Lado B
El rostro olvidado de Ayotzinapa
Además de desaparecer 43 estudiantes, el 26 de septiembre de 2014 también fueron asesinadas seis personas, pero la justicia sigue pendiente
Por Lado B @ladobemx
14 de diciembre, 2015
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Además de desaparecer 43 estudiantes, el 26 de septiembre de 2014 también fueron asesinadas seis personas. Los tribunales locales investigan estas muertes pero la justicia sigue pendiente. La fiscalía federal mexicana no quiso asumir los casos, ni siquiera la investigación del único homicidio que lleva la marca clara de los criminales. A más de un año de los hechos su revictimización continúa

Fotos: Periodismo Humano

Afrodita Mondragón, la madre de Julio César │ Fotos: Periodismo Humano

Periodismo Humano

@phumano

Lenin Mondragón tiene los mismos ojos de Julio César, oscuros, vivos y un tanto rasgados, pero los suyos están llenos de tristeza. Ha pasado más de un año desde que asesinaron a  su hermano y no lo supera. “Ayer le soñé. Me contaba que se encontró con un amigo el 24 de septiembre y yo le decía  ‘Si te acuerdas del 24, ¡cuéntame qué paso el 26! Pero entonces me desperté”.

Apoyado en el coche fuera de la casa de su madre, una humilde vivienda de San Miguel Tecomatlán, a dos horas de Ciudad de México, este joven que estudia entre semana y vende chicharrones en el mercado dominical respira hondo y aprieta la mandíbula. “Aquí todos nos hacemos los fuertes”, susurra.

Saber lo que pasó el 26 de septiembre de 2014 es la peor pesadilla de los Mondragón, una familia de maestros y, ahora más que nunca, de activistas sociales. Esa noche Julio César, un estudiante de 22 años, casado  con una joven maestra y con una hija que entonces no tenía ni dos meses, fue torturado, desollado y tirado en una calle de Iguala, en el estado de Guerrero.

Policías locales vinculados al crimen organizado lanzaron un ataque desproporcionado y coordinado, en palabras del grupo de expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), contra los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, una escuela de maestros del mismo estado.  Seis personas fueron asesinadas, incluido Julio César, y 43 de sus compañeros desaparecieron sin que hasta el momento se sepa nada de su destino.

Quién ideó el crimen, con qué objetivo y por qué se obstruyó la investigación, como denunció la CIDH, todavía es un misterio. Lo único que dejó claro el informe de los expertos es que los 43 no pudieron ser incinerados en el basurero de Cocula,  una población cercana a Iguala, como decía el gobierno, y que las fuerzas federales y el ejército monitorearon en todo momento los ataques sin hacer nada para evitarlos o ayudar a la víctimas. El porqué de este comportamiento es otra incógnita.

Ante la magnitud de las 43 desapariciones forzadas, los  asesinatos quedaron ignorados por la justicia federal. La muerte de los estudiantes Daniel Solís y Julio Cesar Ramírez, asesinados a quemarropa; la del conductor Víctor Manuel Lugo Ortiz y el adolescente David José García Evangelista, que perdieron la vida cuando la policía tiroteó su autobús, de un equipo de fútbol local; y la de Blanca Montiel,  muerta en medio del tiroteo mientras iba en un taxi, están, como el asesinato de Mondragón,  en manos de los tribunales locales que no tienen ni la experiencia ni los recursos necesarios para garantizar que se haga justicia.

La mañana del 27 de septiembre de 2014 el ejército encontró el cadáver de Julio César. Las fotografías, con la piel del rostro arrancada, fueron subidas a internet no se sabe por quién. Lenin fue el primer Mondragón en verlas. Alguien le avisó, corrió a la computadora y vio la imagen de la muerte. Era su hermano.

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Mientras 43 jóvenes siguen en el limbo, Julio César está en un refrigerador. Fue enterrado una vez, exhumado al año y ahora espera descansar en paz pero debido a la lentitud burocrática, el cuerpo sigue en las instalaciones de la fiscalía general.

Remover la tierra de su tumba fue como remover las tripas de toda la familia. Esperar para poder volver a inhumarlo por las tediosas y lentas gestiones burocráticas es mantener abiertas las tripas de las víctimas.

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El día de la exhumación, antes de ir al  panteón, Lenin ayuda a su madre con los preparativos para atender a las visitas: psicólogos, abogados, amigos y activistas que llevan junto a la familia desde el principio del horror. Afrodita Mondragón es una mujer de 42 años, pelo negro y liso acomodado en una coleta, que se mueve nerviosa entre el horno donde terminan de cocerse unos pasteles y una gran olla de peltre donde hierve café, colocada en el patio que comparte con su hermano, cuya casa está enfrente.

Junto a la cocina está la habitación de Julio César apenas sin tocar. De vez en cuando, cuando se siente con ánimos, Afrodita entra a poner salsa en la computadora de su hijo, la canción que bailaba con él.  O a revisar el Facebook aunque siempre con la mano puesta en la parte donde cree puede aparecer la foto del cadáver que corrió por internet. No soporta ni imaginarla.

Ya han pasado las lluvias y el día está bueno. Afrodita se coloca un sombrero de paja para soportar el sol en el panteón. Remueve un poco el café y pierde su mirada en el fondo de la olla. “Ojalá sea para bien”, murmura. “Tengo un dolor aquí… “, dice tocándose el corazón. “Pero ya estoy mejor, ya puedo llorar”, añade intentando esbozar una sonrisa. Como la mayoría de la familia, ella sigue en terapia.

Imaginar lo que le hicieron a su hijo es una martirio para esta mujer, madre de Lenin y de una niña  de 3 años. “Yo me hago mi historia y luego me invento otra… pero ni sé”, confesaba meses antes. Ahora sabe que están un poco más cerca de conocer la verdad, la palabra por la que llevan luchando más de un año. La familia exigió que se exhumara el cadáver y que peritos de su confianza, los del Equipo Argentino de Antropología Forense, hicieran una nueva autopsia dadas las carencias y las contradicciones de la oficial. La CIDH coincidió con los familiares. Era inaceptable, por ejemplo, que una parte del expediente hablara de un desollamiento con arma blanca y otra de heridas causadas por “fauna” del lugar.

La exhumación es el inicio de una nueva fase de búsqueda de la verdad no solo para los Mondragón. También podría dar pistas sobre los 43.  Pero todo eso ya se verá. Hoy Afrodita prefiere pensar solo en su café y sus pasteles.

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Julio César era un joven amante de la escritura y la filosofía, “platicador y creativo”, según su madre. En su habitación todavía queda su ejemplar del “Lobo Estepario”, fotos y figuras de papiroflexia que le gustaba hacer.

A su abuelo, Teófilo Mondragón,  le gusta recordar cómo redescubrió a su nieto en su velorio.  “Me sorprendió  ver tanta gente que no conocíamos y que estaba llore y llore. Yo decía ¿quiénes serán? Luego supe”.

La ocupación de Julio César que no todos conocían era ir a casa de muchas familias a enseñarles a leer y escribir.

Don Teófilo toma aire cada vez que recuerda esa escena igual que cuando expresa otra idea que le atormenta: un hombre solo es imposible que pudiera hacerle eso a un chico fuerte, deportista y acostumbrado a correr por el cerro. “Debió ser todo un regimiento”.

El 26 de septiembre Julio César estaba en uno de los autobuses atacados en Iguala y había grabado videos con su teléfono móvil. La última vez que le vieron fue después de la conferencia de prensa que acabó a balazos pasada la medianoche y de la que salió corriendo. Testigos dijeron que luego oyeron gritos.

Con 22 años,  era un poco mayor que la mayoría de compañeros porque había pasado por varias normales pero en ninguna se quedó.

Cuitláhuac Mondragón, su tío, maestro y referente, cree que sus deserciones se debían a que cuestionaba mucho a los dirigentes de las escuelas. Por eso al llegar a Ayotzinapa le aconsejó que no fuera tan crítico, al menos de momento, porque era su última oportunidad de estudiar en una normal, por la edad.

El gobierno quiso explicar esos cambios de escuela “sembrándole mala fama”, lamenta el tío. “Y ahora, cuando llegaba la exhumación, volvieron a hacerlo. Quieren manchar su imagen pero no podrán”, añade este hombre alto y grueso que gesticula intensamente con sus manos.

Cuitláhuac se refiere a un reciente documental titulado “La noche de Iguala” que acusa a Julio César de pertenecer al crimen organizado. La película lanza la acusación,  luego dice que no está comprobada y carece de todo rigor. Se limita a recrear la versión oficial que la CIDH echó por tierra y que incluso el gobierno ya ha matizado y no hace una sola entrevista a las víctimas. Tampoco menciona el  informe de la Comisión, un documento que incluso la ONU ha avalado, y que aunque sí  abre las puertas a que el tráfico de heroína en autobuses pudiera estar detrás de los ataques, nunca vincula a los estudiantes con grupo delictivo alguno.

“Quieren dividirnos diciendo que había infiltrados pero las víctimas estamos cada vez más unidas y hemos visto que son muchos los que nos apoyan. No tenemos nada que esconder. En cambio el gobierno ¿qué esconde? Cuanto más nos ataquen, más seguiremos luchando. No soñamos con venganza, soñamos con justicia”

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El informe de la Comisión Interamericana fue una bocanada de aire fresco para todas las familias de Ayotzinapa -Cuitláhuac dice que tras su presentación volvió a creer en las personas-. Por primera vez se tumbó una versión oficial, se cuestionó al gobierno y se sembraron dudas sobre la actuación de las fuerzas federales que, como poco, vieron, oyeron y callaron, cual convidado de piedra. Pero México no ha seguido todavía las recomendaciones que los expertos independientes llevan meses pidiendo y la Procuraduría General de la República, por ejemplo,  sigue sin investigar el caso Mondragón, que se mantiene en Iguala y está fragmentado en tres expedientes distintos.

En total, hay 27 policías y el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, acusados de su homicidio pero la abogada de la familia, Sayuri Herrera, dice que el caos de los expedientes es tal que cualquier abogado defensor podría echar por tierra las acusaciones, como ya ocurrió con un policía que fue exonerado del asesinato pero se mantiene detenido por las desapariciones.

“No hay claridad. A toda esa gente [los 28 detenidos] se les acusa también del resto de homicidios cómo si todos hubiesen podido estar en todas partes a la vez“, lamenta Herrera.  Esas mismas personas también están acusadas de participar en las desapariciones pero esa investigación está en otros juzgados. Las disgregación de información complica cualquier avance y una visión de conjunto de lo que pasó esa noche.

Por eso ahora la familia confía en que los resultados de la segunda autopsia, en la que también estuvieron presentes peritos de la PGR, constate que existió tortura para que la Procuraduría no pueda ya evitar atraer el caso.

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Mientras espera el inicio de la exhumación, una mujer policía se acerca a Afrodita para pedirla el nombre. Está anotando quién tiene acceso al panteón. Afrodita la ofrece un cigarro y se enciende otro, aunque ella apenas fuma.

–  Yo a usted la conozco, vendía en la esquina del local de mis papás, que le dejaban poner ahí su puestecito –dice la agente.

–  Cierto, cierto, ya me acuerdo.

–  Lo siento mucho señora, no sabía que había sido su hijo. Para nosotros [los policías locales] tampoco está siendo fácil, nos culpan y nos acusan [de ser como los de Iguala] pero por unos no podemos pagar todos. La acompaño en el sentimiento.

-Gracias, tome un café. No se preocupe. Sé que no fueron ustedes. En quienes no confiamos son en esos [policías federales]. ¡Mire cómo vienen! Con sus armas y sus chalecos antibalas… como si fueran a luchar contra alguien.

El sol empieza a quemar. Todo está listo ya para empezar a cavar. Al iniciar la exhumación Afrodita toma la carretera a paso rápido, nerviosa. “Voy a por agua de limón para todos”, dice. “Empieza a hacer calor”.

Cuesta ver en esta mujer a la activista convencida que cuando habían pasado solo tres meses de la muerte de su hijo decía en un acto público a  los normalistas, puño en alto: “estamos luchando por ustedes, estamos orgullosos de ustedes”; a  esa madre que se jactaba de tener como misión en la vida “parir buenos mexicanos”. Hoy esa mujer es un manojo de nervios que solo desea que el día acabe.

Durante un rato, apoyada desde fuera en el murete del panteón de poco más de un metro de altura, aislada, sin querer acercarse, observa el ajetreo en torno a la tumba de su hijo.  “Ojalá sea para bien”.

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Un mes después de la exhumación, el cuerpo de Julio César seguía en un refrigerador de la Dirección General de Servicios Periciales de la Procuraduría General de la República. Estaba pendiente de una prueba de ADN que las autoridades no querían agilizar a pesar de que la familia así lo había pedido una y otra vez.

Tal vez a las autoridades les daba lo mismo dónde estuviera el cadáver.  A sus seres queridos no, máxime después de saber que los traumatismos en el cuerpo de Julio César fueron muchos más de los que creían, como adelantó el grupo de expertos de la CIDH en diciembre.

El grupo de mariachis que le iba a dar el último adiós en el panteón de Tecomatlán tendrá que esperar hasta que las autoridades agilicen la recopilación de papeles necesarios o hasta que entiendan que una camilla metálica dentro de un congelador no es buen lugar ni para un muerto.

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Autor Lado B
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