Lado B
El fin de la guerra
 
Por Lado B @ladobemx
31 de octubre, 2014
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Emilio Coca

Después de un tiempo el viejo regresaba a su hogar. Había olvidado el cálido ambiente de aquellas habitaciones, el tacto de su cama y el abrazo del silencio que rodeaba el edificio. Sólo recordaba las sábanas, la ropa, los pasillos blancos e inmaculados que lo habían habitado durante días.

Fue directo a su cava, tomó un vaso, sirvió un poco de absenta en el pequeño vaso despostillado. Se dirigió a una silla de madera desgastada y vieja, colocada frente un escritorio ocupado por una máquina de escribir plagada de óxido, con espacios oscuros donde antes hubo teclas. La observaba fijamente mientras daba sorbos a su vaso.

-Es hora de regresar a la vida ¿no es así querida amiga?

Continuaba sentado y bebiendo. Todo parecía estar exactamente en el mismo lugar de siempre, salvo el polvo que cubría las hojas de papel amarillento, nada cambiaba el escenario conocido. Agarró una hoja y la colocó en la máquina.

“Aún no estoy listo para decirle adiós a las armas, mi mente me exige continuar mi viaje, recordar a mis camaradas, verlos otra vez, platicar de las aventuras que pasamos, beber con ellos por última ocasión. Sí, sería lo ideal; pero todos han muerto…”

Arrancó la hoja, la arrugó y la aventó al piso. Subió a su cuarto, se quitó los zapatos, se recostó. Nada sonaba en aquella habitación. Él veía la oscuridad que lo rodeaba como abrazándolo; como resguardado por la intriga de no saber que había a su alrededor.

-Conejito ¿dónde estás? -, dijo con la voz entrecortada mientras restregaba sus ojos con los puños. -Espero no me hayas acompañado estos últimos días. ¡Por dios, ha sido horrible estar allí dentro! Espero que te encuentres mejor, donde quiera que te encuentres. Ojalá estuvieras aquí, ojalá pudiera sentir una vez más tu cabello, tu piel, tus labios. -Sus manos temblaban, se movían sin sentido, sudaban, se enredaban entre la ropa de cama.

-La extrañas, ¿no es así? De hecho extrañas a todos ellos, incluso te extrañas a ti mismo; pero recuerda aquellas hazañas durante la guerra, recuerda los disparos, las misiones, las mujeres.

-¿Quién eres?

-Acaso no eres el hombre de grandes batallas, el don Juan, el héroe sin miedo.

-Tú buscas un héroe; pero los héroes nunca sobreviven. ¿Los extraño? Sí, los extraño, pero aún los recuerdo, recuerdo a todos mis amigos. Algunos no conocían lo bueno de la vida, no tenían una esposa, un hijo que los acompañara durante la mañana, que los abrazara por las noches. Eran jóvenes, aún los sueño, los recuerdo tal y como eran. No los he vuelto a ver, algunos murieron y nadie piensa en ellos, ninguna calle, ninguna placa, ningún reconocimiento, sólo un minúsculo espacio en mi mente.

-Yo puedo ayudarte, sólo debes venir unos momentos. Te reuniré con ellos. Sólo sigue mi voz.

Sus ojos se llenaron de lágrimas, se movían de un lado a otro, intentaban localizar la fuente de aquella voz. No había nada. Se puso de pie, caminó hasta el baño. Prendió la luz. Miró al espejo, ahí estaba él, con la barba crecida, su rostro dividido, partido como los gajos de mandarina, su pelo gris, decolorado y sus labios secos, rotos. Deslizaba sus manos por el espejo, se contraían al tacto frío. Sin embargo, le reconfortaba no sentir su piel.

-Ese eres tú; no hay marcha atrás. Ven unos segundos, recordemos las viejas épocas. Olvida ese tiempo en el hospital.

-En ese hospital deseaba mi muerte, que un enfermero me envenenara, que me asesinara, como en la guerra, en los hospitales la gente va a morir. Necesito un favor, sólo uno.

-Dime.

-Hace mucho tiempo que no abrazo a nadie. – Esperó, deseó sentir el tacto de aquel ser que le hablaba. Se quedó de pie unos segundos, prendió las luces; pero todo estaba deshabitado. Solamente su cama y sus libreros. Decidió dormir, olvidar lo que pasaba.

Ilustración: Mariana Rodríguez Fernández

Ilustración: Mariana Rodríguez Fernández

-No cabe duda que eres los restos de un hombre. Estás deshecho; ya no eres más que un cobarde.

-Sal ahora mismo, te demostraré lo contrario. -Alzó la voz, colocó sus puños a la altura de su pecho.

-Acaso crees que no te he observado. Estaba en lo correcto, no eres más que un viejo decrepito que echa de menos el pasado, que inventó historias para poder regodearse de logros que nunca tuvo. -El viejo se paró, corrió hasta la sala.

Ahí estaba, colgado en el muro, su rifle con el que había cazado tigres y elefantes en África, protegido su vida en diferentes campos de batalla, el arma que su abuelo dio a su padre y su padre a él, un arma antigua, magullada, despostillada.

-¡Muéstrate maldito! Veremos quién es el cobarde. ¡Sal!

Nada se movía, todo se encontraba en su lugar. Sólo silencio, sin pasos, ni suspiros, únicamente él parado frente a la chimenea, frente los huesos de un enorme pez que apuntaba con su pico a la máquina de escribir.

-Solías llamarme hermano, me seguiste con valentía y determinación durante horas,  ahora mírate, unos cuantos segundos y ya estas al borde del colapso, ¿qué te ha pasado? El hospital te debilitó, soportaste la muerte del viejo, la de Catherine, la desaparición de tus amigos durante la guerra y ahora no aguantas verme de frente.

-¡Calla!

-Quizá sea hora de que veas el final de la guerra, de que tu fusil sea disparado por última vez ¿No crees?

-¡Aléjate!

-Por dios, somos hermanos, la sangre que recorre tus venas es la que mancha mi cuerpo ¿Acaso no recuerdas esos viajes? ¿Acaso has olvidado a las mujeres que conquistamos? ¿Las historias que escribimos? Me has visto todas las noches, has pensado en mí y ahora ¿qué? ¿Sólo soy un adorno?

-No verlos no significa que los he olvidado. Pero tú, tú no eres nada, simplemente un producto de mi imaginación. Necesito sacarte de aquí, es hora de que invadas la casa, los muros, la mente de otra persona.

El anciano arrancó aquel cuadro de la pared. Se alejó de la chimenea, se detuvo en la entrada, dejó de observar el piso de su hogar y miró la calle, completamente iluminada por la luz de aquel astro que resplandecía en lo más alto del cielo.

-Sabes que nunca nos distanciaremos, tal vez invada la mente de otro ser, pero nunca estaremos alejados. Ahora eres un cobarde que teme volver a ser lo que alguna vez fue. Abandona lo que quieras pero sólo cuando tengas el valor de acudir a mí, volverás a ver a todos aquellos seres que extrañas.

El cadáver del pez salió despedido de la casa; al caer en el suelo se partió en pedazos que se dispersaron por todo el patio. El viejo por su cuenta cerró la puerta, tomó asiento en un pequeño sillón que se encontraba en su sala. El silencio regresó.

-Por dios, como extraño a ese pequeño, ¿cómo pude dejarlo en ese lugar? Ahora necesito su fuerza. Quizá él tenía razón, ya no soy más que los restos de un hombre. ¿Dónde está aquél viejo que no era capaz de matar a un hombre, pero sí de animarlo? ¿Dónde están todos esos amigos de la guerra? ¿Dónde estás, conejito?

Se puso de pie, caminó hacía la chimenea, tomó su rifle. Disparó contra las fotos, las paredes, contra los montones de hojas que se encontraban apilabas en el escritorio. Descargó varias balas en el fondo de la chimenea. Respiró profundamente, se sentó frente una de las ventanas que permanecían intactas.

<Mira ese ser frío, inerte, erosionado, abandonado, perdiéndose cada día en la oscuridad hasta no ser más que una pedazo negro de cielo. ¿Y si yo soy así? ¿Y si mi destino es seguir el camino de mis ancestros, seguir los pasos de mi padre y mi abuelo? Debí aceptar su propuesta, pero es demasiado tarde o quizá no. Quizá sea hora de darle un fin a mi guerra.>

-Conejito sé donde estas, espera sólo unos segundos, seremos felices, volveremos a estar juntos, dile a Anselmo, a Pilar, a Rinaldi, a Fernando,  a Manolín, dile a todos que iré a verlos, que nos reuniremos otra vez.

Un destello iluminó la casa acompañado de pequeños ruidos que interrumpían el silencio de aquel edificio. Era el golpeteo de unos dedos contra las teclas y de los tipos chocando contra el papel. No cesaban; escribían más y más rápido, presionando fuerte las teclas de la máquina, hasta que aparecieron las palabras: “Ahora las campanas doblan por ti.» Y luego otra vez silencio.

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