Lado B
Las ruinas de la hacienda
La que una vez fue la hacienda de la familia M. Porras está todavía en Xaltipanapa, cerca de las ruinas prehispánicas de Cantona, a hora y media de la ciudad de Puebla.
Por Aranzazú Ayala Martínez @aranhera
30 de octubre, 2015
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Aranzazú Ayala Martínez

@anahera

 

1. La Hacienda

[dropcap type=»3″]L[/dropcap]a que una vez fue la hacienda de la familia M. Porras está todavía en Xaltipanapa, cerca de las ruinas prehispánicas de Cantona, a hora y media de la ciudad de Puebla. Aunque a mediados del Siglo XX, después de la Revolución Mexicana, ya no eran sus tiempos gloriosos, la enorme construcción todavía estaba de pie y toda la familia iba desde la Ciudad de México y Perote a reunirse, quedándose en medio de los campos y el viento helado de la zona. A la fecha, con todo y la presencia de la zona arqueológica, el lugar está relativamente desolado. El aire tan frío y el sol tan brillante dejan como estatuas a los pocos vehículos que pasan de vez en cuando cerca de las ahora ruinas.

 

2. La prima

Roberto estaba casi dormido cuando vio la silueta dibujándose, recortada entre la profunda oscuridad, al borde de la puerta. Era una mujer, claramente. “Pérate, nos van a ver”, le dijo. Roberto creía que era su prima, con la que tenía algún coqueteo, y que aprovechando el silencio y la confusión nocturna había ido a hacerle una visita a la sala, donde estaba durmiendo pues su habitación la estaba ocupando el resto de la familia de visita. “Pérate, ahorita no”, le decía Roberto a la sombra pintada de mujer. Desde el suelo la veía erguirse, imponente e inmóvil. Parecía como si fuera una estatua de esas de las iglesias, grandes, con la cabeza erguida. Roberto no sabía si era la oscuridad o era el sueño pero era como si la figura de la prima no respirara. “¡Ah, qué la prima!”. Se acomodó sobre su cobija del suelo y en el instante en que cerró los ojos y los volvió a abrir la sala de la hacienda estaba otra vez vacía. Sólo pasaba por ahí el silencio.

Al otro día en el desayuno familiar Roberto se encontró con la prima. Entre las pláticas de las demás visitas con discreción se le acercó y le dijo: “Oye prima qué pasó, te hubieras esperado, nos iban a cachar”. La prima se sorprendió. ¿De qué le estaba hablando? Ella pasó toda la noche en su cuarto, se acostó temprano con su hermana y no se despegó de la cama de la habitación que estaba del otro lado del caserón. A Roberto lo visitó un espanto en la madrugada.

 

3. El tren

Rosa salió de la hacienda con el Secretario y un primo de su esposo Roberto a hacer compras al pueblo. Iban en el único automóvil que había en la Hacienda, de los pocos de la zona, para abastecerse y dar también un paseo. Después de dar la vuelta y antes de que oscureciera decidieron regresar a la casona de Xaltipanapa, cuyas ruinas todavía ennegrecidas aparecen entre los matorrales secos camino a las pirámides de Cantona. Rosa y el primo venían platicando de cualquier cosa, estaban alegres por la visita y las compras. En la Hacienda seguro ya los estaban esperando con la merienda lista. Mientras seguían charlando la luz del día se fue desvaneciendo y la noche, densa, cayó de nueva cuenta. No se veía nada salvo el polvo frente al automóvil de lo poco que alumbraban los faros del coche que manejaba el Secretario, quien al mismo tiempo fumaba lentamente un cigarro tras otro.

Afuera no se escuchaba nada además del aire, siempre frío de noviembre. La tierra seca crujía bajo las llantas y dentro del coche la radionovela que oía con paciencia el Secretario. Poco a poco la charla de Rosa y el primo se apagó y todos en el auto prestaban atención a la radionovela. El camino cruzaba la vía del tren, que estaba ya a pocos metros. Justo antes de cruzar el camino de fierro por el que atravesaban las locomotoras el coche se apagó. Se dejó de escuchar la radionovela, las luces no iluminaron nada y la oscuridad los envolvió a los tres dentro del auto. Nadie dijo nada. Rosa miró nerviosa hacia afuera, hacia la nada llena de noche. Sólo se veía la fresa encendida del cigarro del Secretario que dejó el brazo estático, como esperando sin saber qué.

Después de unos momentos se escuchó un silbido en el horizonte. Se acercó rápido junto con el ruido del vapor y la máquina de un tren acercándose al cruce donde estaba detenido el coche de la Hacienda. De repente se iluminó la vía y apareció la imponente locomotora arrastrando un vagón de pasajeros, surcando la árida noche. El coche no prendía aunque el Secretario intentó en vano girar la llave y pisar para encenderlo antes de que el tren pasara frente a ellos. Por eso se quedaron inmóviles cuando el desfile pasó frente a sus ojos: los pasajeros del vagón eran todos revolucionarios. Hombres y mujeres vestidos como en la época de la revolución, con las balas colgando, las faldas y los sombreros. Pero eran hombres y mujeres sin carne, sólo de hueso, calaveras vivientes aventando tiros al aire y listos para ir a luchar a algún campo de batalla perdido en el mundo de los muertos. Cuando el ferrocarril atravesó la encrucijada, siguió su camino unos metros y se evaporó poco a poco entre la oscuridad, dejando sólo la estela del sonido del vapor de la locomotora. En cuanto se apagó el último rastro de silbido, sólo se oyó un instante de noche. El coche se volvió a prender. La ceniza del cigarro del Secretario cayó sobre su pantalón mientras las voces de la radionovela volvían a tomar el interior del vehículo.

 

4. El fuego en el aire

Un día Rosa salió a pasear después de estar en la Hacienda todo el día. Salió con los familiares de su esposo a un día de campo y aunque se apuraron no pudieron regresar antes de que oscureciera. Ni el automóvil, uno de los pocos que había en las cercanías, pudo lograr que los paseantes le ganaran al telón que cubría el sol cada una de las tardes que pasaban en el caserón cerca de las Pirámides.

Todos iban apretados en el vehículo atravesando los campos desiertos. La conversación era animada pero Rosa no hablaba, estaba cansada y se perdía en el paisaje que cada vez se oscurecía más. Con el ruido del motor empezó a arrullarse y los ojos se le cerraban por momentos entre la plática de los demás y el zumbido de la marcha del vehículo. De repente, un destello la distrajo del sueño. Al fondo de las figuras que se adivinaban como siluetas de árboles torcidos había una luz. Después, nada, sólo la noche. Pensó que no era nada y decidió volver a dormitar cuando de nuevo el destello la atrapó. Volteó y vio ahora con claridad una bola brillante, como de fuego, que salió de arriba del árbol, en medio del cielo. Después apareció otra justo detrás, que brincaba como dando saltos de una a otra de las copas de los árboles. De un momento a otro ya eran tres las esferas en llamas que brincaban por los árboles, desafiando la realidad. Rosa se quedó helada y no alcanzó a avisar a los demás que estaban concentrados en su plática.

El vehículo se desvió a la derecha entre los caminos de tercería y la vista de Rosa se quedó clavada en las esferas que siguieron su camino hacia el lado contrario. Nunca más las volvió a ver.

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Autor Lado B
Aranzazú Ayala Martínez
Periodista en constante formación. Reportera de día, raver de noche. Segundo lugar en categoría Crónica. Premio Cuauhtémoc Moctezuma al Periodismo Puebla 2014. Tercer lugar en el concurso “Género y Justicia” de SCJN, ONU Mujeres y Periodistas de a Pie. Octubre 2014. Segundo lugar Premio Rostros de la Discriminación categoría multimedia 2017. Premio Gabo 2019 por “México, el país de las 2 mil fosas”, con Quinto Elemento Lab. Becaria ICFJ programa de entrenamiento digital 2019. Colaboradora de “A dónde van los desaparecidos”
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