Lado B
Condenados al olvido. Entrevista a Julio Eutiquio Sarabia
El autor de Cerca de la orilla, Mudar de vida, Tesitura y El tenue rededor del mundo habló con Javier Caravantes
Por Javier Caravantes @javicaravantes
13 de febrero, 2016
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Javier Caravantes

@javicaravantes

Antes de que la conexión se pierda, Daniel Saldaña Paris me escribe desde un bosque en New Hampshire:

“Crea una especie de textura de lenguaje muy reconocible. Pese a ser de largo aliento no cae en la tentación del poema catedralicio mexicano, sino que se permite momentos de irreverencia y, en general, una variedad de registro que lo salvan de la solemnidad o la repetición”.

Él fue editor de El tenue rededor del mundo, (Conaculta, 2015), sexto libro de poesía de Julio Eutiquio Sarabia, quien hace unos días me recibió en su oficina de la revista Crítica, de inmediato aclaró:

—Lo que a mí me importa es la obra y no las personas.

Después de palabras de convencimiento, Sarabia aceptó contestarme las preguntas que a continuación se reproducen.

***

Javier Caravantes (JC): ¿Cómo empezaste a escribir poesía?, he leído entrevistas en donde algunos poetas logran recordar el momento exacto en que se reconocieron, ¿a ti cómo te sucedió?

Julio Eutiquio Sarabia (JES): Tu pregunta, con pocas probabilidades de llegar a buen puerto, me obliga a efectuar un ejercicio de memoria. Pienso de inmediato en Funes, el de Borges, con gran temor y envidia: “Dormir es distraerse del mundo”, recordarás, hablando de cosas recordables, que en alguna página se lee esto. Es asombroso lo que le ocurre a Ireneo. Tengo sentimientos encontrados. Por un lado, me imagino con esa capacidad y enseguida me veo sometido a una tortura. Por otro, digo ¡qué maravilla! Todavía estarían alojados allí, con nitidez y en cantidad ingente, los recuerdos más nimios de la infancia. Por desgracia, que es decir también por fortuna, no poseo la extraordinaria cualidad de Funes el memorioso. Mi memoria es, o ha sido, muy porosa. Para seguir viviendo hay que olvidar. Tampoco cuento, por si fuera poco, con los atributos de Funes el músico –lo que son las cosas: uno me lleva al otro–, el Funes de Humberto Constantini (ese Orfeo que, protagonista, aparece transformado en “Háblenme de Funes”), a quien –es parte de mi educación sentimental– más bien escuché. Escuché plenamente por la radio y, en voz del autor mismo, escuché fragmentos.

[pull_quote_right]Tengo obsesiones, como todos, que van mudando con el paso del tiempo. Lo cual, dirían algunos, las convierte en otra cosa, menos en obsesiones. Son como las olas: gigantescas al principio, es muy común que alcancen la playa como dóciles corderitos. Debo decir, pese a todo, que las obsesiones con frecuencia sólo se enmascaran.[/pull_quote_right]

Comencé a pergeñar versitos a los trece o catorce años. Todos ellos, para mi escarmiento, dignos de figurar en una antología cuyo título fuese algo así como “Querido diario”. Eran composiciones dedicadas a mis amores platónicos o imitaciones de canciones que escuchaba en la radio. Mejor dicho: eran remedos de canciones que remedaban los amores platónicos en su peldaño más elemental. No obstante, muy niño había leído, sin saber qué era eso que tenía ante mí, romances de Federico García Lorca y haikús de José Juan Tablada. Sólo más tarde, en otras circunstancias, descubrí que a muy temprana edad, como lo acabo de decir, me había aproximado ya a dos grandes poetas. El asunto es que nada de lo que escribí en esos años tenía sentido alguno. Y probablemente tampoco lo que escribí en años posteriores. Los tiraderos de la época, escasos todavía, se vieron acrecentados con las tonterías de mis cuadernos escolares.

Fue gracias a la lectura que hice de un poeta muy prestigiado, muerto el año pasado y sometido ahora a un juicio poco piadoso –me parece– por los poetas más jóvenes, que a los 18 años tomé conciencia de las cosas que debería emprender. Dos años antes, preparatoriano apenas, para mí todo era confusión. No a todos les habrá ocurrido, habrá que celebrarlo. Pero como yo no era el hombre más feliz de mi vida, parafraseando a Efraín Huerta, a mí sí me sucedía. A mi alrededor todo era efervescencia. Una efervescencia que me desbordaba. Por esas fechas había leído Literatura en la Revolución y Revolución en la literatura, una polémica sostenida por Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y Óscar Collazos. Quizás porque de ese librito entendí bastante poco o nada, la cosa es que de él salí más perturbado que nunca. Además de la literatura, para que el desconcierto fuera mayor, me empezó a interesar la sociología.

Nada de lo que escribí a los 18 o los 19 años está publicado. Lo destruí. Me sirvió, ahora lo veo, para ir conformando eso que, con bases o sin ellas, seguimos denominando voz.

***

JC: ¿Cómo fueron tus años de formación, antes de que publicaras tu primer libro?, ¿qué autores te gustaban?, ¿cómo era el ambiente cultural que se vivía en la ciudad?, ¿participaste en algún taller literario?

JES: Un amigo, cuya familia era vecina a la mía, estudiante de Ingeniería en la unam y empleado al mismo tiempo en una de sus librerías, me hizo leer a los 15 o 16 años El Quijote. Luego, religiosamente, durante mucho tiempo, me proporcionó semana tras semana la revista Siempre!, cuyo suplemento dirigía entonces Carlos Monsiváis. Devoraba esas páginas, lugar común obligado, pero no encuentro otra manera para describir todo eso tan desconocido para mí. La Cultura en México fue el abrevadero más fantástico que tuve en esos años. Aquello representó, sin que me lo propusiera, la escuela de los descubrimientos. Aunque no sea exactamente de la época, guardo de esa publicación, por ejemplo, el número en el cual apareció el Diario de Moscú, de Walter Benjamin, traducido por José María Pérez Gay. A propósito, ahora que murió Michel Tournier, he recordado que desconociendo todo de él, desconociendo el nombre mismo, leí una entrevista (la traducción pudo haber sido de Jorge Aguilar Mora o de Adolfo Castañón) en la que se hablaba ampliamente del pansexualismo. Sin embargo, debieron de pasar varios años más para que leyera una novela suya. La cultura en México despertó en mí el gusto por los suplementos y las revistas literarias. Eran, o son todavía, no podría ser categórico ahora, la mejor escuela para un aspirante a escritor.

JESLa consecuencias de esta agitación –digámoslo así– no se hicieron esperar. Llegado el momento (adelanté algo ya al respecto), cuando tenía que elegir carrera, aún dudaba entre la sociología y la literatura. Por razones que no vienen al caso, me decidí por esta última. Ya siendo estudiante de Lingüística y Literatura Hispánica, conocí a Raúl Dorra. Allí, en la escuela de Filosofía y Letras, Dorra dirigió un taller literario al que asistí. Fue para mí una suerte de guía durante muchos años, inclusive ya no siendo, en términos estrictos, su alumno. Con él leí las Cartas a un joven poeta, de Rainer Maria Rilke. Las Elegías de Duino me acompañan desde entonces. César Vallejo, Novalis, Rimbaud, Roland Barthes… Una larga lista. Podría sonar muy pedante establecerla. Naturalmente, Dorra no es el culpable de que después, por motivos diversos, me haya distanciado de ciertos autores. Es natural que existan muchas lecturas –desordenadas casi siempre– antes de que publicara Cerca de la orilla. Por inseguridad y por capricho, este libro apareció cuando estaba por cumplir los 35 años. Un libro tardío, si consideras que muchos a esta edad han dado ya a la imprenta su vigésimo título. En realidad, al repertorio de nuestras lecturas habíamos incorporado todo aquello que nos permitiera reflexionar un poco sobre la poesía y un poco sobre el oficio del poeta. Supongo que Dorra estaba preparando el primer volumen de El poeta y su trabajo. Un día que me aparecí en su cubículo me preguntó qué sonaba mejor: “el poeta y su trabajo” o “el trabajo del poeta”. No recuerdo qué le contesté. No importa. Tiempo después comprendí el sentido de su pregunta. Habrán sido lecturas muy frescas las suyas y, por lo tanto, de transmisión generosa. Habría que decir, de paso, contra lo que se repite a menudo, y sin ánimo de restarle importancia a la valiosísima labor de Hugo Gola (a quien quise y aprecié y vi en varias ocasiones por trabajo), que esta serie no fue ideada en exclusiva por él, no obstante que fue justamente él quien se ocupó de los tres volúmenes siguientes. Es muy probable que sin la férrea voluntad de Raúl Dorra, y sin el lugar que ocupaba en esa época, El poeta y su trabajo habría sido diferente.

Tengo una idea de lo que ocurría en la Universidad Autónoma de Puebla, pero lo que sucedía en la ciudad, cosa curiosa, se me desdibuja un tanto. Cuando ansiosamente se está viviendo, por lo general no se repara mucho en aquellos seres que también hacen lo mismo. Me parece que sólo están integrados a nuestra memoria quienes constituyen parte de ese estrecho entramado que, para el caso, es la juventud. Dicen que La Bohemia Poblana estaba en sus estertores, pero yo no tuve contacto con sus integrantes. Veía mucho a mis amigos de entonces. Socializar, sin embargo, no ha sido lo mío.

***

JC: ¿Desde la publicación de Cerca de la orilla, en 1993, pasando por En el país de la lluvia, Mudar de vida, Tesitura, Entre el aire y la luz, hasta llegar a El tenue rededor del mundo, cuáles son los elementos literarios, poéticos, que has descubierto de manera más presentes y constantes en tus libros?; ¿cómo fue el proceso por el cual tu escritura derivó en las búsquedas estéticas y temáticas por las que ahora se preocupa?

JES: Tengo obsesiones, como todos, que van mudando con el paso del tiempo. Lo cual, dirían algunos, las convierte en otra cosa, menos en obsesiones. Son como las olas: gigantescas al principio, es muy común que alcancen la playa como dóciles corderitos. Debo decir, pese a todo, que las obsesiones con frecuencia sólo se enmascaran. La poesía, como se sabe, viene de la poesía. Al respecto diré que el versículo ha sido una constante en mis libros. Derivado, muy seguramente, de mi temprano amor por cierta poesía de José Carlos Becerra. A Saint-John Perse lo leí muy poco tiempo después. Aunque recuerdo con particular deleite “Imágenes para Crusoe”, prefiero la épica que hay en el Anábasis. Sin que me disgusten los libros que en apariencia carecen de unidad, en los míos, salvo Cerca de la orilla, que es el primero, trato de que haya por lo menos un delgado hilo narrativo que hilvane sección tras sección o poema tras poema. En realidad debo dejar esa observación a los intrépidos, si es que alguna vez mis libros son leídos después de dos o tres años de manoseo en las librerías de viejo. Con la incesante producción editorial nuestros títulos –muy orondos, si corren con algo más que suerte cuando acaban de aparecer– están condenados al olvido.

***

JC: Septimus, el personaje principal del El tenue rededor del mundo, se presenta al lector como una especie de viajero que parte a buscar la guerra y encuentra un lugar plagado de “pusilánimes”, esta lucha, este choque de fuerzas, entre los ecos del mundo clásico, del lirismo, que es atravesado por temas y tonos contemporáneos, ¿cómo fue que nació?

[pull_quote_right]Con el paso del tiempo, volví mis ojos hacia Grecia. Pero nunca los he quitado de César Vallejo. Bien podría decir que después de Vallejo muchos también sólo somos sus comentaristas. El tenue rededor del mundo tiene un origen distante en el tiempo y con cierta pizca de humor involuntario. Imaginé una escena en la cual alguien, un lector cualquiera, empeñado en el Anábasis de Jenofonte, se quedaba dormido tras la batalla en la que Ciro muere.[/pull_quote_right]

JES: En alguno de sus libros, George Steiner escribió –-o yo lo he recreado hasta tergiversarlo– que después de Joyce no somos sino comentaristas de Homero. Debe tener razón, si en efecto así lo dijo. Yo he tomado como mío el aserto. No me es ajeno el mundo clásico. Cuando estudiante tuve muchas reticencias, explicables por la pereza y porque uno quiere estar en el hoy, en el aquí, en lo que está sucediendo. Con el paso del tiempo, volví mis ojos hacia Grecia. Pero nunca los he quitado de César Vallejo. Bien podría decir que después de Vallejo muchos también sólo somos sus comentaristas. El tenue rededor del mundo tiene un origen distante en el tiempo y con cierta pizca de humor involuntario. Imaginé una escena en la cual alguien, un lector cualquiera, empeñado en el Anábasis de Jenofonte, se quedaba dormido tras la batalla en la que Ciro muere. Recordarás seguramente que este libro también es conocido como la marcha de los diez mil. El periplo efectuado para retornar a Grecia –un buen tramo de éste el ejército de mercenarios lo realiza bajo las órdenes de Jenofonte–, me sugirió la idea de convertir este viaje en un paradigma de cuanta incursión tuviera que ver con hechos bélicos o, en última instancia, con el viaje mismo. Consecuentemente, como en las aglutinaciones, cuando del murmullo o el griterío escuchamos apenas unas cuantas voces en las que reparamos, aquí acontece algo parecido: las voces de los mercenarios, los olvidados, los paseantes, etc., provienen de distintas épocas. Algunas de ellas, como la de Septimus (sin que con esto trate de imponer mi punto de vista), es una suerte de guiño a La señora Daloway, de Virginia Woolf. En la novela hay un personaje llamado Septimus Warren Smith, quien ha vuelto de la guerra –la Gran Guerra, como se le llamó en su momento– con sus facultades mentales sumamente mermadas.

***

JC: ¿Existe algún tema o variación formal de la que te gustaría escribir?, ¿estás escribiendo ahora?, ¿tienes alguna idea de cuál será el próximo libro que publiques?

JES: Estoy escribiendo varios libros a la vez, entre ellos un pequeño volumen de prosas breves. De forma tal que por el momento no tengo muy clara la individualidad de cada uno. Eso, por lo tanto, me exime de hablar en extenso de ellos. Respecto a una próxima publicación, sí, espero que antes de que concluya el año aparezca un nuevo título.

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Javier Caravantes
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