Lado B
Mi amado Rogelio
Un cuento de Karen de la Torre
Por Karen De la Torre @
31 de octubre, 2014
Comparte

papel-picado1

Karen de la Torre

@karelampia

-¿En qué piensas?, le pregunté a mi marido.

En nada hija; bueno, ya sabes, pues. Me dijo. Llevaba unos días así, llorón, débil, pensativo, y no era para menos.

Rogelio en realidad no era mi marido, pero yo ya llevaba quince años de ser su mujer. Quince años no son tanto, yo daba todo por él, me enfrenté a todo por él y lo seguiré haciendo.

El primer enfrentamiento que tuve fue con su esposa, era una señora muy horrible y no hablo de que si estuviera chula o no, hablo de que era una bruta-grosera-arpía. Pobre de Rogelio, él tan buen-hombre-trabajador, desde siempre. No me voy a meter en detalles, no me gustan los chismes; lo que se debe saber de esto es que el amor triunfó y Rogelio se vino a vivir a mi casa, así yo formé el nidito romántico que siempre quise tener, bueno, siempre desde que vi por primera vez a Rogelio, tan guapo y alto, y fornido y tan simpático.

Lo conocí cuando tenía 9 años, él ya estaba casado, para mí era todo un ejemplo de varón y me parecía un vil pecado siquiera fantasear que me casaba con él, por aquello de su asunto terrible: su estado civil. Bueno, está bien, soltaré un par de detalles nada más para que no se piensen bajezas de mi persona: La mujer de Rogelio no lo atendía, siempre andaba en la calle, si no era en casa de su mamá, era en casa de sus hermanas y sino, en la estación de radio haciendo bromitas estúpidas a los del municipio: de muertes inexistentes, ataques de guerrilleros y declaraciones de amor ¡Estaba loca!

Rogelio se casó con ella porque le hizo un favor a su papá de ella. La verdad que la locura de esta mujer, de quien hablo, fue en incremento y de pronto quería que Rogelio se quedara con ella todo el día dentro de su casa, de su cama y sin bañarse y sin desayunar. Rogelio, como siempre ha sido tan bueno, no quería contradecirla para que no se pusiera fúrica y le afectara más su “cabecita loca”, como le decía de cariño. Yo afortunadamente llegué a su casa porque me dijo su mamá de ella, que les hiciera los trabajos domésticos y ahí me di cuenta de los infortunios maritales de mi Roge.

Pese a lo que se piense, yo ya en esos días era toda una mujer madura, a mis 20 años. Lo salvé, pues, es lo que se tiene que saber. Lo salvé un día que me agarré a greñazos con la mujer ésta. Me costó mucho tirarle los perros a mi hombre. Interna y externamente tuve que trabajarlo bien.

Los siguientes enfrentamientos fueron todos variados, me enfrenté con sus padres porque se oponían a nuestra relación; me enfrenté con los de la tienda de la esquina porque no querían fiarnos más durante una temporada extremadamente difícil y cómo olvidarlo, me enfrenté con los del Ayuntamiento para que nos dejaran en paz a nosotros y a nuestro puesto de tamales afuera del Hospital regional.

Yo nunca temí enfrentarme contra alguien por ese, mi Roge, mi, mi, mío, mío, y hasta suspiro cuando lo digo. Como a él no le servía su función de perpetuador de la especie, pues yo feliz, gozándolo a él nomás, y así, desde hace 15 años había sido. Muy feliz, la verdad. La cosa es que de pronto nuestra casa comenzó a tener una visita recurrente, y ¡ahí sí! hasta me temblaron las piernitas para encarar el asunto.

Cuando niña, ya mi tía me había asustado con el mitote aquel de que en el municipio cada determinado tiempo se aparecía una dama muy guapa, y, celosa de las parejas extremadamente felices -como mi Roge y yo-, la vieja ésta, pues, se dedicaba a separar los matrimonios. Los concubinatos también, luego comprobé.

Me acuerdo bien que la primera vez que la vi ahí afuera de la casa, parada frente a la puerta, me echó una mirada que me heló hasta los pelos de los oídos. Pues sí, era muy guapa y sofisticada, pero era oscura, así, oscura, oscura. Yo con todo y ñáñaras me acerqué, andaba muy cargada de pan dulce, para el desayuno, no sabía si dejar las bolsas en el suelo o seguirlas cargando, me puso muy nerviosa.

¿Se le ofrece algo?, Le pregunté de la forma más imponente y segura que pude para mi condición de querer correr casa adentro y ponerle tracas a la puerta.

Vengo por Rogelio Torres, me respondió.

Ilustración: Mariana Rodríguez Fernández

Ilustración: Mariana Rodríguez Fernández

La muy perra agarró paso tras decirme eso. ¿Qué se suponía que haría yo?, por mi mente pasaron muchas cosas y comencé a dudar de una infidelidad de Rogelio. Entré a la casa y él no estaba, todos los días a esa hora, se encontraba trabajando el huertito que teníamos en el cerro. Menos mal no me lo encontré adentro porque seguro que le hubiera armado un señor pancho. Cuando Rogelio llegó, a la hora de comer, le conté. Él reaccionó como reaccionan los que no saben nada, entre sorprendido y desconcertado, entonces le creí cuando me dijo que yo era la única.

La siguiente vez que la vi ¡Me sacó tremendo susto!, yo estaba sacudiendo la casa, y ya seguían las cortinas, así que las jalé para bajarlas de los ganchos y ahí, en la ventana empañada por el frío y la humedad, estaba su flaco rostro decrépito. Pegué el grito en el cielo y ella sonrió, y se fue. No pues, yo me quedé temblando, apenas a la media hora, yo creo, me hice mi té de tila.

Le exigí explicaciones a Rogelio, pero Rogelio me juró y perjuró que nunca la había visto y que de hecho no conocía a ninguna mujer con aspecto cadavérico y evidentemente cabaretera.

Ya para la siguiente vez que se apareció esta señora, fue a solas con Rogelio, yo no estuve presente ni nada, pero él me contó que de alguna forma entró a la casa, y él creyendo que era yo, le gritó desde la ducha que se estaba bañando y ella entró hasta allá. Mi pobre Rogelio pensando que era yo hasta sonrió cuando escuchó abrir la puerta del baño, pero qué tal corrió cuando vio a esa tilica. Al menos eso fue lo que me dijo.

Estábamos muy asustados y le llamé a mi tía para que me contara más de esta mujer. Mi tía sonó muy preocupada al teléfono y pronto vino a visitarnos con un montón de chucherías para colocar por toda la casa “con esto la dama ya no se podrá meter”.

Esa noche, cuando estábamos tratando de desvelarnos con una serie de besos largos y entregados, escuchamos un grito seco, horrible, no sé cómo describirlo. Después del grito vinieron pasos en la azotea. El sonido se replicaba en distintos puntos del tejaban, Rogelio sacó la escopeta y sin importar los estragos tiró hacia el cielo y por un momento no hubo más que silencio. En seguida del silencio imperó el desmadre, cayeron a nuestros pies unas cuantas tejas y ahora parecía que quien estaba en la azotea corría y hasta brincaba.

Por un hoyo en el techo se asomó la mujer de nuestros tormentos y bajó una mano tratando de alcanzar a Rogelio. Rogelio y yo nos aventamos pecho-tierra y la mujer gritaba y gritaba como si algo le quemara. Le alcanzó a tocar la cabeza a Rogelio y se fue.

Desde ahí Rogelio comenzó con molestias y dolores, me lloraba cada que tenía oportunidad y me decía que tenía miedo de vivir por la eternidad con esta señora. Yo le acariciaba su frente y lo besaba. Cuando se quedaba muy calladito le hacía plática.

[quote_left]Le exigí explicaciones a Rogelio, pero Rogelio me juró y perjuró que nunca la había visto y que de hecho no conocía a ninguna mujer con aspecto cadavérico y evidentemente cabaretera.[/quote_left]

¿En qué piensas?, le preguntaba, temiendo la respuesta que siempre era la misma. Pobre de mi Roge, no dejaba de pensar en la mujer. A mí me partió el corazón y le hice la promesa de que no permitiría que absolutamente nadie lo apartara de mi lado.

Estaba decidida, llamé a mi tía para que viniera a quedarse en casa y me ayudara a espantar a la tal dama. Ella vino y las dos comenzamos a hacer guardias. Rogelio cada vez estaba más débil, mi tía dijo que la vieja tilica, vendría sólo para llevárselo. Yo no lo iba a permitir.

Una noche de fiebre, cuando Rogelio se encontró atrapado en una serie de pesadillas que lo hacían gritar y aferrarse a mis flácidos brazos, se volvió a aparecer la dama en mi casa. No obstante de las chucherías y bendiciones de mi tía, la mujer estaba al filo de la cama, yo me paré y la encaré. No pude más, solté en llanto y le supliqué que dejara en paz a Rogelio, le dije que nosotros no le hacíamos mal a nadie, que nos amábamos y que al menos un tiempo de nuestras vidas merecíamos ser felices juntos. Le reproché que no era justo que apareciera justo cuando sus papás nos habían dejado en paz y justo cuando ya sentíamos que habíamos superado todos los obstáculos.

La mujer me tomó las manos y yo me incorporé para verle por última vez su rostro tan huesudo y me sonrió. Prueba fehaciente de benevolencia, yo pensé y me puse feliz, le agradecí y ella dio la media vuelta y se fue.

Escuché a mis espaldas un suspiro de Rogelio, cuando volteé a verlo supe que ya estaba muerto. Lo que le dije a la pinche vieja esa, fueron todas palabras al vacío. Sólo me queda una duda, y es precisamente el motivo por el que me atrevo a contar esta historia: por más que lo pienso y lo pienso, no encuentro una respuesta, si alguien me dijera, si alguien pudiera orientarme; sólo necesito saber ¿Cómo tendré que hacer para reunirme con él?, digo, ¿hasta  dónde tengo que viajar cuando yo muera?

Calaveras2

Comparte
Autor Lado B
Karen De la Torre
Suscripcion