Lado B
Conversación en el ex convento de Santa Mónica
Cuando la noche está por terminar, una niña juega en el patio principal, le da vueltas a la fuente, corre pisando el pasto y en la entrada desaparece
Por Karen De la Torre @
01 de noviembre, 2017
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Tochimilco. Luis Colchado

Karen de la Torre

@karelampia

Cuando la noche está por terminar en el ex Convento de Santa Mónica, una niña juega en el patio principal, le da vueltas a la fuente, corre pisando el pasto y en la entrada desaparece.

Es lo que sabe Josefina por la experiencia de un compañero que acaba de jubilarse; el compañero tenía 32 años trabajando aquí, Josefina lleva 20. Esta aparición le resulta fácil de explicar:

—Imagínese —me dice— venían muy niñas para quedarse en el convento, muchas de ellas para que las educaran las religiosas.

Encontré a Josefina sentada en el borde de la fuente del patio que recorre la niña que desaparece. Tenía la mirada clavada en el pasillo central y contestaba su radio. Llegué a interrumpirla; le pedí que me contara las cosas extrañas que le habían sucedido en ese lugar. Estaba tan renuente.

—A mí no me ha pasado nada; si me hubiera pasado algo, no estaría aquí.

—Dicen que se aparece una monjita.

Josefina se rió.

—Hay visitantes que dicen que escuchan lamentos, quejidos. He visto muchos niños llorar para no entrar y mejor la familia se retira.

—¿Y usted nunca ha sentido, escuchado, visto algo extraño en todo lo que lleva acá?

—No me ha pasado nada, sino no estaría aquí. Creo que ha de ser algo muy fuerte presentarse a lo que desconoce uno. Para mí aquí ha sido tranquilo. Yo siempre he pensado que no tendrían por qué espantarme o espantar a la gente, porque su vida la dedicaron a Dios.

Muy santo este lugar no creo que sea, he escuchado historias de que cadáveres de mujeres y recién nacidos fueron encontrados en este convento; hay guías de turismo que cuentan que muchos de esos cadáveres fueron  emparedados. Dicen que mujeres embarazadas eran escondidas en este lugar para que no afectaran la honorabilidad de la familia. Es escalofriante, les digo.

Le pedí a Josefina que me acompañara a dar un recorrido por el museo, con la viva esperanza de que me contara las cosas paranormales que le habían sucedido.

Sólo al dar unos pasos fuera del jardín, en la parte techada, me hace sentir frío y hasta siento cómo me invade el silencio y me incomoda; ya sé, es por la arquitectura, me van a decir. También siento una vibra muy fea y de por sí voy con miedo. Ya sé, su explicación lógica es que soy una exagerada.

Mientras caminábamos Josefina me dijo “no me gusta ir al coro bajo”.

—¿Qué hay en el coro bajo? —le pregunté.

—Ahí está la cripta. Hay cuerpos de religiosas enterrados ahí.

—¿Cuántos?

—Sólo hay 17 mamparas, de las que dicen quiénes fueron y a qué se dedicaron, pero yo creo que debe haber restos de muchísimas más. Dos épocas estuvieron escondidas aquí.

Desde 1857 debido a las Leyes de Reforma que plantearon la persecución contra la Iglesia, hasta 1934, el convento permaneció cerrado y las monjas escondidas dentro. La gente en la colonia las cuidaba; les pasaban alimentos de manera clandestina, aunque adentro tenían sus huertos también.

Josefina me plantea dirigirnos al coro bajo “a ver qué nos pasa” y yo le digo “ojalá nada”, y la sigo. En el pasillo me cuenta que ahí velaban los cuerpos y que justo en ese lugar ha sentido infinidad de veces una mirada penetrante en las vértebras torácicas, pero que al voltear, aferrada a esa idea de que las monjas no deben asustar a las personas por su compromiso con Dios, no ve nada raro, ni a nadie.

—¿Siente usted el ambiente? —me dice.

—Sí, desde que salimos del patio, en realidad.

—Es por lo que hay aquí, dígame usted si no va a sentirse algo pesado. Son las energías que andan rondando.

Sé que es hora de regresar y en serio no quiero darle la espalda a la habitación de la cripta. Sinceramente sí quiero pero corriendo, y en ese momento me planteo si me da más vergüenza que Josefina se entere de lo cobarde que soy, o si me da más miedo que me toquen la espalda o que alguien o algo clave su mirada pesada en mis pobres vértebras torácicas. Respiro hondo antes de dar la media vuelta y se me ocurre, como me decía mi mamá cuando era pequeña y tenía miedo: piensa en algo bonito.

Y ahí estaba yo, cambiándole el tema a Josefina:

—¿Cuál es tu espacio favorito?

—La sala de las pinturas de terciopelo.

Terminó de decirme esa frase y yo sentí, aunque me digan que es físicamente imposible, que mis pelos de todo el cuerpo se erizaron y hasta di un paso atrás. Entre las vitrinas del pasillo donde velaban los cuerpos vi una sombra que se movió. Sé que por mi reacción Josefina se puso alerta y la vi abrir más los ojos. Qué vergüenza, les digo. Se trataba de un valiente que recorría el museo, solo. Hasta me sonrió.

Cuando llegamos al patio, escuché decir a Josefina que estar ahí, en ese patio, daba una paz maravillosa; yo asentí; sí, sin duda. A mí tampoco me gusta ir al coro bajo.

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Karen De la Torre
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