Lado B
AL MEDIO TIEMPO, LAS FLORES
Eloísa Nava
Por Lado B @ladobemx
17 de abril, 2015
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Eloísa Nava

@elo_nava

 

Me desperté con ganas de chingar. Así de simple. El mal humor, a primera hora de la mañana, era como una agrura. No te resultará extraño, entonces, que soltar quejas haya sido lo primero que hice al bajarme de la cama ni que después de ver el reloj me subiera por la garganta el ácido de los reclamos: ¿por qué no te despiertas más temprano?, ¿por qué no tienes una rutina como la gente, exigente de sí misma, la tiene?, ¿por qué te da flojera hasta prepararte el desayuno? Me desagrada la leche sola, lo sabes, pero no encontré otro remedio que servirme un vaso y beber la mitad de un jalón. Apenas sentí alivio, cuando empecé de nuevo: ¿por qué no te la tomas? ¡Todo dejándolo a medias! Ahí me eché unas risas, Gonzalo. Aparté el vaso y, como en revancha, mordisqueé una manzana y la regresé al frutero. Sólo tú sabes qué tan jodona puedo ser. La agarré contra mí, a falta tuya.

Claro que te echo de menos, en especial dormir a tu lado. Aunque estoy feliz de saber que te han renovado el contrato y que vendrás a México en septiembre. No te lo había dicho: dejé el departamento. Lo siento. A veces temo tanto fallarte. Me mudé con mis padres. Pagué la deuda de la universidad con el dinero que me has enviado y sobró para la mudanza. Preferí eso a seguir pagando la renta. Por favor, no me digas nada. Bastante tengo con mis autoreproches. No sé bien cómo explicarlo, Gonzalo; los reclamos me procuran un placer oscuro. Desde temprano estoy con el jueguito, y no te creas: se agota rápido. He sido capaz de dosificar estos “placeres” y todo el día me he dedicado a ello, enviciada.

Sabes, abrieron una florería a cinco o seis casas de la de mis padres. A ti te agradaría la fachada por sus grafitis; no han faltado las personas que como tú se detienen a observar los rayones y luego entran al negocio. Atiende una señora de muy mala cara, pero si la llegas a tratar y si le simpatizas, te puede mostrar el pequeño jardín que hay en la trastienda: una especie de edén en el que abundan tus gerberas favoritas, las amarillas. Al final, ¿le pusiste café a las plantas? El gato de tu roomie, ¿ya no da la lata? Me quedé con la duda.

Acá el tiempo transcurre al modo de mis padres. Comemos siempre antes de las dos de la tarde. Al mercado vamos los lunes y sólo los lunes. Los jueves hay reuniones en casa con sus amigos, todos jubilados. En la noche no le doy cuentas a nadie. Por eso aprovecho ahorita para escribirte. Ha sido difícil convivir con mi madre: no me deja, oigo su clac-clac-clac detrás de mí, me sigue a todas partes. Y no te imaginas: está más ahorradora. Ahorra en todo, menos en las horas que gasta en echarse una pestaña. A propósito de ella, ¿puedes creer que te mencionó con nostalgia? ¡Uy! Antes de olvidarlo: me marcó tu hermana y nos citamos en Coyoacán, pero no llegó. La oí triste. ¿Qué sabes de ella? Te decía: el caso es que se me cayó un dinero de camino al mercado. Al querer pagar, mi madre dijo que tú te hubieras dado cuenta en el acto y me habrías ahorrado tal tontería. Utilizó la palabra “ahorrar”, ya lo ves. Como papá no la apoyó, se hizo el loco, ella nos dejó de hablar a los dos. No le he dicho que nos escribimos porque volverá a joder con que no te deje ir, que a ver cuándo me caso contigo. Tampoco sabe que ahora voy a terapia.

Conocí a Raquel, amiga de papá y mi “psicóloga”, en una de las reuniones de jubilados. En cuanto hablé con ella, hicimos clic. Me contó que no hallaba en qué ocuparse, por lo cual decidió inscribirse a la universidad, cursar una licenciatura en línea y además abrir la florería. Sí, ella es la señora de la mala cara. Ahí me surgió la idea de la terapia; un impulso apoyado sólo por papá, porque mi madre me hizo un gesto con la mano, bajo la mesa a la que estábamos sentados, para recordarme que no teníamos dinero. Por cierto, ¿qué pasó con la hipoteca de tus padres? ¿No será por eso que tu hermana está triste? Aquel jueves no saqué consulta ni nada, para no alterar a mi madre. Apenas hoy fui a buscar a Raquel a la florería. Hace unas horas le contaba a ella que tenía “ganas” de estar enferma. Despreocúpate. No tengo nada grave, ya ves que tiendo a la ridiculez. Asumirás también, estoy segura, que acudí a la sesión sólo porque papá lo aprobó. Pues no, fue mera curiosidad. Tú tienes algo de culpa de que yo me sincerara con Raquel por las historias que me contaste sobre cómo hacías padecer a tus “coco-especialistas”.

Le pregunté a Raquel si cerraría el negocio mientras charlábamos, pero contestó que a esa hora no había mucha clientela. Quise huir, Gonzalo. Tú, ¿cómo te sentiste en tu primera consulta? Eso nunca lo platicamos. Raquel fue muy amable. Sonriente. Pidió que le contará de mi día, en general. “Verás, Raquel, lo que pasa es que amanecí con ganas de chingar. Y la gente así no tiene suerte. Ni una pizca. Sin ir muy lejos, hace un rato se me perdió un dinero. De la mano al asfalto, cerca de seiscientos pesos. No pude pagar en el mercado y, lo siento, me quedé sin centavo para esta sesión”. Ahí arqueó las cejas la muy embustera; menos amable, me aseguró que ella se arreglaría con papá. “No hay problema”, dijo. Repitió la frase como si me acariciara la cabeza y yo fuese una niña que se avergüenza por haber mojado la cama. “No hay problema”. Sentí rabia, rabia de no tener dinero. Encima estaba incómoda, sentada en un banco alto, de esos sin respaldo, como los que nos quería vender el amigo tuyo ese, según para que nos hicieran juego con la alfombra del departamento, ¿recuerdas?

Estaba con los nervios a tope, Gonzalo. Ella trajo a la mesa, que nos separaba, un bonche de flores y lazos variopintos y me animó a ayudarle. “Esto es a lo que me refería, le dije. No estoy de suerte. Mira cómo se me desbarata esto”, y le mostré las flores que tenía entre las manos. Ella me escuchaba, no diría lo contrario; sin embargo, me ponía tensa que tuviera que armar ramilletes en ese preciso momento. “Tranquila, hazlos como quieras”, me calmó. Lo cierto es que al segundo ramillete dejé de lidiar con los lazos, pero fingí que no me salían. “Ahora mismo no puedo hacer mucho. Debo juntar dinero para mudarme. Mi papá debió contarte algo. Seguro se ha quejado de mí contigo”. Ella trató de mantener el rostro frío, pero vi claramente cómo le venía una carcajada profunda y roja, tan roja como los claveles que tenía yo a un costado. “Se quedó en casa, viendo la final de la Champions”. “Te mandó saludos”, le mentí. Raquel agradeció y me pidió continuar.

“El asunto es… después del doctorado no hay mucho por delante, ¿no? Verás, Raquel, me gradué con honores y no encuentro trabajo. ¿No es una chingadera eso? Bueno, en este instante, digamos que estoy en medio tiempo, así como en los partidos de futbol”. Seguía atenta a mi monólogo. “¿Prefieres que te llame de usted? Si te sientes más cómoda, puedo hacerlo”, le cambié el tema, como para provocarla. Se puso de pie y dio unos pasos hasta tener de frente el armario, del cual extrajo una canasta que luego colocó en otro banco alto y próximo a la mesa en la que estábamos nosotras. “Raquel está bien, gracias”, me lo dijo tranquila, mientras ponía los ramilletes, los míos y los suyos, en la canasta y tomaba asiento. “No voy a cansarte demasiado. Aunque tú debes tener más paciencia que yo, claro. Quizá seas tú la que me agote primero a mí”. Solté las risas y ella, más por cortesía que por otra cosa, me correspondió.

Antes de continuar con los ramilletes, se me quedó mirando con cierto brillo maternal o con malicia, no supe bien, y me cuestionó: “¿Cómo le haces con tus gastos?”. Le conté de ti. “No todo va mal en este medio tiempo. Tardaré poco en sobreponerme económicamente. Gonzalo, mi ex pareja, todavía me ayuda. Nos queremos mucho”. Y sabes qué me respondió, la muy cabrona: “Entonces, ¿por qué están separados?”. Le contesté la verdad: “Él se fue por trabajo. Es algo temporal. Nos escribimos y hablamos a menudo. Yo respeto su espacio y él el mío”. No le dije más, Gonzalo; ya sabes, la gente no suele entender nuestra relación. Te confieso que su pregunta me dio temor. Es tonto, lo sé. Dime, volveremos a estar juntos, ¿verdad? Mejor le di la vuelta. “Me esfuerzo en la búsqueda de empleo. De verdad lo hago. Y con lo demás igual. Hoy llevo todo el día enferma y, mira, ni lo parece”. Ahí la vi poner bastante atención, porque sus manos se andaban con más tiento, pausaba las yemas entre pétalos. Sin ahondar, dio por hecho que yo había acudido al médico y me preguntó sobre el diagnostico. “No, esto no es de médicos”, le aseguré. Frunció el ceño y me vi en la necesidad de explicarle que soy algo exagerada y a veces digo enferma por ansiosa o enferma por triste o enferma por exceso de alegría, que era el caso. Raquel sonrió, entonces creí que no me había equivocado, que recurrir a ella había sido un acierto. ¿Te ha pasado? Por decir, ¿tuviste esa sensación o alguna similar al terminar nosotros? No vayas a malinterpretarme, por favor. A mí sí me pasó. Me sentí aliviada, casi contenta. Hablamos de esto a detalle, si quieres, en septiembre te termino de contar.

Raquel me ayudó con mis ramilletes. Al final, logré desesperarla. No parece de la edad de mis padres. Se ve más joven. Se mueve más rápido. Hacía tan bien y tan a prisa los ramilletes que solté los lazos, dejé las flores y sencillamente seguí hablando: “Como te dije, amanecí con ganas de chingar. Lo peor es que la agarré contra mí. Desde temprano no dejo de reprocharme cosas y eso me causa una alegría diminuta, pero al fin alegría. El tema del dinero, por ejemplo. Mi madre se mostró afectada porque lo perdí. Y yo, aunque con franco arrepentimiento del incidente, estaba bailando de alegría por dentro; lo hacía como una chiquilla cuando, ¡por Dios!, soy un adulto. Y bailaba porque los reproches que me recetaba sabían a dicha. También me complacía el hecho de no poder gastar ese dinero en lo que mi papá hubiera querido que lo gastase, como en pagar esta sesión. No te ofendas. Nunca he creído en la psicología, es una debilidad que tengo. En fin. No me quise librar de ti, ya ves.” Me volví a reír, pero esta vez Raquel no me acompañó.

Qué poco humor el de esta “psicóloga”, Gonzalo. Total, que ultimé el asunto de las “ganas” de estar enferma: “A mi madre la quiero, claro. No tengo nada contra ella, sino contra mí. Es este brote de energía, estas ganas de chingar que buscan escaparse de mis manos, lo que me tiene contenta, lo que me reconcilia con la vida, y así es difícil dejar los autoreproches o controlar las ganas de extender el buen ánimo. Es algo que envicia, me refiero a la felicidad. Y veo que por el momento esta es la única manera de serlo. Querer enfermar significa un avance para mí, no te imaginas, a comparación del año pasado, que terminé con Gonzalo, de la indiferencia que me provocaba cualquier cosa. Y digo querer porque dime, Raquel, quién si no desea gastarse los años con una sonrisa de oreja a oreja, con tardes de júbilo”. Asintió con la cabeza. Terminó de amarrar el hilo blanco a los tallos verdes. Me pidió que la acompañara a la trastienda.

En el camino iba haciendo el nudo para dejar listo el ramillete; incluso fantaseé con que podía regalármelo. Ahí fue cuando me mostró el jardín y vi las gerberas amarillas que tanto te gustan. Me sorprende cómo algunas personas tienen el don para cultivar en su casa un breve paraíso, una constancia de que la luz se trasmina hasta las raíces de los cuerpos más nobles. “Las flores también enferman de alegría, y les anda por marchitarse”, lo dijo con tal delicadeza que me estremecí, Gonzalo, como si sus palabras fueran un soplo tibio y yo un diente de león disperso en el aire. Extendió el ramillete y cuando yo lo tomé, agregó: “Dáselo a tu padre. Nos vemos el otro lunes, ¿te parece? Me dio mucho gusto hablar contigo. Ahora me toca atender a otros clientes”. Ofrecí disculpas por presentarme con tan mal humor y partí como la clienta insatisfecha en la que me había convertido. Ya en casa, vinieron los reproches, el jardín que desde hoy riego y cuido para ser feliz. A mí se me da bien la maleza, Gonzalo. Creo que ese es mi don.

 

Eloísa Nava (Ciudad de México, 1985). Egresada de la Universidad Complutense de Madrid. Colaboradora en las editoriales Alfaguara, Taurus y Beringia. Sus cuentos y artículos han sido publicados en las revistas AppétitCatadoresOpción y Logógrafo. Sin residencia fija, pasa temporadas en España y México. 

 

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