Lado B
Lo anormal de lo “normal”
En qué momento olvidamos que los niños, precisamente por serlo, se caracterizan por un exceso de energía: quieren jugar, reír, brincar, son excesivamente curiosos y se maravillan y “distraen” con cada cosa que descubren de este mundo
Por Lado B @ladobemx
26 de marzo, 2018
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Tomada de conceptodefinicion.de/

Mtra. Marisol Aguilar Mier

Hoy en día, las instituciones educativas se muestran muy ansiosas ante ciertos temas y cada vez es más frecuente escuchar a nuestro alrededor diagnósticos diversos que se convierten en etiquetas para los llamados “niños difíciles”. Esos: los excesivamente inquietos, los impulsivos, los que no logran concentrarse por periodos de tiempo prolongados, los que se irritan con facilidad, los que rompen las reglas, los que no tienen suficiente autocontrol y no saben regular su comportamiento de acuerdo a las circunstancias. Se salen de la “normalidad”, son extraños, interrumpen constantemente la dinámica de las clases, no siguen instrucciones y quieren hacer su voluntad a toda costa.

“Ellos” no encajan en la escuela porque no obedecen y porque no realizan las actividades o tareas que se supone, son las que corresponden a su edad. Y por ello hay que “tratarlos”, ya sea con fármacos o con diversas terapias o apoyos psicopedagógicos que les ayuden a adaptarse al sistema, a hacer lo que se les pide, en el tiempo en el que se les pide y de la manera en la que se les pide, de acuerdo a lo que se ha dictaminado como lo “normal”.

Y ciertamente es vital que la escuela y los padres de familia se preocupen por brindar a los niños todas las herramientas posibles para alcanzar su máximo potencial, para lograr un mejor desempeño académico, para apoyarlos en su proceso de adaptación y para que puedan ser funcionales en nuestras sociedades. Sin embargo, hay algo que no termina de encajar en todo esto y que debiera hacernos cuestionar la manera en la que funcionan nuestras escuelas.

Para empezar, estos trastornos tan comunes hoy en día no son tan fáciles de diagnosticar y aún hay mucho debate al respecto. Por ejemplo, en el caso del Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH), no existe como tal una prueba clínica o un test específico sino que más bien, la valoración se basa en criterios de comportamiento consensuados y observados por especialistas en el tema, lo cual, no deja de ser ambiguo y cuestionable.

Por otro lado, hay una fuerte presión social por meter a todos en el mismo molde pues la diversidad es difícil de aceptar y de manejar. Sin embargo, es bastante grave que no terminemos de comprender que cada persona aprende a un ritmo y de una manera particular porque es única, no sólo física y biológicamente, sino también porque su historia y su entorno es diferente al de todos los demás.

Igualmente, a menudo las escuelas que enfrentan este tipo de “casos” tienden a buscar la causa afuera: el niño se comporta así porque en casa no le ponen límites”; “el niño molesta a los demás o es agresivo porque su entorno familiar debe ser problemático”; “el niño no puede hacer las actividades que se le asignan porque tiene un problema de inmadurez”; “el niño se distrae porque tiene un trastorno”, pero lo que nunca se miran son las prácticas escolares, la dinámica del aula, la pedagogía de los docentes, la forma en la que opera la escuela. Queremos que cambien los niños porque creemos que son ellos los que tienen los problemas pero no queremos cambiar la escuela para que ellos puedan encajar, aprender y ser felices en ella.

En qué momento olvidamos que los niños, precisamente por serlo, se caracterizan por un exceso de energía: quieren jugar, reír, brincar, son excesivamente curiosos y se maravillan y “distraen” con cada cosa que descubren de este mundo. Y no, no quieren estar sentados. No quieren hacer tareas aburridas y absurdas a las que no le encuentran sentido; no quieren callarse porque tienen mucho que decir y sí, quieren hacer las cosas a su manera porque están aprendiendo a “ser” ellos mismos.

Desgraciadamente, tanto la escuela como los padres de familia cada vez dejamos menos espacios que permitan a los niños ser niños. Bajo la rigidez de las prácticas escolares y en aras de la disciplina, el orden y la organización eficiente, armamos toda una secuencia de actividades, reglas y estructuras en las que se exige obediencia en todo momento. Y en casa las cosas no son muy distintas. En la actualidad, ellos tienen una apretada agenda porque además de pasar medio día en las aulas, por las tardes hay que ir a clases adicionales: artes, deportes, terapias y una y mil actividades. Y en este punto cabría preguntarnos ¿cómo no queremos niños hiperactivos si nuestras sociedades son hiperactivas? ¿Cómo no queremos niños ansiosos o estresados que se distraen y que se irritan, si generamos a su alrededor un ambiente poco propicio para los ratos de tranquilidad, relajación y ocio y si su entorno está mediado por diversas pantallas (televisión, teléfonos celulares o tabletas)? ¿En qué momento les permitimos DECIDIR a qué jugar? ¿Cuánto tiempo les damos para estar libremente a su aire en un parque? ¿Cuántos ratos pasamos con ellos haciendo actividades que les agraden? E incluso, ¿cuándo les permitimos aburrirse para estimular su imaginación y creatividad?

Sin duda alguna les exigimos demasiado y queremos que sean adultos pequeños. Criticamos y señalamos que no sean capaces de autorregularse, cuando nosotros mismos tampoco lo hacemos y nos desesperamos, nos irritamos y nos frustramos constantemente en el transcurso de nuestras actividades diarias.

En suma, lo que nos falta es tomarnos el tiempo de observar y tratar de entender a los niños, brindándoles espacios y ambientes más adecuados para disfrutar su niñez y crecer y desarrollarse de manera sana. Tal vez si empezamos por esto, lograríamos disminuir tantos diagnósticos.

No cabe duda que resulta sumamente importante ayudar y apoyar a cualquier niño que esté teniendo dificultades para adaptarse tanto social como escolarmente, pero esta intervención debiera realizarse desde una visión más integral del niño y de su entorno y mediante un trabajo en equipo que considere a padres, educadores, psicólogos y médicos de manera más articulada.

Hablar de “normalidad” desde la rigidez absolutista y dogmática ciertamente no nos será de gran ayuda porque nos lleva a posturas extremistas que nos ciegan. ¿Lo normal es un niño dócil, pasivo, callado, que no se interesa en el juego, que no hace preguntas, que no se rebela, que no llora, que no se frustra, que no se aburre, que no se enoja y que no se mueve? ¡Qué interesante idea de la normalidad!

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La autora es profesora de la Universidad Iberoamericana Puebla.

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