Lado B
El vecino musulmán
Construir una mezquita es una prueba de fe. A quien edifica una aquí en el mundo, Dios le construye otra en el más allá. Pero, claro, primero hay que hacerla, ¿no es cierto?
Por Lado B @ladobemx
10 de febrero, 2015
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El cronista Cicco, musulmán desde hace seis años, construyó una mezquita al fondo de su casa en la localidad bonaerense de Lobos. Se la mostró a sus vecinos: ellos siguen diciéndole que es un lindo quincho para comer asados. El intendente la visitó. “¿Se imagina este pueblo sin alcohol, ni drogas, y con niños y grandes yendo a rezar cinco veces al día?”, le preguntó Cicco. En este relato íntimo, el autor narra su experiencia con la mirada de los otros y reflexiona sobre la masacre de Francia. Dolido por las caricaturas, dice, pero más dolido de que en nombre de la religión se fusile gente. 

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Cicco – Andul Wakil | Revista Anfibia

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Desde hace dos años, los vecinos en Lobos, el pueblo de Buenos Aires donde vivo, no paran de elogiar el quincho que estoy construyendo en el jardín de casa con faroles exteriores y ventanas de hierro repartido. Y desde hace dos años, les explico amablemente que esta construcción de 10 x 4, es un lugar de oración, una mezquita. A muchos de ellos, incluso, los invito a pasar, les muestro la qibla -la dirección a Meca hacia la cual, los musulmanes nos inclinamos a orar cinco veces al día- y les voy señalando: “Acá habrá unas alfombras, acá una pequeña biblioteca islámica y acá un lugar para los inciensos”. Los vecinos se muerden el labio, maravillados, elucubran cosas en silencio y cuando los despido, me confiesan: “La verdad che te va a quedar un quincho hermoso”.  

Nadie se extraña si uno invierte ahorros y esfuerzo para construir un templo al asado. Pero si levantás una casa para adorar a Dios, es que estás del tomate. 

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Esa no es la única cosa que tengo que explicar, lo admito. Desde que me inicié en el sufismo, el islam tal como se vivía en sus orígenes, me volví experto en dilucidar malos entendidos. Cada diciembre, les cuento a los niños del barrio que no: tengo barba y gorro, pero no soy Papá Noel, no trabajo para él, y por si fuera poco, aún cuando creemos en Jesús, en el islam no festejamos la navidad. Un mes más tarde, entrado enero, anuncio desde mi bicicleta a los niños de la cuadra que no me bajé de un camello, no vengo con regalos ni soy rey mago. El resto del año, despejo dudas a los vecinos que aún afirman que soy rabino o árabe, o que mi familia es árabe o que tengo una tienda de comida árabe. En fin, les digo y repito que no sé ni cómo hacer una empanada fatay, esas tan ricas.  

Con el tiempo, en el pueblo, me convertí en el referente de los sufis -no porque sea bueno, es porque aún somos pocos-. Tengo un espacio en el diario donde reproduzco cuentos. Dirijo la oración en comunidad de los viernes y a un grupo pequeño donde, cada jueves, al igual que en todo el mundo, ponemos en práctica una sucesión de invocaciones, legado de nuestros maestros, que mueve el polvo de los corazones, sacude la modorra espiritual y te pone online con Dios.

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Construir una mezquita es una prueba de fe. A quien edifica una aquí en el mundo, Dios le construye otra en el más allá. Pero, claro, primero hay que hacerla, ¿no es cierto? Pasamos dos años, con otros sufis -Saleh, Iahia, Salim, Yusuf, Hakim-, levantando paredes, poniendo techos en plena helada, y haciendo cimientos. No hubo una fundación internacional ni un centro islámico allá para sponsorearnos. El sufismo, para decirlo así, es el ala humilde del islam. Nada de petrodólares. 

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Pero, como les decía, construir una mezquita es una prueba de fe. Hay gastos impensados. Sacrificios extras. Tiempos que se posponen. Planes que tirar a la basura. En este caso, tuvimos que voltear dos paredes y rehacerlas porque el albañil las había hecho tan de taquito que se olvidó de ponerlas a plomo, los palos de las esquinas estaban fuera de línea y hubo que replantearlos; el contrapiso estaba tan en desnivel que, más que contrapiso, parecía tobogán de plaza. Para sumar contratiempos, el día de la inauguración, hace poquito nomás, con medio centenar de sufis de visita, cayó granizo -años que no sucedía-, se cortó la luz y nos quedamos sin agua.  

Pero nada como recibir a un sufí. Este camino es un camino de adab, de cortesía, y recibir a un sufi en tu casa es tener alguien siempre dispuesto a ayudar y colaborar en todo. El otro día le contaba a mi mamá: “¿Viste cuando invitás a tus amigos y te vacían la heladera, y te dejan todo hecho un despelote? Acá es al revés: te llenan la heladera y hasta te fregan los pisos del baño”. 

El día de la apertura, ese del granizo, hasta vino Gustavo Sobrero, intendente de Lobos, mi pueblo, un pueblo 99,9% católico. “¿Se imagina -le dije- este pueblo sin alcohol, ni drogas, y con niños y grandes yendo a rezar cinco veces al día?”. No se lo imaginaba. “Así sería este pueblo, si fuera islámico”. A decir verdad, no sólo mi pueblo necesita del islam. No debe haber otro lugar como la Argentina, tan necesitado. Pero bueno, no vamos a ponernos proselitistas. 

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Con esta pinta, cada vez que salgo de casa es una aventura. El otro día fui a comprar silicona a la ferretería y tuve que explicar al empleado la cosmovisión del islam sobre el armaggedon. El hombre preguntó, y yo respondí -por si le interesa, es muy parecido al apocalipsis cristiano, y se viene encima muy pronto. Semanas atrás, cuando fui a reservar peceto para navidad, el carnicero me preguntó cómo es que rezábamos tanto, algo que a simple vista puede parecer un plomo. “Imaginate si cinco veces al día, dejaras todo y te fueras unos minutos al lugar que más te gusta a hacer algo que te da mucho placer. Así se siente uno rezando”, le dije.  

A veces, me descubro explicando a los gauchos que los primeros gauchos eran musulmanes escapados de Europa, haciéndose pasar por cristianos. Y a veces, por la calle cuando me piden una definición islámica sobre el Papa, les digo esta: “El Papa es el más musulmán de los cristianos”. Por ejemplo fue, entre otras cosas, el primero en condenar la usura, una práctica sobre la que el islam se opone y prohíbe. La gente se piensa que hablo en broma. Y a veces lo hago, claro. Si me paran para preguntarme sobre el grupo terrorista Isis y noto cierta malicia de su parte, mi primera respuesta es: “No los conozco, ¿hacen buena música?”. Si insisten y van en serio, hago esta comparación: “Así como hay pedófilos disfrazados de sacerdotes y banqueros codiciosos disfrazados de judíos, también hay criminales disfrazados de musulmanes. No les prestes demasiada atención”.

Cada tanto, sin embargo, me dan ganas de colgar el gorro y quitarme la barba, y volver a ser el de antes. Volver a disfrutar las novelas de Stephen King, de ir a recitales, de mirar chicas. Pero no funciona. Uno, simplemente, no puede parar. Es más fuerte que uno. Sucede como el día en que deja de jugar a los muñecos: toma los Playmobil, los pone uno frente a otro y nada sucede. La chispa ya no está más ahí.   El otro día un viejo amigo me preguntó: “¿Sabés cuál es la nueva moda sexual de los multimillonarios?”. Hizo un silencio intrigante y luego dijo: “Chimpancés. Compran hembras. Las pintan e imaginate el resto”. En otro tiempo, la noticia me hubiese divertido. Hasta podría haberme inspirado una columna. Pero ahora no sabía qué decir. Mi amigo me miró como si me hubiera perdido. Y sí: estoy perdido. 

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Si tengo que contarte las cosas que disfruto hoy en día, pensarías que te tomo el pelo. Parece un mal poema de Becqer. Concluirás, con cierta razón, que dejé la espuma de esta vida y me quedé con el fondo del vaso que nadie quiere. Bueno, esto es lo que piensa mi amigo de los chimpancés.  

A veces me pregunto cómo, yo que me creía tan pillo, pude terminar disfrutando de ver crecer un zapallo coreanito en el fondo de casa y diciendo a mi señora, a viva voz, cosas como estas: “Hoy está más inflado que ayer, ¿no es cierto? ¿Será por la lluvia?”. O reírme a carcajadas de las gallinas ponedoras que crío en el jardín, cuando se disputan una lombriz y una elude a las demás a gran velocidad, el bicho en el pico, y las comparo con las gambetas de Messi en el Barça. Digo yo: ¿No me estaré volviendo idiota? El sufismo es un camino de vuelta. De regreso a tu inocencia. 

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Aún con todas las acusaciones en contra, cómo no enamorarse de esta práctica. El islam es el acto perfecto de rebeldía donde te prometés no inclinarte más ante nadie. Un corte de manga al mundo que ninguna moda pudo capturar aún. Un vuelco existencial que empieza con una palabra punk: No. El no encabeza el testimonio de fe que uno pronuncia tres veces cuando se hace musulmán “No hay dioses sino Dios”. Ser musulmán es una declaración de que uno acepta que todo lo que le llega viene de una misma fuente. No importa qué suceda, siempre el musulmán que realiza el testimonio de fe, ante cada evento, ríe. Sabe que el guión de este mundo está en las mejores manos. No más reproches. No más protestas. No más por qué a mí. Se acabó el azar. Dios no tira los dados. Mueve las piezas de un inmenso ajedrez. 

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Uno salta a este lado del mostrador, se hace musulmán y empieza a ver las cosas de otro modo. Así como los medios pegan islam con terror -recuerde que en el mundo hay más musulmanes que cristianos bautizados, siempre hay loquitos sueltos-, las películas pegan en tu mente la posibilidad de conquista de chicas con la barra del bar. Y tu única chance de soltarte y pasarla bien, te repiten, es si te ponés a beber shots de tequila a la carrera. Ahí sí que la trama se pone interesante.  

Las cosas desde el islam se ven un poco diferentes. Sobre todo los noticieros. Hollywood te instaló la idea para que cada vez que ataquen una ciudad donde la gente tiene barba y habla en árabe no te importe en absoluto. “¿Por qué habría de preocuparme por ellos?”, repetirá tu inconsciente, “son del otro bando. Rambo nunca los quiso”. 

Usted verá en la tele misiles bombardeando colinas y desiertos de Bagdad y Afganistán. Bombazos que caen en rincones míseros y llenos de polvo. Zonas de nadie que ocultan complejos de túneles secretos plagados de mercenarios. Nosotros vemos, en cambio, sitios donde vivían santos destruidos para siempre. Mezquitas irrepetibles transformadas en escombros.

Tumbas de maestros cuyas enseñanzas te volarían la cabeza, borradas de la faz del mapa. 

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Te hacés musulmán y uno se cura de espanto. Una de las últimas veces que fui al cine, ví cómo desde el minuto uno, Samuel L. Jackson torturaba en cámara lenta a uno de esos criminales que se hacen llamar musulmanes y amenazaba con detonar tres bombas nucleares. La trama no estaba mal, lo que ponía los pelos de punta era la saña con que Jackson lo torturaba a lo largo de toda la película, como un comensal que disfruta masticando lentamente cada plato. Por si te quedaba alguna duda de la moraleja: el terrorista era un norteamericano, decía, islamizado.   

Ah, y ahí está “Homeland”, la serie del momento, la historia de un héroe de guerra gringo que, tras muchos años de cautiverio en una nación islámica, regresa al país, rescatado en un mega operativo, y parece que llega tirando para los rivales. Sólo ví el primer capítulo y con eso fue suficiente: sobre el final, ya de vuelta en casa, el protagonista escapa a escondidas al garage, tiende una alfombra en el piso y, mire qué tremendo, se pone a rezar. Hollywood te dice que es cool fumar porro, que tomar cocaína es cosa de rebeldes, que engañar a tu señora está ok, y que ser un viejo verde no representa un problema, te dice que gatillar con ametralladoras en un boliche da como resultado una escena muy coreográfica pero, ojito, no se te vaya a ocurrir ponerte a rezar en árabe. Es un camino de ida. 

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El islam es la única religión que -te dicen los medios y las películas- si la llevás al extremo terminás detonándote en un lugar público. No hay cristianismo extremo. Ni budismo extremo. “Si el petróleo hubiese estado sobre un país budista”, me dijo un sheikh una vez, “hoy ellos serían el demonio”. 

Desde hace 20 años que trabajo en diarios y revistas. Y descubrí algo: si existe una cosa en que los medios del mundo coincidan en atacar, seguramente hallarás ahí escondida una verdad. El sheikh Muhammad Adil, nuestro maestro, un santo que vive en Estambul, no se cansa de repetirlo. “Si quieren saber de qué trata este camino, no se fijen en los musulmanes”, dice, “fíjense en el islam”. Piense si llega un periodista extranjero a hacer un trabajo sobre el peronismo y se enfoca a investigar el gobierno de Menem. Algo así sucede en este caso. Y aún peor. 

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Si conocieras la vida del profeta del islam, no lo podrías creer. Tanto su vida como la de sus compañeros, inspirarían un sinfín de películas de heroísmo y santidad sin precedentes. Hasta el dramaturgo Bernard Shaw lo llamó “el salvador de la humanidad”. Y fue declarado en un estudio encabezado por Michael Hart el hombre más influyente de la historia -detrás quedó Newton, Jesús y Gutenberg-: un huérfano analfabeto que, en medio del desierto y en sólo 23 años, logró instalar la piedra fundamental de una civilización espiritual única. Cuando escucho que el líder de Isis se llama Abu Bakr, como el mejor amigo del profeta y el primero en sucederlo a su muerte, un hombre tan sensible que cada vez que rezaba se ponía a llorar, me parece un mal chiste.  

Por si fuera poco, la realidad histórica indica que nuestro profeta Muhammad -paz y bendiciones- fue, aun en un entorno hostil, un ejemplo de tolerancia y conciliación. No voy a ponerme a relatar aquí todas sus historias, sólo quiero contarte dos: había un vecino judío en Medina que lo hostigaba y complotaba contra él. Un día dejó de aparecer y el profeta preguntó por él.

Cuando se enteró de que había enfermado fue a visitarlo y oró por su recuperación. Te cuento otra: luego de que su pueblo lo expulsara de Meca, torturaran a sus seguidores, y se aliaran para cercarlo y combatirlo -hasta eludió por poco un atentado-, cuando reconquistó su ciudad natal, en lugar de tomar venganza, no desenfundó el arma. Siempre predicó que el islam era el camino del medio. Y el extremismo lo maldijo.

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Es cierto: uno quiere tanto a su profeta, lo honra a tal punto que, de común acuerdo, nos negamos a retratarlo de ningún modo, que cuando llega alguien de afuera y lo parodia, hincha. En tiempos donde todo es imagen, conservar el legado del profeta Muhammad, a salvo de toda caricaturización, es prácticamente imposible.

Sin embargo, condenar a muerte por una caricatura, es llevar el asunto demasiado lejos. En el islam, perdonar es más valioso que tomar revancha. Islam, aunque no lo creas, también significa, en su raíz árabe, paz. Meses atrás, las cien máximas autoridades del islam firmaron un comunicado donde aclaraban que ninguno de esos grupos criminales pertenecía a nuestro camino. ¿Leíste ese comunicado? Ni yo lo ví citado en los medios.  

Más que enojarnos, una caricatura del profeta, nos pone tristes. Imaginate si a la persona que más querés en este mundo, le toman el pelo. Vos sabés lo valiosa que es, la conocés en cada aspecto de su vida, has reconstruido su imagen, su sonrisa, su mirada, su andar pausado, gracias a los relatos que lo sobrevivieron, imaginate si viene gente de afuera y lo toman para la chacota. Duele. Pero que, en nombre de la religión, fusilen gente duele aún más.  

El mundo islámico necesita aprender del aikido, el arte marcial que emplea la energía del rival para batirlo. Mi maestro dice que el aikido fue creado por un santo. No hay peor zancadilla para un bromista, que hacer silencio y dejarlo solo. Dios quiera que los humoristas muestren más respeto, y los que se dicen musulmanes más tolerancia. El día que eso suceda celebraremos el acuerdo de paz con un cordero asado en mi casa. Yo pongo el asador. Eso sí, el quincho se los debo. 

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Autor Lado B
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