicológico. En el hospital cualquier ruido los espanta. Uno de ellos, en un ataque de pánico, le pide a sus compañeros de cuarto que lo defiendan, pues la turba de Canoa ha regresado para terminar su tarea. El herido de la cabeza tiene que regresar, después de varios días, a consultar a otro médico pues la herida se ha infectado. El nuevo doctor le tiene que hacer una operación de emergencia. La universidad les sigue pagando su sueldo y vigila su proceso hasta que se recuperan lo suficiente como para volver a sus labores.

Durante un tiempo piensan en vengar la suerte de los caídos, incluyendo, por supuesto, a Lucas García, el poblador que les abrió las puertas de su casa y quien encontró primero la muerte. Sin opciones legales, el tiempo hace que los deseos de venganza pasen a un segundo plano. Tienen proyectos, familias que atender, una vida para recuperar.

La ironía

El odio generado por el sacerdote Enrique Meza no fue dirigido a un grupo de jóvenes que pertenecían a una realidad completamente diferente a la de sus victimarios; los linchados compartían la misma historia de desamparo. Por supuesto, ellos pertenecían a familias que, en un pasado reciente, migraron a la ciudad, pero conservaban, en varios aspectos, la idiosincracia de los pobladores de Canoa.

Parece que la historia del linchamiento es la saña con que la tierra natal, aquella que se ha cultivado y defendido por generaciones, castiga a los que le son infieles, a los que se unen a los extranjeros que habitan en las ciudades y que adquieren costumbres extrañas: ideas que vienen de muy lejos y que son parte de un plan diabólico que hay que exterminar.

Los sobrevivientes comprobaron que, a pesar de que su historia trascendió a los medios nacionales, no hubo justicia para castigar a los participantes en el linchamiento. Es cierto, algunos fueron castigados con cárcel, pero no son los principales instigadores y, además, son liberados poco tiempo después.

El sacerdote Enrique Meza sale indemne del asunto. Nunca toca la prisión y sigue su vida en Canoa hasta que es trasladado a otro lugar. La justicia terrenal aún no está preparada para tocar a los miembros de la Iglesia.

Testimonio de Alberta Guadalupe García Arce

(Hija de Lucas García, que en aquel entonces contaba con siete meses de nacida)

Le reclamo al pueblo haberme quitado a mi padre. Mi madre, que sabe las identidades de los principales culpables, ha abandonado todo intento legal de justicia después de haber sido perseguida y amenazada de muerte por los inculpados. Al igual que los sobrevivientes de la masacre, he buscado justicia sin encontrarla.

*Foto de portada tomada de Notimerica

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Alejandro Badillo
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