Lado B
Festival Internacional Jazzatlán, una fiesta comunitaria, íntima y generosa
El sábado arrancó en Cholula la cuarta edición del evento que llena las calles de música
Por Lado B @ladobemx
06 de abril, 2017
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Jaime Mesa

@jmesa77

Esto es lo que vi el primer sábado de abril: Cholula entró en una especie de rito ceremonial en donde Bluefonk, el espectacular Son de Madera, el incansable y miembro distinguido de la comunidad artística local, Beto Cobos Quartet, la Hot Latin Jazz Band y los Rolling Stompers fueron protagonistas de una dinámica de integración peculiar.

Durante dos días el Parque Soria de San Pedro Cholula se convirtió en casa del Festival Internacional Jazzatlán. Esa explanada, pradera de concreto al pie de la gran pirámide de Cholula, donde los fines de semana un ejército de turistas mira a los voladores descolgarse lentos y eternos, y se somete a “limpias” con copal, fue el escenario testigo de lo que un gran evento musical puede hacer en una comunidad.

El formato del festival: conciertos gratuitos al aire libre y una logística que permitió al público transitar entre comida oaxaqueña, tacos de asada, pizzas, hamburguesas, cerveza y bebidas de mezcal.

Foto: María Aguilar

En medio de todo eso, el jazz, heredero de luchas y nostalgias, poseedor de una intuición que asesina la inercia, fue el invitado de lujo.

Desde su origen, hace 4 años, el objetivo del festival es la integración: distintas formas de pensar y de vivir un ritmo que permite el diálogo íntimo y público. Durante muchas horas las distintas voces dieron paso a un solo sonido multicolor. Ni siquiera los fuertes vientos que durante la mañana y parte de la tarde golpearon inclementes el escenario o las carpas que cobijarían al público, debilitaron la promesa ya reiterada del Jazzatlán: vamos a estar acá, y vamos a participar todos.

La gente iba y venía. A veces bajaba de la pirámide y se encontraba frente a una isla musical y estampas de una colectividad integradora. A veces, desde el cardumen de sillas dispuestas, algunos se levantaban para ir por algo de comer o beber o para alejarse un poco y, desde esa lejanía, sentir el ritmo, a veces un bajo, una batería, un tambor insinuado, y la necesidad de volver.

Ese ir y venir, ese cambio de públicos y oídos, esa libertad de estar, como una fiesta patronal de puertas abiertas, le confirieron al festival un aire de pertenencia. Cualquiera que escuchó diez minutos ese jazz, sí, ese jazz, quedó tatuado de por vida y sentirá, aunque sea de vuelta en Ciudad de México, Veracruz, Tlaxcala, o donde sea, una necesidad de volver a ese ritmo.

No hay fotografía que represente la multiplicidad de estados del alma que había entre el público generoso, gracias a la curaduría que ingenió Rodrigo Moctezuma, la mente detrás del festival.

Roy supo acomodar las distintas direcciones de los grupos para representar el espíritu del buen jazz y su evolución en un himno que todos pudimos entonar.

[pull_quote_right]“Esto que pasa hoy es el mensaje”, dijo Iraida. “¿Por qué haces esto, Roy?”, le preguntó mientras el otro iba de acá para allá revisando los detalles finales, fingiendo no ser una luz detrás de aquel espectáculo. “Esto que hoy vivimos es el sueño de Rodrigo…”, insistió la cantante[/pull_quote_right]

La montaña emocional a la que Roy nos enfrentó se manifestaba en un murmullo de mar tranquilo. Fuimos consentidos en una fiesta local e íntima con un banquete de mil ingredientes: improvisación sobre pautas estrictas, libertad del flujo consumido a soplidos, golpes y flexiones de dedos, muslos y muecas.

Rumbo a las once de la noche, luego de pasar por todos los escenarios, el viento, el sol y la brisa, vimos a la Jazzatlán Big Band con Iraida Noriega, quien recitó tan lentamente –que a todos nos empezó a hipnotizar– el nombre de la primera pieza que rompería para siempre al festival y a Cholula.

Ya era la madrugada del siguiente día. Las pantallas nos acercaban a Iraida, nos permitían comparar las dos imágenes: abajo, como una bien detallada figura de obsidiana, recién hallada entre las ruinas; arriba, una diosa esmeralda, un carnaval de cuerpo y espíritu pero, sobre todo, de voz.

La voz de Iraida Noriega es una catarata. Y es su oficio mostrarla lejos o cerca, en derrumbe o en géiser cósmico.

La elección del repertorio pareció apelar al corazón. Estoy seguro de que escuché “Pobre de mí” de Agustín Lara, y fue un romance de una noche oír a lo lejos, como rumor de mar, el “qué culpa tengo, de ser tan tuya / De que tu orgullo sea mi cadena, pobre de mí…”, pero quizá soñé. Durante mucho tiempo la gente no se movió. Al final de cada canción, sí, se escuchaban aplausos. Pero se trataba, más que de enloquecidos golpes rítmicos, de suspiros conmovedores.

Foto: María Aguilar

A la izquierda del escenario la emoción fue tal que varias personas hicieron a un lado las sillas y comenzaron a bailar. “¿Quién baila jazz en el siglo XXI?”, alguien preguntó a mi lado.

Hay momentos cálidos en la historia de Cholula, tierra de conquistas, pero la de la noche del primero de abril será recordada como la de un abrazo a un familiar que no ves hace mucho tiempo , y de quien tienes una fotografía en blanco y negro en la mesita de noche.

En cada interpretación, la Jazzatlán Big Band e Iraida iban haciéndolo mejor, y eso era síntoma del final. Lo sabíamos. En un momento, quizá un respiro, algún sorbo de agua, Iraida se fue al centro del escenario e invocó a Roy Moctezuma. Le dio las gracias a nombre de todos los que estábamos ahí y lo nombró “chamán”.

“Esto que pasa hoy es el mensaje”, dijo Iraida. “¿Por qué haces esto, Roy?”, le preguntó mientras el otro iba de acá para allá revisando los detalles finales, fingiendo no ser una luz detrás de aquel espectáculo. “Esto que hoy vivimos es el sueño de Rodrigo…”, insistió la cantante. Y entonces, cerca de la 1:23 de la mañana llegó el final: “Siempre que te pregunto…” y había un silencio de amor y cercanía, “… y yo, ay, desesperando, / y tú, tú, tú contestando…” y la pirámide a un lado, y la luna y los astros y el cadáver del sol recién muerto esperando la resurrección, “quizás, quizás, quizás…”.

La letra fue apagándose y aunque la noche aún no era un recuerdo, se le parecía. Iraida era el centro, tan luminosa. Los minutos pasaron y ante la petición del público, ya de pie, ya sin miedo, de una última canción, Iraida se impuso: “Si no echan ruido, no se arma…” y las luces se apagaron como antes de un acto de magia. Noriega, con serenidad y control, se acercó el micrófono a la boca y pidió que volvieran a prender los reflectores. No agradeció el gesto con palabras, sino con un: “bésame, bésame mucho…”.

Había terminado el primer día del Festival Internacional Jazzatlán y lo último que vi, antes de que las luces se apagaran y la gente emocionada comenzara a irse, fue a Iraida Noriega y al saxofonista mayor ejecutar un dueto, despedirse lentamente “como si fuera esta noche / la última vez…”.

Sí. Eso fue lo que vi.

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