Lado B
Mujeres asesinadas
En el libro “Lo femenino” la periodista Sandra Russo se pregunta qué hace que la especie humana genere sistemas de poder tan inequitativos entre géneros
Por Lado B @ladobemx
18 de mayo, 2016
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Los asesinatos de mujeres se dan en todas las geografías y clases sociales. Para las víctimas de violencia de género, el hogar es un escenario más peligroso que la calle. En el libro “Lo femenino”, publicado por Debate, —del cual se presenta este fragmento— la periodista Sandra Russo se pregunta qué hace que la especie humana genere sistemas de poder tan inequitativos entre géneros, que las conciba como seres suprimibles o carentes de dignidad humana. Y en eso que lo genera, ¿qué tienen que ver las mujeres? 

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Sandra Russo │ Revista Anfibia

@revistaanfibia

La mujer, la cosa, la propiedad

Otra vez cae como un rayo sobre nuestros interrogantes la misma pregunta: ¿qué es lo que hace que la especie humana genere sistemas de poder tan inequitativos entre géneros, que conciba a las mujeres como seres suprimibles o carentes de dignidad humana? Y en eso que lo genera, ¿qué tenemos que ver las mujeres?

Hay algunas explicaciones aproximativas. La más clásica es la de Friedrich Engels: de un estado bucólico y promiscuo, la humanidad pasó, con el descubrimiento o la invención de la propiedad privada, a la falocracia que convierte a los varones en poseedores de cosas y mujeres, mientras las mujeres ocupamos el rol de posesiones, y debemos ser felices por ello. Controlar la propiedad privada llevó inevitablemente al control de la sexualidad femenina, ya que ahí aparece la noción del linaje, que más allá de lo emocional se dirige a la cuestión más material de la herencia. Según Engels, la propiedad privada condujo a “la derrota histórica mundial del sexo femenino”.

Otra explicación la aportó en el siglo XX la psicoanalista Nancy Chodorow, con su teoría sobre el temperamento masculino. Chodorow ubica la violencia masculina como un aspecto del avance de dominación “tenaz, casi transhistórica” de los varones en lo público, mientras así de amplio es el mandato de lo privado sobre las mujeres: son al mismo tiempo reinas y esclavas de lo privado. La maternidad y la educación son los roles asignados, “en uno de los pocos elementos universales y duraderos en la división sexual del trabajo”. Vuelve a aparecer la diferencia entre maternidad y maternazgo, esto es: lo natural, lo biológico, son los momentos de la concepción y el parto. Lo accidental, lo cultural, “lo psicodinámico”, es la exclusividad materna en el cuidado del hijo. No hay nada que indique como “menos natural” al cuidado compartido del hijo, con el varón o con la comunidad.

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La idea retoma a Freud porque en esa misma escena de la cara del bebé contra el pecho de la madre, en esa satisfacción temprana y fundante de la vida, nace el complejo de Edipo, pero en una variación feminista. La maternidad prolongada en el maternazgo como si fueran una sola y misma fase, ese “rol” que damos por sentado como si nos viniera en los genes, y de ahí no viene, tiende a hacer que las niñas se identifiquen con sus madres y experimenten el apego que las hará crecer con la misión del maternazgo ya incorporada, y que los varones experimenten el desapego, y se vuelvan rápidamente competitivos y dispuestos a la separación y la huida a lo público: la escuela, la calle, el trabajo, el bar, el partido, el estadio de fútbol, lo masivo. Freud nos recordaría que los hijos varones se alejan de las madres por el miedo inconsciente a ser castrados. Huyen con tanto ahínco que corren hasta donde está el poder.

Hago un paréntesis después de la palabra “castración”. La teoría de la castración freudiana lleva implícita la idea de que el falo es masculino. El patriarcado es el que se ha ocupado de que lo sea. La falocracia, que es nada más que uno de los posibles modos de hacer algo con el hecho de que los hombres tengan pene y las mujeres no, está basada precisamente en ese hecho biológico. Pero luego supimos algo más sobre el poder. Y saltando por encima de Freud e incluso por encima de Karl Marx, fuimos entendiendo que el poder es en sí mismo un enigma subjetivo, un deseo inconsciente, el resultado de condiciones materiales, el producto de la lucha de clases, pero además de todo eso, que el poder es algo más simbólico que físico, que no es lo mismo pene que falo, que en muchos ámbitos sociales, y no en otros, ya no es una acusación decir que una mujer “es fálica” porque el falo es, más que el pene, la varita mágica que permite tomar decisiones. El patriarcado básicamente lo que nos ha prohibido a las mujeres es el acceso a las decisiones. Es la madre, que no se termina de ir nunca de la escena mental —o por lo menos no se va sin que la echen—, la que en las niñas se incrusta y ejecuta la castración femenina.

El poder patriarcal habla por ella. En un universo prefreudiano, anterior incluso al lenguaje, en acto crudo y vivo, las madres africanas que todavía hoy seccionan con cuchillos caseros los brotes de clítoris de sus hijas de cinco o seis años representan este mismo drama, lo llevan a cabo de un modo salvajemente literal. Nuestra cultura nos aleja de esa literalidad, pero el rol materno, adjudicado como “natural” y que reclama en consecuencia ser vivido con plenitud, también ejecuta la castración de las niñas, animándolas a reproducir el círculo de esa pequeña tragedia que consiste en su propia carencia de falo.

Ninguna teoría, tampoco las teorías feministas al respecto, ha llegado a agotar lo que sigue pendiendo como un gran signo de interrogación. El propio feminismo es hoy un campo de debate múltiple y abierto, como lo es en sí misma la idea de lo femenino, que sigue inmersa en la discusión entre lo innato y lo adquirido. A las líneas más duras del feminismo de la igualdad y el feminismo de la diferencia, se le han sumado otros, como el ecofeminismo o el feminismo evolucionista, además de los estudios queer, que aportan más perspectivas, más preguntas, más matices sobre la construcción cultural de los géneros, el desglose de sus estructuras y el rastreo de las pulsiones humanas que han cimentado la falocracia con cuyo rigor millones de mujeres y homosexuales y transexuales han padecido y padecen desde discriminación hasta castigos que terminan en crímenes.

[pull_quote_left]El patriarcado básicamente lo que nos ha prohibido a las mujeres es el acceso a las decisiones. Es la madre, que no se termina de ir nunca de la escena mental —o por lo menos no se va sin que la echen—, la que en las niñas se incrusta y ejecuta la castración femenina[/pull_quote_left]

Es difícil, cuando estamos todavía tan atravesadas por preguntas, trazar una estrategia para reemplazar ese orden jerárquico entre sexos por uno más horizontal, que incluya a los transgéneros y que sea capaz de insertar en las percepciones personalísimas del género la necesidad de la lucha colectiva por los derechos y la equidad. Es difícil incluso imaginar cómo sería ese nuevo orden entre géneros distinto al patriarcado, ya que ni ser hombre ni ser mujer, ni lo masculino ni lo femenino, alcanzan hoy para abarcar las identidades de género, las autopercepciones de género, que son múltiples, además, como es múltiple el universo de las mujeres, siempre homogeneizadas por la cultura de masas como “la mujer”, esa abstracción a la que, sin embargo, tantas mujeres sienten en lo profundo de sí que deben responder.

Pero aun sin una estrategia clara, algo se mueve en el sentido opuesto al patriarcado. Un malestar general convive con un despertar. La época difumina lo masculino y lo femenino y lo reagrupa o lo recolorea. Nuestras sociedades se caracterizan por contener corrientes contrapuestas que a medida que van chocando se imponen unas a las otras tanto en lo público como en lo subjetivo. Hoy las mujeres podemos tener falo, que es lo que surge cuando se desajustan las vendas, se sacan las fajas, se desabrochan los corsés. Podemos querer tomar decisiones y lo hacemos. Podemos aspirar a muchos tipos de poder. Pero en lo privado, que es donde el patriarcado se pertrecha, y donde cuando no somos reinas somos esclavas, millones de mujeres siguen pagando con sus vidas haber tomado la decisión de abandonar a sus parejas.

Si uno repasa los casos de femicidio, encuentra como uno de los desencadenantes más frecuentes el abandono. La decisión personal y básica de terminar un vínculo es directamente intolerable para varones que experimentan la posesión de una mujer como la única prueba consistente de su propio falo.

“Ni una menos”, el grito que se escuchó

El 3 de junio de 2015, en Buenos Aires y en las principales ciudades de la Argentina, una inesperada multitud —estimada en 300.000 personas solo en la Capital— salió a las calles con carteles, pancartas y camisetas que rezaban unánimemente “Ni una menos”. La convocatoria la había hecho unos días antes, primero solo a través de redes sociales, un colectivo de mujeres de distintos ámbitos artísticos y periodísticos que ya venía trabajando en el tema de los femicidios, pero con poca visibilidad. Sin embargo, en junio ese llamado se viralizó, corrió como una liebre entre mujeres y hombres, y las redes sociales multiplicaron las imágenes de referentes sociales de distintos sectores políticos y culturales. Eso hizo a su vez tomar el tema a los grandes medios y el día de la marcha se veían llegar a la Plaza de los Dos Congresos, por todas sus esquinas, oleadas de personas que de pronto parecían comprender y asimilar la gravedad de los crímenes de mujeres.

[pull_quote_right]La violencia contra las mujeres prueba que la ley es apenas el reconocimiento institucional de un estado de cosas que la misma ley es incapaz de modificar. El problema no es de orden jurídico, sino profundamente cultural[/pull_quote_right]

Todavía, al momento de la marcha, no había estadísticas oficiales y la gran pregunta era si los femicidios habían ido en aumento o si eran más visibles porque había más denuncias de víctimas que luego eran asesinadas —lo cual evidenciaba las fallas del sistema de protección del Estado, especialmente las actuaciones policiales y judiciales— y porque en paralelo la televisión prácticamente los había convertido en una sección casi autónoma de policiales. Así y todo, pese a explotar el morbo de cada una de esas muertes convertida en la mercancía de la noticia, fue un gran avance que al femicidio se lo llamara así, y no crimen pasional, como se lo llamó durante décadas.   Seis años después de la sanción de la Ley 26.485 de Protección Integral para prevenir y erradicar la violencia contra las mujeres —una ley que amplió al máximo el abanico de diferentes clases de violencia, que la ubicó en el seno de lo privado, pero que sancionó también otros tipos, como la simbólica o la verbal, en el ámbito público—, eran muy pocos los avances.

Ya se había modificado también el Código Penal para hacer entrar la figura de femicidio como un homicidio con el agravante de estar dirigido al género de la víctima, sea esta mujer o transexual, y prever la pena de prisión perpetua. Los pasos institucionales se habían dado, aunque incompletos, pero si se tratara de ver cómo influye la sanción de una ley en relación con el delito que se intenta evitar, la violencia contra las mujeres prueba que la ley es apenas el reconocimiento institucional de un estado de cosas que la misma ley es incapaz de modificar. El problema no es de orden jurídico, sino profundamente cultural.

Esos dispositivos culturales yacen bajo capas inconscientes, y al mismo tiempo acompasados por miles de mensajes que giran en redondo en la cultura de masas, donde siguen siendo las mujeres las que promueven los productos de limpieza, las que se desviven por saber qué jabón en polvo deja más blancas las medias de sus hijos, las que sonríen aliviadas cuando el marido llega a la noche y aprueba el sabor de la comida o la fragancia del desodorante de ambientes, las que funcionan como apéndice masculino en la solución de todos los problemas domésticos. La mujer publicitaria no dice nunca que no. Y el problema de la violencia siempre empieza cuando una mujer dice que no.

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[quote_box_left]Continúa la lectura en donde fue publicado originalmente: Revista Anfibia[/quote_box_left]

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