Lado B
La pesadilla (una historia sobre la parálisis del sueño)
A mí, de chico se me subía el muerto. Así decían las abuelas que se decía a esa sensación angustiante cuando a mitad de la noche en la oscuridad del cuarto y del sueño podrías cobrar sentido mientras un peso te oprimía el pecho. A mí nadie me oprimió nunca nada, ni el pecho, ni nada, pero así decían las abuelas que se decía.
Por Ernesto Aroche Aguilar @earoche
30 de octubre, 2015
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Ernesto Aroche Aguilar

@earoche 

A mí, de chico, se me subía el muerto. Así decían las abuelas que se decía a esa sensación angustiante cuando, a mitad de la noche, en la oscuridad del cuarto y del sueño, podías cobrar sentido mientras un peso te oprimía el pecho. A mí nadie me oprimió nunca nada, ni el pecho, ni nada, pero así decían las abuelas que se decía.

Pero dejen me explico. No es que de pronto sintiera esa angustiosa opresión en los sueños. Era algo más tétrico. Me sucedió varias veces, no se cuál fue la peor de todas, pero la que más presente tengo fue la primera.

Nunca he sido alguien de sueño fácil; al contrario, batallo para poder relajar el cuerpo y la mente, para poder perderme en el mundo de Morfeo. Por eso la extraña experiencia por la que pasé debe ser contada desde los minutos previos.

Habré tenido 13 o 14 años. Estaba ya en la secundaria, es decir, ya no era un niño, y el miedo infantil a las sombras y la oscuridad comenzaba a menguar. Pero eso poco importó: el miedo regresó y se instaló ahí por días.

Cuentan que Wes Craven, la mente maestra tras el hombre de las garras de metal y el suéter a rayas rojo con verde, ideó la historia de las pesadillas de Elm Street luego de leer los casos de unos refugiados camboyanos llegados a Estados Unidos, que comenzaron a dejar de dormir por miedo a las pesadillas que los atormentaban de manera recurrente. Varios de los refugiados terminaron muriendo en sus propios sueños. Los médicos le llamaron a este fenómeno “El síndrome de la muerte asiática”.

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Mi historia, que por obvias razones está lejos de un final tan trágico, igual fue un asunto recurrente que a ratos me hacía temer al sueño, y no en pocas ocasiones alargué tanto como me fue posible la hora de dormir.

En el primer arco argumental de Sadman, el cómic que le dio estatus de autor de culto a Neil Gaiman, Morfeo decide castigar al hijo de Roderick Burgess, el hombre que lo mantuvo cautivo por cerca de 70 años con la pesadilla del eterno despertar. Un angustiante castigo en donde el sujeto que se resistió a liberar a Morfeo pensando que, a diferencia de su padre, él sí podría obtener el poder del eterno a fuerza de mantenerlo encerrado en una prisión de cristal y privado de sus objetos de poder –su yelmo, el interminable saco de las arenas del sueño, y su rubí– despierta una y otra y toda vez sólo para darse cuenta de que la pesadilla no ha terminado. Como un “Inception” en un loop infinito.

A mis 13 o 14 años estaba lejos del eterno despertar, pero sí atrapado en un sueño donde el miedo me mantenía congelado.

Pero la sombra no quedó ahí, comenzó a acercase a mi cama, la vi cruzar el umbral de la puerta y de nuevo los golpes de sangre en la sienes, el nivel de terror se elevó y el forcejeo contra esa fuerza que me impedía moverme se incrementó.

Pero vamos al principio. Esa noche –una cualquiera pues no recuerdo en qué mes en particular fue–, a diferencia de otras, la llegada del sueño fue rápida: un sopor me invadió y todo se fue difuminando. Lo siguiente que recuerdo es abrir los ojos en la oscuridad del cuarto, me vi acostado, ahí estaban mis pies envueltos en las sábanas. A un costado podía ver el librero y al fondo el ropero de las puertas blancas. Justo al finalizar ese largo ropero, la puerta entreabierta de una sombra que sigilosa me miraba. Mi primera reacción fue de sobresalto, la sombra estaba inmóvil pero no parecía un efecto óptico, pues alcanzaba a vérsele volumen a la sombra. En sueños cerré los ojos esperando que al abrirlos ya no estuviera ahí. Pero ahí seguía. Era una sombra a medias, podía distinguir la cabeza y parte del tronco, como si estuviera asomándose aprovechando la puerta entornada. No estaba seguro, pero creía recordar que no había cerrado la puerta al dormir. En ese momento todo era posible, pues había caído dormido en medio del sopor.

Al no haber movimiento en la sombra, trataba de ignorarla, hacer que dormía hasta que se aburriera y se fuera. De pronto, una certeza me heló las venas, la sombra sonreía. Fue una certeza que me disparó la sangre del corazón a la cabeza –sentía los golpes en las sienes– pues difícilmente en medio de la oscuridad del cuarto podría definir rasgos en la sombra.

Decidí romper con la ilusión de que dormía pues tenía la sensación clara de que, fuera lo que fuera, eso que me espiaba sonreía socarronamente y sabía de mi treta infantil. Pero fue inútil, mi cuerpo estaba inmóvil, sujeto por una fuerza extraña y externa que me impedía cambiar de posición o emitir sonido alguno. No era exactamente un eterno despertar pero sí la angustia de saberme atrapado en un sueño que no sabía que era sueño pues todo eran tan real. El cuarto lucía justo como era mi cuarto: no había nada que me llevara a pensar que estaba en el mundo onírico y no inmovilizado a mi cama con una sombra a unos metros que sonreía al mirarme.

Pero la sombra no se quedó ahí, comenzó a acercase a mi cama, la vi cruzar el umbral de la puerta y de nuevo los golpes de sangre en la sienes. El nivel de terror se elevó y el forcejeo contra esa fuerza que me impedía moverme se incrementó.

De golpe, abrí los ojos, agitado pero sin gritos a pesar de que en el sueño habría logrado romper con esa fuerza que me atenazaba la garganta, una fuerza que parecía interna pues no era un ahogo natural sino que mis cuerdas vocales estaban congeladas, inmóviles a pesar de la desesperación.

Me levanté a medio cuerpo de la cama, la oscuridad no era total, una línea de luz, débil por la distancia, se colaba por la cortina. La puerta estaba entornada pero no estaba la sombra. Prendí el foco. Después la tele. Esa noche no logré volver a dormir hasta muy entrada la madrugada.

Se te subió el muerto, me dijeron mis amigos de la colonia a los que les conté la historia. Así dicen que se dice las abuelas y así repetíamos en la calle, antes de jugar futbol.

Hoy sé que se llama parálisis del sueño.

Y lo sé porque hace unos días vi en uno de esos canales de streaming televisivo un documental sobre el tema llamado “The Nigthmare”, que aborda el problema de la parálisis del sueño que enfrenta poco menos del 4 por ciento de la población mundial.

En el documental, dirigido por Rodney Ascher, las historias que se cuentan no son de una sola noche, son situaciones recurrentes que no sólo tienen que ver con la parálisis corporal sino con el acoso de sombras que se filtran a los cuartos de hombres y mujeres. Algunos más extremos que otros.

Lo mío no fue cosa de una noche, se volvió recurrente por un tiempo, y el primer indicio de que sucedería era esa somnolencia que me atrapaba a pesar de mis esfuerzos de mantenerme despierto. Luego dejó de suceder.

Algunos años después volvió a pasar, ya sin las sombras, pero sí con esa imposibilidad de moverse en el sueño a pesar de la angustia por romper la inmovilidad, hasta que el cuerpo se me agita y despierto con los ojos abiertos esperando no encontrar, de nuevo, una sombra en el quicio de la puerta.

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Autor Lado B
Ernesto Aroche Aguilar
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