Europa, previamente un destino que favorecía migrantes africanos, se ha vuelto poco atractivo. La economía languidece y la vigilancia en las fronteras es más estricta. En contraste, Sudamérica se ha vuelto, hasta hace poco, notoriamente atractiva. Ecuador, por ejemplo, no requiere visa a nacionales de 130 países desde 2008.
Aun en los lugares donde se requiere visa, muchos de los aeropuertos y puntos de entrada están carcomidos por la corrupción, de acuerdo con Rodolfo Casillas, investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) de México, quien ha escrito ampliamente acerca del fenómeno de la migración en México y Centroamérica.
“Todos estos filtros los puedes aceitar con dinero”, dice Casillas. Migrantes de naciones mas adineradas, como China, pagan hasta 60,000 dólares para llegar a Estados Unidos a través de Latinoamérica, y mucho de ese dinero va a oficiales fronterizos sin escrúpulos. Son pocos en numero y casi invisibles para la prensa pero forman parte de un sector desproporcionadamente grande en la economía del tráfico de personas.
“El tren lleno de centroamericanos no deja tanto dinero como los treinta chinos en el aeropuerto del DF”, afirma Casillas.
Se sabe poco acerca de qué tan intrincadas están las redes de los traficantes que los traen, a través de continentes y culturas; sin embargo, el año pasado una investigación italiana de alto perfil acerca de los traficantes eritreos ofreció pistas acerca de la capacidad de respuesta de dichos grupos ante los rápidos cambios del mercado.
La organización es mejor conocida por ser la responsable de un bote que zozobró en el Mediterráneo en 2013, con un saldo de 366 migrantes muertos. La intervención de líneas telefónicas reveló que, recientemente, han establecido contacto con traficantes en Norteamérica, incluyendo México. “Esa fue la primera vez que vi algo por el estilo”, declaró Calogero Ferrara, investigador en jefe.
Ferrara dice no saber la identidad de los traficantes mexicanos, sin embargo, de acuerdo a Casillas es casi una certeza que llegaron a un acuerdo con grupos criminales violentos como Los Zetas, ya sea por elección o a punta de pistola. “Los Zetas se dedican a la protección, no al trafico de migrantes”, declara. “Lo que sí van a hacer es subordinar a las organizaciones que sí se dedican al tráfico de personas, para que les paguen una cuota y permitirles existir”. Y la muestra es que se encontró un migrante de la India entre los 72 cadáveres de la masacre de San Fernando, Tamaulipas, en agosto de 2010.
El somalí Ismael dice que trata de no pensar mucho en ello. “No es posible saber si se conocen entre ellos, o cuánto se pagan el uno al otro. Tu solo vas, como ganado. El ganado no pregunta a donde se le lleva. No se sabe con quien te vas a encontrar. ¿Es un hombre malo? ¿Huyes para salvar tu vida?”, reflexiona.
Cualquiera que sea la ruta que usan los migrantes al entrar al continente, eventualmente los llevará a la impenetrable jungla de la región de Darién que separa Colombia de Centroamérica. Algunas costas de la región están sobrepobladas con lanchas ilegales que se dirigen a la costa de Panamá, luchando contra oleaje de 2 metros. En ellas los migrantes se enfrentan también al riesgo de ser asaltados por los conductores de las embarcaciones quienes, se ha reportado, los dejan a la deriva si no cuentan con algo de valor.
“Para mí fue lo más peligroso”, dice Bonifacio. “Hay muchos que caen dentro del agua y se ahogan”.
Aquellos que no pueden costear el viaje en bote, caminan através de la jungla, atravesando territorios patrullados por mortales fuerzas paramilitares. Muchos aun tiemblan en Tapachula al recordarlo. “No comer. No comida. ¡Yo pensé que iba a morir!”, dice Forhad mientras sacude su cabeza como tratando de borrar su memoria. “Fuimos tres días sin comida, solo pasto”.
“¡Algunos hindúes mueren. Lo veo frente a mis ojos!”. El avistamiento de cadáveres es reportado por casi la totalidad de los migrantes que toman ese camino.
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El Río Suchiate difícilmente tiene la apariencia de una frontera. A lo largo del dia, una flotilla de botes construidos de cámaras de llanta va y viene a través de las escasas aguas. Transportan mercancía y personas entre México y Guatemala. Aun cuando el puente que atraviesa el río un kilómetro mas abajo está resguardado por agentes de migración, el cual fue recientemente reforzado con fondos norteamericanos por parte del Plan Mérida, la única señal de la zona es un colorido letrero sobre un dique que se lee: “Bienvenidos al paso del coyote”.
No es sorpresa que muchos de los que abordan los botes sean migrantes indocumentados. Cada vez más, de acuerdo a Wilson, dueño de una de esas improvisadas balsas, uno de los viajeros es africano o asiático.
“A veces llegan sin dinero por que les robaron todo en el camino. Intentamos no aprovecharnos de ellos”. Eso no es cierto, dicen en Tapachula. Bonifacio asegura haber pagado 100 dólares para cruzar. Aun así, el alivio de llegar a México ayuda a reducir la preocupación.
“Apenas la semana pasada, llegaron 10 Africanos. Los acogí”, dice Wilson “Uno de ellos preguntó: ‘¿Esto es México?’. Sí, le dije. ‘¿En serio, aquí?’. No lo podía creer, lo había logrado. Estaba tan feliz que brincó como canguro”.
Los danzantes giran al ritmo de la música folclórica en el quiosco de Tapachula. Bonifacio se ve tranquilo mientras se abre paso entre la multitud de espectadores. Los locales lo saludan como a un viejo amigo. Un grupo de mujeres jóvenes se le acerca y le piden tomarse una foto con ellas.
“¿De donde eres?”, le preguntan entre risas.
“Oaxaca”, responde y les ofrece una lección sobre la historia poco conocida de los afro mestizos en las costas del Pacífico mexicano. “¿Por qué no habría de ser mexicano?”, pregunta el camerunés.
“Por…” Las jóvenes dudan mientras buscan torpemente el termino correcto. “Por tu… genética”.
No se puede quedar a seguir la plática. Debe impartir una clase de francés en la universidad, un puesto voluntario que espera lo lleve a un empleo. Usa un libro de texto que el mismo escribió durante su viaje, llevando su escrito en autobuses, hoteles y el viaje de 18 horas a lo largo de Panamá.
Una vez que llegó a México, la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) le ayudó a publicarlo. A diferencia de muchos otros migrantes aquí, Bonifacio espera quedarse en México en lugar de arriesgarse a pedir asilo político en Estados Unidos. “Soy un hombre que quiere vivir como los demás. Quiero tener una buena calidad de vida y una familia. Sólo me quiero establecer”.
Forhad piensa igual, pareciese que esta apunto de establecerse. Camina a través de la plaza de la mano de la joven con quien estaba en el restaurante La Bendición. Sin embargo, su felicidad tiene otra causa. Saluda y anuncia en inglés que ha comprado su boleto a Tijuana. Partirá mañana. La chica le sonríe, pero no esta claro si le entiende.
Afuera de Rasunt Bangladesh, Gorjit se recarga contra la pared. Su visa mexicana está a punto de expirar y también deberá irse, pero él no viajará en avión. No tiene a nadie que le mande más dinero. Planea viajar por tierra con el resto de los centroamericanos. Suspira.
“Tengo miedo. Mucho miedo. Yo llorando a veces pienso en mi vida. Porque escucho que adelante hay mucha mafia que quiere matar, y uno tiene sólo una vida nada más. Para eso salí de mi país”.
Dentro del restaurante, Sadek trabaja duro cortando pollo. El no se ira de aquí en algún tiempo. Por razones ajenas a él, el INM nunca le otorgó un oficio de salida. En su lugar, lo clasificaron sin nacionalidad. Luce exasperado, pero se resigna y se queja únicamente del calor en Tapachula. Pero al menos, insiste, “salvé la vida”.