Samantha Páez

@samantras

Hace dos meses llegaron nuevos vecinos al departamento de al lado. Más allá de no presentarse, como es usual y de buenas maneras, me molesta que sean tan ruidosos. Por las mañanas se avisan a gritos sus mutuas ocupaciones; en las tardes se reclaman, él a ella que se la pasa pegada al teléfono y ella a él que lave mal los trastes. No es correcto que el resto del edificio se entere si ella no sabe cocinar o si él nunca baja la tapa del baño. Y en las noches los ruidos de sus actos íntimos me crispan los nervios

Ilustración: Beatrix G. de Velasco

De manera respetuosa dejé una carta en la puerta de su casa pidiendo que bajen la voz, porque sus conversaciones y su música llegan a las viviendas contiguas. No hicieron caso. Me vi obligado, no con poca vergüenza, a golpear en la pared cuando en verdad sus voces sobrepasan el límite o a elevar el volumen del gramáfono para no escuchar sus derroches amorosos. En esos momentos hay un poco de quietud, pero al día siguiente se les olvida. Mi paciencia llegó al límite anoche: música estridente retumbaba por toda mi casa, la gente entraba y salía como si este edificio fuese un burdel cualquiera.

Esta mañana me apersoné en su puerta, toqué en repetidas ocasiones, después de un largo rato abrió el hombre, se quedó inmóvil con una mano en la puerta, el color de la cara se le fue, le extendí la carta pero no tuvo la decencia de tomarla. Se quedó allí, simplemente parado. Luego la mujer se asomó y al verme la muy infame retrocedió con torpeza llevándose las manos a la boca. Dejé la carta en el piso.

Funcionó. Se han ido del departamento aunque no levantaron mi carta, ni pidieron disculpas.