Lado B
Hay algo aquí que va mal: un año de taxidermia cultural en Puebla
Las instituciones municipales y estatales han estado desde 2011 acorralando la ciudad, haciéndola un mero territorio del que apropiarse
Por Lado B @ladobemx
11 de enero, 2018
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Museo Internacional Barroco.
Foto: Marlene Martínez

Alberto López Cuenca

“Ya sé que a ti te da igual

pero hay algo aquí que va mal.”

Kortatu, Hay algo aquí que va mal.

Asaltos. Asaltos al principio y al final. Con asaltos y disturbios inició 2017 en respuesta a la subida del precio de la gasolina, unos disturbios que desde el principio se sospecharon provocados por porros a iniciativa gubernamental para reventar las protestas pacíficas y disuadir a la asustadiza clase media de salir a las calles. El año cerró con otro asalto pero éste del espectáculo al patrimonio común: el multitudinario Festival de rock Catrina, con el “apoyo” de cervezas Indio y que se organizó en un espacio federal protegido a los pies de la pirámide de Cholula, se convirtió en un desbocado caballo de Atila azuzado por unos 40,000 asistentes, talando árboles, destrozando mobiliario urbano, arrasando jardines, haciendo temblar en sus cimientos la zona arqueológica, todo ello con el previo beneplácito de las autoridades. Asaltos al principio y al final del año. Y entre medias.

Nada de eso fue casual pues las condiciones para el asalto vienen dándose desde hace tiempo. Las instituciones municipales y estatales han estado desde 2011 acorralando la ciudad a vista de pájaro, alejándose de ella para hacerla un mero territorio del que apropiarse, como constatan las construcciones y ocurrencias puestas en marcha durante estos años: teleférico, rueda de la fortuna, “parques lineales”, puentes innecesarios y carriles bici elevados y, para remate, un helicóptero zumbando y espantando a todo ser viviente a golpe de sirena que, si algo hace con eficacia, es recordar el estado de excepción en el que vivimos. Emblema de esa visión cenital de la ciudad que pretende transformarla en un espectáculo para ser contemplado y dominado es el Paseo de Gigantes, donde réplicas en miniatura del Coliseo romano, la Torre Eiffel o el estadio olímpico de Beijing se equiparan bochornosa y megalomaníacamente, al inscribirlas en un mismo recorrido, al CIS, al trenecito turístico Puebla-Cholula o al estadio Cuauhtémoc. Todo visto a la distancia, en chiquito y por encima, de modo que parezca lo mismo. En esa dinámica de acorralamiento, unos de los damnificados más notorios han sido el arte y la cultura. Se ha puesto en marcha un proceso de taxidermia –de evisceración y disecación– que pasa por aniquilar y privatizar la cultura viva para exhibir su pellejo –el de Picasso notablemente pero también el de la fábrica textil La Constancia convertida en un show de títeres sin historia, el barroco transmutado en un edificio cool que es la “verdadera obra de arte”, las copias de trabajos de Miguel Ángel o la vida de Tina Modotti– como trofeo de caza para tomarse la selfie, algo que puede parecer repulsivo pero con lo que la avidez mercantilista neoliberal hace caja para los hoteles boutique, restaurantes de postín, turibuses y el boato inmobiliario –ahí es donde está de veras el varo– de algunas áreas de la ciudad. Todo eso le puede parecer a uno repelente y reprobable –que las instituciones públicas simplifiquen el arte de esta manera y releguen otras posibilidades para su activación social– pero comprensible en la perversa lógica emprendedurista devenida sentido común que pasa por hacer dinero de lo que sea como sea. Lo más indignante de esto es que las instituciones públicas –ni tan siquiera la iniciativa privada– son las que encabezan y se hacen cargo de los altísimos costos financieros de este proceso de degüello y destace de la cultura del que se vanaglorian ufanos los burócratas en turno.

Foto: Google maps

El destripe financiero no es un asunto menor. El buque insignia de este proceso de taxidermia cultural es el Museo Internacional del Barroco, que cuesta al menos 28 millones de pesos al mes a las arcas públicas (incluyendo pagos por la construcción y operación, más limpieza, agua y luz) y así será durante los próximos 23 años hasta sobrepasar los 7,200 millones de pesos pagados a un conglomerado de empresas encabezado por La Peninsular Compañía Constructora de la familia Hank Rhon y otras, como una subsidiaria del consentido Grupo Higa de Juan Armando Hinojosa Cantú. Para hacerse una idea del monto, el Instituto Municipal de Arte y Cultura ha solicitado 38,9 millones de pesos para operar todo 2018.  Dada la ambición internacional del MIB, no está de más comparar su costo con el presupuesto del Museo del Prado para 2017, que fue de 45 millones de euros (unos 900 millones de pesos), de los cuales sólo el 30% era de procedencia pública (unos 300 millones de pesos) y el 70%  proveniente de recursos propios. Los fondos públicos que recibe el Museo del Prado al mes representarían poco más de 25 millones de pesos. Al estado de Puebla le saldría más barato mantener una pinacoteca de referencia mundial con varios centenares de empleados, más de 30,000 obras y 40,000 metros cuadrados que el MIB que, vaya inconveniente, carece de proyecto institucional, programación anual, colección propia, patronato, reporte anual de actividades, curadores, programa educativo, concurso público para ocupar la plaza de director/a y, desde luego, no se asemeja al Prado en transparentar sus cuentas y datos duros, como el referente al número de visitas o a su estructura organizacional y la identidad de las personas que ocupan un cargo. Si no hace nada de eso, ¿a qué se dedica el MIB? A la taxidermia. A aniquilar lo que de importante e interesante pueda haber en el arte para interrogar crítica, elaborada y sugerentemente nuestra historia y el presente convirtiéndolo en un espectáculo vacuo, en carnaza para las páginas de sociedad de Rostros y la espuria fanfarria protocolaria gubernamental. El MIB requiere 28 millones de pesos mensuales para exponer en sus salas temporales, ¡vaya descubrimiento!, las obritas de consultorio dental de Pepe Lazcarro, una trasnochada selección de pinturas de la colección de arte del Grupo Milenio presentadas bajo el ingeniosísimo título digno de un festival de kínder de Luna y sol, dualidad supervisada por la delirante Avelina Lésper (“uno de los mejores curadores de México” según el director del MIB) y la prescindible Magos y magia de Puebla de Amador Montes, aunque nada de eso sea en el fondo tan deplorable como ocupar el museo con autos de Audi o cederlo como salón de fiestas.

Aunque parezca difícil de creer, por el galardón a los mayores despropósitos artísticos de 2017 el IMACP compite con el MIB. Las “apuestas” hechas desde el IMACP han sido notorias en este proceso de banalización generalizada con el que los burócratas de la cultura pretenden imbecilizar a la ciudadanía. Para empezar, basta con repasar las “exposiciones” de desconocidos y prometedores artistas locales como, ejem, Pepe Lazcarro, o las copias de obras de Miguel Ángel Buonarroti (le han debido tomar gusto en el IMACP a eso del falsete después de Tutankartón en 2016), o la infumable “Lunas. Esteban Fuentes de María” del homónimo (se ve que las autoridades están convencidas de que la astronomía –¡y la ornitología!– inquieta sobremanera al poblano) y, claro, por lo “poco que costó” el puñado de aguafuertes y el popurrí de trabajos de Picasso: la estela infinita, que sí costó y mucho, 12 millones de pesos, y tenía entre sus “curadores” a un turbio personaje ligado a una red de lavado de dinero en España. El trabajo que ha hecho el IMACP es increíble, la verdad, así se entiende que se pretendiera presupuestar una bonificación para el cierre de su impecable gestión en 2018. Dinero, corrupción, copias, sobresueldos… más parece el vocabulario propio de una investigación judicial que el de un instituto de arte y cultura.

Foto: Mely Arellano

Aun así, en 2017 el IMACP puso el listón más alto que nadie en su contribución a la expropiación y la capitalización que de las prácticas artísticas se ha acometido en Puebla. En junio el cabildo aprobó el denominado Programa de Artistas Urbanos, del cual el IMACP se convirtió en ejecutor y principal valedor. No sólo no le pareció un atropello obligar a que los artistas que quisieran ocupar el espacio púbico para presentar su trabajo realizaran un casting ante “expertos”, que pagaran una cuota, que portaran un tapete y que ocuparan sólo 13 espacios designados en el centro de la ciudad sino que el instituto se encargaría de formar a los artistas que no pasaran la prueba para dotarlos de la calidad requerida. La respuesta generalizada de rechazo no se hizo esperar y hubo plantones, encuentros en defensa del espacio público, amparos de inconstitucionalidad, foros de debate que el instituto debería haber auspiciado desde un principio y nunca hizo y recolección y entrega de firmas avaladas por reconocidos intelectuales y artistas internacionales pidiendo la cancelación de la normativa. Como ya he argumentado detalladamente en otro lugar, la cuestión no es sólo que con el PAU se pretenda regular y administrar quiénes pueden hacer uso del espacio público con fines artísticos sino que dicha normativa forma parte de un ambicioso e inexcusablemente violento proceso de conversión de Puebla en un destino turístico en el que la cultura sea la nueva fábrica de valor económico y las prácticas artísticas, el patrimonio y las tradiciones sus precarizados recursos. Ante las obvias inconsistencias y el pésimo proceso de elaboración del PAU, el IMACP dejó de facto de aplicarlo y dio a entender que se estaba modificando. En 2018 cabildo e IMACP amenazan con volverlo a implementar una vez revisado y ya han puesto en la calle a sus artistas afines como infantería con la que ocupar la ciudad.

El PAU implica regular e insertar en una lógica economicista a los precarizados trabajadores culturales pero, además, se quiere recolectar sin sembrar: aprovecharse de la mano de obra cultural (“si con tan poquito producen tanto”, el secretario de la SHCP dixit) sin invertir en su formación, favorecer espacios de experimentación e indagación, incentivar la investigación y la crítica… eso, da a entender el PAU, se da solo. Si no, ¿cómo debe tomarse que en octubre se hiciera público por las protestas de los alumnos que está en el aire el futuro del Instituto de Artes Visuales del Estado (heredero de la Academia de Bellas Artes, que data de principios del siglo XIX) y que puede acabar en Amozoc o en ningún sitio? Se quiere a artistas animando las calles pero desentendiéndose de su educación formal más allá de los puntuales cursitos y talleres circunstanciales.

El descontento y la preocupación ante esta situación generalizada de explotación y arbitrariedad son difíciles de ocultar. De hecho, no es arduo advertir que son ellos los que animaron a los estudiantes de las seis escuelas de arte de la ciudad (la mayoría de ellas, por cierto, privadas) a organizar en octubre Interacciones. Encuentro universitario de arte, unas jornadas para debatir qué hacer y cuáles son los caminos que debe y puede abrir el arte contemporáneo en Puebla. El hartazgo es notorio. Hasta el punto de que para la inauguración de la mentada Luna y sol, dualidad se convocó una protesta ante el MIB exigiendo  un museo donde se dé cabida a “distintas propuestas artísticas actuales, donde exista la reflexión y análisis de los contenidos expuestos y esté implicado en las problemáticas sociales que nos ahogan.” El desencuentro entre la deriva reaccionaria de los burócratas (¿para quiénes gobiernan?) y las preocupaciones de los artistas más jóvenes es incontestable: ignorarlos, acallarlos y chamaquearlos parecen ser las directrices por las que se guían las instituciones culturales públicas.

Foto: Archivo

En este panorama desolador se dieron, afortunadamente, algunas pocas iniciativas que intentaron reivindicar con más o menos fortuna y eficacia el modo más relevante y significativo, menos complaciente y vanidoso, que sin duda ha tomado el arte contemporáneo desde los años sesenta: como estrategia para pensar críticamente e imaginar maneras de intervenir en el presente. Una frustrada y boicoteada exposición según su curador Iñaki Herranz en la Capilla del Arte, Ímpetu de coraje en la era del yo, entre junio y septiembre, ofreció un interesante repaso de trabajos de estudiantes de algunas escuelas de arte locales que abordaban temas como la violencia de género o la especulación y turistificación urbanas. Muchos de los trabajos eran muy básicos pero lo cierto es que, aunque fuera tentativamente, proponían un vocabulario plástico desde el que representar la monstruosa violencia e impunidad de la cotidianeidad en Puebla. En la misma línea cabe situar a Alerta de género, que se expuso entre diciembre de 2017 y enero de 2018 en el Complejo cultural de San Pedro Cholula bajo la curaduría general de Iván Mejía. Ante la dificultad de nombrar estos hechos abominables y generalizados y la negación de su gravedad, muchos de los trabajos reunidos ahí intentaban dar lugar a distintas vivencias, representaciones y denuncias de esta insostenible situación. Su eficacia radicaba poco más (¡y nada menos!) que en nombrar públicamente algo que es relegado, por miedo o interés o prepotencia, y presentarlo en su crudeza. Aunque ciertamente estas muestras están lastradas en general por su centralidad en el objeto y por cierto ensimismamiento fetichista, son destellos de que pueden hacerse trabajos valiosos con ese cadáver que parece el arte contemporáneo en Puebla. En este sentido, la muestra más relevante de 2017 contra la deriva taxidérmica de la gestión institucional de la cultura –por su ejercicio de arqueología de la historia cultural local, por el trabajo de rescate de archivo y por el contundente recordatorio de la capacidad de autogestión y organización que las prácticas artísticas pueden poner en marcha en situaciones críticas– fue sin duda Grupo Mira. Una contrahistoria de los setenta en México, organizada en el Museo Amparo. Desafortunadamente, como tantas otras propuestas incisivas, inteligentes y excelentemente montadas traídas este año por el Amparo (como la de Paz Errázuriz o la de Mat Jacob, Chiapas, insurrección zapatista en México, 1995-2013), prácticamente nadie las ha convertido en lo que podrían ser, propuestas de debate y discusión, emplazamientos desde los que interrogar e imaginar otras formas de vida para nuestro tiempo. Más allá del museo, han pasado prácticamente desapercibidas. Esto pone de manifiesto que no se trata, pues, sólo de argumentar y montar decentemente una exposición sino de dar pie a otras formas instituyentes, a las prácticas y modos de hacer colectivos, que esas estrategias artísticas requieren. En este sentido, en enero de 2017, también desde el Museo Amparo, se puso en marcha un ejercicio para revisar críticamente la escena cultural en Puebla en el periodo 1991-2016 con la activación de lo que se denominó un relato sísmico de la cultura en Puebla, una serie de mesas de presentación y debate que pretendían rastrear formas culturales que no fueran las hegemónicas ni sancionadas por las instituciones gubernamentales mediante la discusión de modos colectivos de organización artística o el estado y las posibilidades de la crítica cultural en Puebla. Dicha iniciativa que echó entonces a rodar estaremos viendo como se desbordará en distintos formatos y lugares a lo largo de 2018. Es cierto, hay algo aquí que va mal pero parece que está dejando de dar igual.

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