Lado B
AGUJERITOS
Claudia Cabrera Espinosa
Por Lado B @ladobemx
16 de octubre, 2014
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Claudia Cabrera Espinosa

Tobías se inscribió a un curso que duraba todo el verano. Le daba igual perderse a las chicas que paseaban en faldita, las caminatas por la playa y las cervezas en el parque. Apenas contestaba el teléfono cuando sus amigos se empecinaban en que saliera a dar una vuelta, carajo que llevas no sé cuánto tiempo ahí encerrado y mira nomás el buen tiempo que hace. Le dolió un poco perderse la fiesta de la recién llegada de ojos pizpiretos, pero ya iban a ver todos cómo se hacía millonario, cómo había tenido tanta visión y cómo iba a triunfar. Pasaba tardes y noches haciendo agujeritos en unas tarjetas que le habían dado en el curso y se asombraba de toda la información que podía transmitirse gracias a ellas. Sabía que había mucho más gente como él, gente que tomaba al toro por los cuernos y enfrentaba, no, desafiaba al futuro.

Tenía un sistema de perforaciones que no podía tener símil en el mundo, estaba convencido, y esperaba tener pronto una oportunidad para demostrarlo. Seguro que en cualquier momento lo invitarían a un congreso de perforadores donde podría demostrar sus habilidades, que progresaban día a día a velocidades insospechadas.

Lo contrataron en una nueva compañía, que era la materialización de toda vanguardia, y aunque sus amigos ingresaban a la universidad, él tenía la certeza de que el camino al éxito no estaba en los libros sino el la intuición. Le decían que podía matricularse en alguna ingeniería, pero él sabía que esos agujeros eran oro puro y que no había conocimiento que pudiera con ellos. Así que pasaron los meses y continuó con su tarea. El sueldo en la empresa no era tan alto como imaginaba, pero gracias a su destreza pudo cumplir con trabajo de casi dos jornadas en una y aumentar sus ingresos de manera importante.

Ser perforador de tarjetas lo satisfacía enormemente, y no necesitaba mucho más para sentirse en armonía con cuanto le rodeaba. Tomaba el autobús por las mañanas, almorzaba con Berta, que era una secretaria encantadora y con Otto, un programador que procuraba alentarlo para que hiciera un nuevo curso y trabajara en su equipo; sin embargo, Tobías otorgaba tal importancia a la manufactura de las tarjetas que por nada del mundo cambiaría de actividad. Y así llegó el siguiente verano, y el siguiente invierno.

Una tarde, al llegar a casa y abrir el periódico, se topó con una noticia que cambiaría la historia de la humanidad y que causaría en su vida trastornos seguramente irreparables. En alguna maldita ciudad, que ojalá fuera arrasada por huracanes, temblores y pestes de todo tipo, algún subnormal de gafas había inventado un mecanismo mediante el cual las computadoras habían dejado de necesitar sus servicios. No lo podía entender, o las tarjetas se perforaban solas o era cosa del mismísimo demonio.

Pasaron un par de días sin que sucediera nada en la empresa. Berta y Otto intercambiaban miradas que Tobías percibía sin decir nada y la charla del almuerzo se volvió tan sosa que el tercer día prefirió comer solo en una banca del parque.

Y un día sucedió. Pocos minutos antes de la hora de salida, el supervisor de Tobías lo llamó a su oficina. Le habló de las nuevas tecnologías que se estaban desarrollando y le ofreció una capacitación para que continuara trabajando con ellos. Tobías le dijo que iba a pensarlo.

Al llegar a casa destapó una cerveza y se instaló en el sofá. Se quedó un buen rato mirando el televisor apagado y concluyó que aquello no podía ser cierto, que seguramente todo era una farsa para que las empresas dejaran de producir tarjetas y la nueva competencia se quedara con todo el mercado. No era más que un sucio complot. Así que lo que tenía que hacer era continuar con su producción con más ahínco que nunca y estar preparado para cuando se desvelara la verdad. El único problema era que el gerente no iba a creerlo, pero eso importaba poco. Con sus ahorros podría sobrevivir varios meses y estaba convencido de que ese truco para niños no podría mantenerse mucho tiempo.

Al día siguiente se presentó en la empresa con una gran sonrisa. Declinó cortésmente la propuesta que le habían hecho y almorzó por última vez con Otto y Berta. Tomaron una copa en el bar de enfrente y les dio sendos abrazos. Berta no pudo contener un par de lágrimas.

En pocos días había conseguido todo el material necesario para instalar en su habitación un taller de perforaciones. Si sus cálculos eran correctos, en poco más de un mes tendría tarjetas suficientes para abastecer a su antigua empresa por varias semanas, en las que la competencia se quedaría paralizada como un ciervo en la carretera ante el choque inminente de un vehículo. Y él, al fin, sería el héroe que siempre había soñado ser.

Apenas comió y durmió durante los días siguientes. Las tarjetas se acumularon sobre la mesa, sobre el sofá, sobre el suelo y, finalmente, sobre la cama. Podía dormir en el pasillo y en el baño si era necesario, pero su actividad debía continuar. La barba comenzó a crecerle, el cabello le caía sobre la frente y se cortaba las uñas sólo cuando éstas le impedían que cumpliera con su labor de manera eficaz. No usaba más que calzoncillos para no ensuciar su ropa y no tener preocuparse por lavarla. Pasaron varios meses. Los de la empresa debían de estar ciegos, era imposible que nadie se diera cuenta de la trampa en la que habían caído. Una tarde de noviembre se dio cuenta de que no tenía más material, ni dinero, ni alimento. Pero no podía parar ahora, cuando la verdad estaba por salir a la luz, cuando su triunfo era claro. Tomó los pocos libros que tenía en la estantería, arrancó cuidadosamente todas sus páginas y comenzó a llenarlas de agujeros. Si no tenía más tarjetas cualquier cosa podría servir. Cuando acabó con ellos siguió con todos los papeles que encontró en el departamento, con los imanes del refrigerador, con los manteles, con los discos, las servilletas, el papel higiénico, sus calcetines y una lechuga podrida. El colchón de su cama y el sofá se llenaron también de agujeros. La madera del escritorio le costó un poco más de trabajo y cuando llegó a las paredes, la superficie del yeso se abrió ante él, dulcemente. Logró perforar también el techo y batalló un poco con los electrodomésticos y el retrete. En los mangos de los cubiertos había transcrito información importantísima sobre una guerra inminente entre países asiáticos, y en las puertas escribió un interesante tratado sobre economías emergentes. Los cajones contaban crímenes de carácter racial y en el suelo podían descifrarse distintas posturas ante el neoliberalismo. Cuando no le quedó nada por perforar se dirigió al baño. Miró su rostro constelado en el espejo y se colocó la perforadora en los labios. Presionó una y otra vez, en la nariz, en las mejillas, en el pecho, los hombros, los muslos. Y pudo, gracias a una ocurrencia de último minuto, alertar a quienes hallaran su cuerpo sobre el peligro que corría el curso de la historia si no se percataban a tiempo de este gran error.

 

Claudia Cabrera Espinosa es maestra en Letras Españolas por la UNAM. También estudió en la Escuela de Escritores de la SOGEM y un máster de Edición Literaria en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autora de los libros para niños El cuaderno de Ana, Una historia de aventis, El sauce ladrón y Cuadernos fantásticos. Actualmente es colaboradora del grupo editorial Condé Nast y becaria en el programa Jóvenes Creadores del FONCA, en la categoría de Cuento.

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