Lado B
París la ciudad anorgásmica
Cuando todo parece haberse desplomado, una fuga adolescente arrastra a la autora en un viaje hacia la ciudad idealizada. El encuentro con la realidad derriba los clichés románticos parisinos
Por Lado B @ladobemx
04 de septiembre, 2014
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Ilustración de Lara Tipaquirá. Tomada de: elmalpensante.com

María Paz Ruíz Gil | El Malpensante

@malpensante

Miguel quiso invitarme a su carro. Recuerdo que esa noche él estaba pasado de éxtasis y que su primo, el borracho, quien caminaba como un artista de rock inglés bamboleando su perfecto trasero de pared a pared, dijo que iba a manejar. Yo debía temer lo peor. Solo sé que me senté en la parte de atrás del Renault 9 y que el primo empezó a cantar una canción de Jane’s Addiction al tiempo que la carrera séptima se volvía la calle 116.

Bogotá estaba iluminada entre la niebla, y la desquiciante voz del vocalista desgarró nuestros tímpanos helados. Cantábamos como niños de la guerra, como huérfanos de un padre al que llamaron rock. Cuatro cuadras más adelante, después de frenar con un chirrido que todavía cruje en mi mente, me bajé del carro y entré por la puerta del condominio donde vivía. El portero una vez más me miró con cara de que yo estaba desperdiciando mi juventud, y abrazó a Caín, el rottweiler que custodiaba los cuatro edificios y que estaba pendiente de ser sacrificado por haberse tragado la pierna del repartidor de pizza.

Esa noche dormí envuelta en olores de ron con Coca-Cola. Mi madre no estaba en la ciudad y era divorciada. Nadie me vigilaba de cerca. El hambre me despertó por la tarde. Miguel no había llamado. Tampoco llamó ese día ni en las cinco semanas siguientes en las que estuvo al borde de la muerte. Porque después de dejarme en mi casa, puso su canción favorita de Depeche Mode, que si mal no recuerdo era “Strangelove”, y su primo se equivocó de pie. En lugar de frenar en el semáforo, apretó el acelerador con toda su energía etílica.

Ambos primos terminaron dando piruetas complicadísimas para bailar con la muerte en medio de un apestoso olor a freno quemado sobre la carrera once, la más mediocre de la capital.

Miguel quedó con una gruesa cicatriz en la cabeza que me pareció difícil de acariciar, pero pasar mis dedos por todas esas puntadas de hilo sobre su accidentado cráneo me revolvía en un placer delirante. Su primo, el más borracho de los primos que mi mente haya conocido, perdió una oreja en la misma carrera once. Lo más lamentable, según Miguel, es que en el jaleo del accidente el disco de Depeche Mode se apagó y en su lugar arrancó a sonar un vallenato. Nunca quiso decirme cuál, pero aseguraba que nadie, ni pasado de éxtasis, lo elegiría como el tema perfecto para suicidarse.

Al primo borracho sus amigos en un acto de cinismo y sentido del humor trágico empezaron a llamarlo “Pocillo” y a Miguel le dio por irse a París para convertir su cabeza en algo más que un trofeo sacado de un accidente de tránsito. Jamás crió pelo por donde pasaba la cicatriz, y esto lo averigüé porque en un engaño del destino, en lugar de irme a conocer Edimburgo, terminé en su apestosa guarida para ratas en París.

Yo no quería a miguel. En realidad me parecía un muchachito que bailaba bien, leía poco y sabía lo mínimo de música para poder andar conmigo. Cuando salíamos, el plan era irnos poniendo borrachos poco a poco y luego, si podíamos y no era muy tarde, ir a mi casa para tener sexo de borrachos.

Supongo que no era el mejor amante, pero como le gustaba reír y no tenía muchos complejos, yo disfrutaba poniéndole a comer mis pies o mis caderas al tiempo que lo hacía repetir la tabla del seis. También le pedía que leyera a Mircea Eliade sobre mi espalda. A los dos nos gustaba el porno y eso me resultaba muy divertido.

[quote_right]Las pasiones suelen ser breves, o mejor aún, deben ser breves, porque de lo contrario la vida se consume en ellas y se vuelve impracticable.[/quote_right]

Los borrachos en esa época, y en otras, me atraían mucho más que los sobrios, de quienes desconfío tanto como de los que nunca han fumado o de los que no han probado jamás la marihuana ni la infidelidad. Esos son los grandes sospechosos de la raza humana, porque contravenir los vicios es la tarea de los viciosos, no de los que se alejan de las tentaciones por un extraño orgullo, que no es otra cosa que ignorancia o temor.

Las pasiones suelen ser breves, o mejor aún, deben ser breves, porque de lo contrario la vida se consume en ellas y se vuelve impracticable. Por supuesto que a Miguel no podía hablarle de esas cosas: él era 590 veces más simple, monocelular, y su discurso sobre el poder lo había heredado de un padre terrateniente de corbata e inculto, con esposa operada arriba y abajo, un padre de esos que leen revistas en lugar de libros y que ven televisión en lugar de películas.

Miguel no era para mí, eso estaba clarísimo. Hasta María, la señora que limpiaba la casa, me decía que el muchacho de la espantosa cicatriz le parecía demoníaco por su forma de mirar y porque tenía dentro la mala suerte. Si yo hubiese oído los consejos de María, quien fue abuela a los treinta y dos años, habría tenido más aplausos y menos dolores: jamás habría fumado ni bebido cerveza en ayunas, nunca habría faltado al colegio ni se me hubiese ocurrido dejar a la perra amarrada a un poste de la luz para irme a conocer a un vecino, ni habría llorado por ese vecino cuando me dejó por una amiga amiga (mucho más fea que yo, aunque con más apellidos). Pero el caso es que una vez más desoí a María y me fui enganchando al chico de la cabeza de alcancía hasta terminar metida en su buhardilla de Saint-Denis, el barrio de las putas y los drogadictos parisinos.

Él había ido a parar a esa olla con la idea de aprender francés; yo había ido a buscar algo de cariño en París, lugar por el que siempre había profesado una fascinación que se despedazó al conocer Saint-Penis, esa esquina sacada del infierno.

Lo cierto es que Miguel lloraba dentro de las sábanas porque la vida en su hediondo apartamento sin aire acondicionado le suponía muchos esfuerzos. No comprendía por qué ahora habitaba entre personajes miserables, por qué su dinero no le alcanzaba para comprar buena comida y por qué ahora tenía que sobrevivir a punta de paté y Coca-Cola. ¡Pero era un tipo de veintiún años! ¿Qué carajos esperaba?

No tenía más que una cama a ras de suelo y ningunas ganas de compartirla conmigo. De eso me di cuenta en cuanto llegó la hora de dormir. Ahí supe que no éramos amigos, ni siquiera sentíamos un aprecio verdadero, y solo nos gustaba el otro para pasar la noche. Su crisis personal había asfixiado su libido y me había hecho pensar que María tenía mucha razón: ese tipo no era el mío.

Le propuse que pusiéramos las almohadas enfrentadas, pero cada vez que su pie rozaba mi cara sentía que me había equivocado al visitarlo. Estaba compartiendo mi intimidad con un tipo que dormía a cinco centímetros de mí después de intentar tener sexo conmigo sin poder conseguirlo. Mala señal.

Ante una situación así, ante un polvo inconcluso, tenía que tomar medidas.

Me subí la piyama, primorosamente elegida para ser arrebatada a mordiscos, y me la puse con una camiseta encima como si fuera una armadura.

Acto seguido, aunque era verano, conseguí medias y mordí la almohada en un acto de súplica depurativa. Miguel no iba a tocarme.

Tenía que escapar del París de Miguel, porque todo lo que este tipo tocaba se convertía en mierda.

Ahora Miguel iba a ostentar el título de ser el hombre que no había podido dormir conmigo, el incapaz, el gran fracaso de pieles. Y París, la ciudad anorgásmica.

Al día siguiente madrugamos para no tener que dormir con los pies del uno en la nuca del otro y nos metimos en el metro. En un acto de perfecta estupidez, Miguel sugirió que nos saltáramos juntos el torno de acceso. Me pegué sin querer a su cuerpo y fuimos detenidos por dos policías. “¡Colombianos!”, gritaron el par de uniformados al ver nuestros pasaportes.

Tuve que pagar una multa que equivalía a la mitad de mi presupuesto para esa semana. Me despedí de Miguel en la estación. Ese día empecé a ver que mi suerte se manchaba con él, y que tal vez todo esto ocurría porque Miguel no tenía ética de ningún color, al igual que su hermana, quien terminó viviendo en Australia porque la habían cogido robándose el Icfes.

El idiota iba a sus clases de francés. Mientras tanto, yo tenía que buscar la forma de alojarme en otra casa, debía encontrar alguna persona que me recibiera por los cuatro días que faltaban para que saliera mi avión de regreso a casa.

Esa tarde fui a caminar y a leer en el Jardín de Luxemburgo con las antenas puestas.

Conocí a un par de moros que me hablaban en francés y a los que no les podía contestar porque no hablaban inglés. Uno de ellos me apuntó su teléfono en una servilleta.

Como no tenía celular, utilizaba mi desparpajo para pedirles a los que paseaban por Saint-Denis o por donde fuera que me regalaran una llamada. Nadie se negó ante tamaña sonrisa, y como no entendían español, jamás supieron que les estaba dando a mis amigas en Colombia un informe plagado de madrazos y de horribles deseos para Miguel.

Cuando decidí que no tenía plata suficiente para vivir o para morir de forma digna en París, fui a la Rue des Capucines a cambiar el tiquete de avión para regresarme antes. Mi francés había mejorado tanto como mi sueco, pero pude entenderme en inglés con tenderos, bodegueros y con cualquier peatón que se me cruzara, incluido un negro altísimo y gordo que aparte de darme las indicaciones para no perderme, me convenció de quedarme con él porque iba a verse con un colombiano enseguida.

En patines apareció un rapero que me tomó cariño inmediato. El tipo se las daba de malo más de lo que le tocaba, porque me decía: “A una monita como usted en mi barrio la quiebran”. Buen final sería ir a su jodido barrio y que me quebraran bien quebrada entre cinco. Tal vez él vivía también en Saint-Denis.

Pero luego, hilvanando esta historia, han aparecido mujeres que lo conocieron y aseguran que el verborrágico rapero era un niño consentido de una familia pudiente bogotana.

Lo único que importa es que aquel cantante de doble vida me dio fuerzas para huir de Miguel, al tiempo que con un aire de mafiosito en patines me veía llorar sobre un trozo de pizza que me había comprado en el Louvre. Adorable rapero de queso, mentira y palabras finas.

Volví a casa de Miguel a pasar mi última noche con él. No había conseguido a nadie que me acogiera por tres días. Recordé la clave de su portero automático, porque en París ya no existen los porteros humanos y por eso cada portal tiene una clave numérica. Si uno la olvida, todo empieza a complicarse, porque allí nadie le abriría la puerta a una inmigrante despistada que no sabe francés.

Nos tocó cenar juntos.

Él preparó unos espaguetis grasientos que fui incapaz de comer y me regañó por no tener estómago suficiente para saborearlos. Esa noche empezó a odiarme, lo sabía por la forma en que me hablaba, por el desdén con que me miraba.

El vecino gritaba con voz herida algo que Miguel se negó a traducir. Abrí la puerta y encontré a los bomberos tendiendo una red para recogerlo cuando se tirara por el balcón. Vivíamos en un edificio que daba para escribir historias suicidas. No me pareció tan mal.

Como ya sentíamos asco el uno por el otro, esa noche hicimos un trato y fijamos turnos para dormir en el catre. Él durmió sus cuatro horas, pero yo no pude completar las mías, estaba nerviosa de dormir después de él, entre sus sábanas aromatizadas por el olor a cañerías que despedía su milenario inodoro. Tuve ganas de ser bulímica y de vomitarle los espaguetis en la cama, tuve ganas de mandarlo al barrio del rapero para que “lo quebraran entre diez”.

Le pedí su tarjeta de llamadas y me la gasté completita hablando con una amiga, que me pasó el contacto de otra inmigrante franco-colombiana en París.

Melanie resultó ser una lesbiana que vivía con su hermana en La Bastilla. Yo no sabía nada de sus afinidades sexuales hasta que me tocó dormir con ella. Tuve que dormir otra vez en el suelo y apechugada, pero ahora con una mujer que intentaba respirarme en la oreja con claras intenciones de hacer caldo conmigo, aunque su juego erótico de susurros no me atrajo.

A la mañana siguiente le propuse que yo dormiría en el sofá. Su hermana, al presentir lo que había pasado, me dijo que me prestaba la cama principal del ático, consiguiendo que yo me muriera de pena y de alivio a la vez. La hermana era violinista y estaba haciendo unas temibles audiciones para ser parte de una orquesta. Esto, que parecía fantástico, resultó ser la principal causa para que yo saliera despavorida de La Bastilla.

A las cuatro de la mañana la violinista arrancaba a tocar con toda la fuerza de sus veinticuatro años, con toda la pasión de una extranjera –a quien cada oportunidad le costaba dos veces más que a los franceses–, con todo el ímpetu de una mujer que sabía que podía echar a perder su carrera si no pasaba las audiciones. A las cuatro de la mañana ningún violín suena bien si se toca en la misma habitación en que uno duerme, con la noche en medio, con el calor derritiéndolo todo, con el olor a cigarrillo entre error y error en los tiempos de la partitura.

Y Melanie, que ya me miraba como se mira a los ex novios malucos, dormía con tapones de oído al tiempo que se movía dentro de sus sudorosas sábanas de una forma más que sospechosa. Entre tanto, la violinista, que veía el cuadro repetirse tanto como su sonata, le gritaba que tuviera compostura y no se masturbara delante de mí.

No me quedaba ni un solo billete para entrar a ningún museo, así que la última tarde recorrí París con mi maleta de ruedas y me senté a escuchar jazz en un parque. Invertí mi tiempo en programar las horas para que pasaran trotando, y dejé de preguntarles a los peatones lo único que desde siempre he sabido en francés: “Quelle heure est-il?”, frase que pronuncio mejor que el presidente de Francia.

Cuando ya estaba dispuesta a pasar la noche en el metro, tuve la fortuna de encontrarme en el vagón al bajista que había tocado jazz en el parque. Un tipo de barba caótica, gafas de pasta y lento como un suspiro para andar.

Si el rap vuelve a los hombres acelerados, y el violín vuelve afanadas y obsesivas a las mujeres, el bajo reduce las revoluciones de quienes lo tocan hasta hacerlos vivir en cámara lenta.

Al reconocer al bajista celebré mi capacidad de observación, creí en Dios y hasta en Orfeo. Ya tenía una cara conocida, ahora solo tenía que convencer a su dueño para que me invitara a dormir a su casa. Un reto absurdo.

Esa noche supe que cualquier ser humano está destinado y configurado desde el vientre materno para sobrevivir y no para ser feliz. La felicidad es un postre, pero el plato fuerte es mantenerse con vida. Y mantenerme con vida equivalía a pasar ocho horas en una casa, escondida de los matones y de cualquier malandro que pudiera descubrir que yo solo sabía preguntar la hora en francés, mientras llegaba por fin el sol de verano a derretir hasta las ratas.

–¿Eres drogadicta? –me preguntó el bajista con ganas de cuestionar mi mal aspecto.

–¡No! –le contesté de inmediato.

–Solo te dejaré entrar si me dejas ver tus brazos.

–Debo estar más horrorosa de lo que pensé –le dije mostrando mis antebrazos libres de picotazos de heroína.

El músico me condujo a su apartamento. Me puso sobre la cama un cepillo de dientes con el precio puesto y dijo que tenía que pasar la noche componiendo.

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