Lado B
Olavarría: Fuerzas vivas
Entre el campo y el cemento, en Olavarría se teje una trama de apellidos ilustres e instituciones involucradas con la desaparición y el robo de bebés. Que Ignacio Guido Montoya Carlotto haya aparecido allí no es una casualidad: la ciudad era parte del circuito de la represión
Por Lado B @ladobemx
25 de septiembre, 2014
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Entre el campo y el cemento, en Olavarría se teje una trama de apellidos ilustres e instituciones involucradas con la desaparición y el robo de bebés. Que Ignacio Guido Montoya Carlotto haya aparecido allí no es una casualidad: la ciudad era parte del circuito de la represión. Pruebas, complicidades y sospechas salen a la luz con la fuerza de un terremoto y nadie en la ciudad parece salir indemne.

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Foto: María Eugenia Ludueña. Tomada de revistaanfibia.com

María Eugenia Ludueña | Revista Anfibia

@revistaanfibia 

A medida que el vehículo se acerca a Olavarría por la ruta, el recién nacido que alguien -¿quién?- sostiene en brazos se aleja para siempre de su madre. ¿Cómo se arrulla a un bebé robado? ¿Quién le dice por primera vez Ignacio? Tendrán que pasar 36 años para que alguien le cuente el nombre que ella le puso en esas tres o cinco horas que pasaron juntos -en un lugar crucial y todavía incierto al que llegó en el vientre de su madre y del que salió en manos de sus entregadores-. Guido. Un sonido de origen germánico, como los pobladores del pueblo al que finalmente irá a parar ese niño. Wildo. “Aquello que es de madera o relativo al bosque, conocedor de caminos”. Un nombre popular entre los italianos -como el padre de Laura Carlotto- a partir de Guido D’Arezzo, músico y docente, inventor del pentagrama y el que nombró a las notas de la escala.

[quote_right]La identidad en cambio no se ha decolorado: se oculta, pero no se puede robar. Como escribió Hemingway: “Un hombre puede ser destruido, pero nunca derrotado”. [/quote_right]

A medida que el vehículo se acerca a Olavarría, el paisaje se decolora. El verde intenso, húmedo, de los campos de Brandsen -ahí donde Estela fue maestra de escuela rural- con sus vacas y tambos, empalidece. El pasto se va volviendo opaco y quebradizo, las ramas de los árboles más filosas. Cada tanto, un macizo de eucaliptus corta la línea plana y desoladora de la pampa. La inmensidad, o quizás la falta del accidente geográfico, infunde cierta desolación. Alguien que mece a un bebé robado no podría percibirla. La identidad en cambio no se ha decolorado: se oculta, pero no se puede robar. Como escribió Hemingway: “Un hombre puede ser destruido, pero nunca derrotado”.

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Foto: María Eugenia Ludueña.

Desde hace pocos días Ignacio Hurban es Ignacio Guido Carlotto Montoya, hijo de Laura -platense, militante de la JUP, 23 años, morocha, ojazos, tosudez a prueba de balas- y de Walmir -patagónico, baterista, piloto, montonero- . ¿Por qué hacer 350 kilómetros por una ruta maltrecha y angosta? ¿Para entregar un niño a dos puesteros que no pueden concebir? ¿Tenía ese bebé “frentudo” -así lo describió Laura a sus compañeras de cautiverio- otros destinatarios? ¿Por qué los represores mantuvieron con vida a su madre durante dos meses, si para la mayoría de las embarazadas no hubo más postparto que una ejecución rápida, a lo sumo de unos días? ¿Quiénes participaron de este viaje, alguna mujer? ¿En qué paraje habrán parado a cambiarle los pañales y a calentarle una mamadera en el invierno de 1978, uno de los más hostiles de la época?

Una compañera de cautiverio de “Rita” -el nombre que había adoptado Laura para camuflar su identidad militante- cuenta que, días antes del parto, uno de los hombres que visita La Cacha trajo algo para ella: “Acá está: el ajuar de tu bebé. Blanco, como vos querías”, le dijo. Varias compañeras contarán en diversos juicios: después de parir, Laura fue llevada de vuelta al centro clandestino de detención La Cacha, en las afueras de La Plata. Ya no tuvo consuelo. Ella era la que convencía a los cautivos: no había que flaquear. La que durante un tiempo se consoló creyendo la promesa de que la llevarían a una “granja de recuperación” con su bebé. Pero en ese puerperio cruelmente demencial empezó a tener profundos ataques de llanto, que quienes la escuchaban desde sus celdas malolientes no sabían cómo calmar: “Me están boludeando. ¿Dónde estará mi hijo?”, gritaba desesperada cuando intuía que nunca más volvería a ver a su bebé.   Quienes sea que hayan viajado con el bebé en ese vehículo -¿un auto de buena familia?¿un camión del ejército?- deben haber preparado los detalles (¿habrán usado aquel ajuar?).

Han elegido una ciudad a medida de sus planes, con nombre de coronel: José Valentín de Olavarría (el niño que a los once años, en 1812, se alistó en el ejército y a los quince ya combatía bajo las órdenes de San Martín). Al borde de la ruta nacional 226 y la provincial 51, Olavarría es la cabecera del partido y está rodeada de villas serranas. Se construyeron al calor de las fábricas y llevan nombres apacibles, cándidos: Colonia Hinojo, Sierras Bayas, Colonia San Miguel, Cerro Sotuyo, entre otros.

Parajes alejados de las rutas principales, habitados por centroeuropeos. Sitios emplazados sobre tierras ricas en granito, cerca de las canteras, las fábricas de tejas y cerámicos, y los hornos de cal, lejos de las rutas principales, a los que se llega por caminos ondulados de ripio o tierra. Pueblos a los que sólo van aquellos que conocen y tienen algo que hacer. Ignacio Hurban no fue llevado a uno de esos microcosmos mínimos sino todavía más lejos: a la casa humilde de dos puesteros que cuidaban el campo Los Aguilares, en las afueras de Colonia San Miguel, y que hasta hace poco vivían sin luz eléctrica ni televisor. Sus únicos vecinos siguen estando a más de 2 kilómetros por caminos polvorientos, donde todo -los árboles, las puertas, las ventanas, las canillas- está tiznado de esa ceniza gris que vuela encima de la tierra malherida. Párense una tarde en medio de esa nada: la visión de las canteras y las maquinarias, sus movimientos rutinarios de producción y extracción intensiva-el tren carguero, las grúas, los camiones, las dimensiones descomunales de la maquinaria en medio del campo saqueado, infunden la sensación de una batalla: la lucha entre la tierra y la máquina regala pocas postales tan obvias. Estos campos están hechos de múltiples batallas: agro y fábrica, naturaleza y cemento, fértil y estéril.

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Foto: María Eugenia Ludueña.

Hay algo del paisaje que recuerda, salvando las distancias, a “Las uvas de la ira”. “Todo lo que se moviese levantaba polvo: un hombre, al caminar, se envolvía en él hasta la cintura(..) El polvo tardaba mucho en volver a posarse”. En Colonia San Miguel, un pueblo de colonos alemanes del Volga, el polvo lleva años en el aire. Ahora la gente en la calle dice que muchos de ellos sabían por lo menos que “el chico era adoptado”. Este lugar de casas bajas, veredas anchas, una iglesia demasiado alta para las pocas manzanas que abarca, fue el pueblo más cercano a la vivienda de Ignacio Urban. Queda a 10 kilómetros de Sierras Bayas, el sitio que muchos siguen susurrando, en estricto off, un secreto a voces: “un camión arrojaba ahí los cuerpos de los desaparecidos”, “por las noches, llegaban a militares y civiles y se armaban grandes asados”. Lo dijo muchos años antes el Informe de la Comisión Especial por la Memoria, el 24 de marzo de 2001, al revelar -entre tantos datos valiosos, imprescindibles- el testimonio de un carpintero -tomado en 1984 en un juzgado de Azul-, que durante varios años y hasta 1978 fue policía bonaerense.

El tipo se ocupó de tareas administrativas en la Comisaría de Olavarría, que también funcionó, igual que el cercano Monte Peloni, como centro clandestino de detención. “Oí decir varias veces que los cadáveres iban a tirarlos al polvorín de Serris. Los hacían volar con barrenos en una cantera de Cerro Sotuyo, o los cremaban en una cantera de Sierras Bayas, por indicación de Rinaldi (*subcomisario de Sierras Bayas, el pueblo por el que hay que pasar antes de llegar a Colonia San Miguel), y sobre todo, los tiraban en una cantera abandonada de Loma Negra, llena de agua, donde les franqueaba el paso el subcomisario Alsola (*de Loma Negra)”.   “¿Quién iba a buscar al bebé de dos desaparecidos en Colonia Hinojo o en Colonia San Miguel?”, dice una mujer que, como en todos los pueblos chicos, pide reserva. ¿Qué mejor castigo para el bebé de dos militantes que un paraje aislado del mundo, una casa sin corriente eléctrica ni televisión, y un matrimonio de peones sencillos, sumisos y obedientes al patrón, cuya ciudad de referencia más cercana es una urbe conservadora, liberal, religiosa, promilitar, cabecera de la represión en la zona y llena de cómplices civiles de la dictadura?

Loma Negra: la cementera emblemática tomó el nombre de esa localidad, y construyó el barrio obrero a la sombra paternalista de la familia Fortabat en sus épocas más gloriosas. Hoy la fábrica que durante décadas fue un importante motor de la vida olavarriense está en manos de una corporación brasilera, y el matrimonio Fortabat, con sus dos cónyuges fallecidos. En los 70 la fábrica experimentó una notable curva de crecimiento y también de organización obrera. Carlos Alberto Moreno, “el Negro”, era como Laura militante de la JUP (Juventud Universitaria Peronista) pero también un abogado de AOMA (Asociación Obrera Minera Argentina) que quería comprobar la presencia de silicosis en la fábrica Loma Negra. Vecino de Ignacio Verdura (jefe del Regimiento de Caballería de Tanques 2 “Lanceros General Paz” de Olavarría y del Área Militar 124), en mayo de 1977 fue a guardar el auto a la vuelta de su casa y ya no volvió vivo.

En 2013 Casación ratificó las condenas de tres miembros del Ejército y de dos civiles que prestaron la quinta, vecina al club de rugby Los Cardos donde estuvo secuestrado en Tandil, y el tribunal ordenó investigar a la comisión directiva de la cementera de los Fortabat por su participación e instigación.

En una casa de Loma Negra Ignacio Hurban -compositor, músico, docente- tocaba el piano y tomaba mate cuando sonó el teléfono y su tía Claudia Carlotto le contó la noticia, temerosa de que se enterara por los medios.

***

Algunos de los 110.000 olavarrienses dicen que la tarde del martes 5 de agosto “la conmoción fue por partida doble”. A la hora de la siesta -ritual que en Olavarría se respeta a rajatabla- los mensajitos corrían por el Whatsapp, con dos noticias: “Encontraron al nieto de Estela en Olavarría”. El remate era sorprendente: “¡Es Ignacio Hurban, el músico!”. “Todos en Olavarría conocen a Ignacio. Es una persona muy, muy querida y reconocida. La gente se lo ha cruzado en espectáculos, en el Conservatorio, en la escuela de Música o han leído alguna nota sobre él”, dice Juan Weisz. Hijo de desaparecidos, nunca estuvo del todo de acuerdo con aceptar la indemnización, entonces destinó esa plata al espacio Insurgente, que desde hace casi diez años despliega una importante militancia cultural en Olavarría. Allí Ignacio Guido tocó durante mucho tiempo con una de sus bandas cada noche de martes. “Tenía desde antes un compromiso con los derechos humanos desde su lugar de músico”, dice Juan. Su espacio se hilvana en una movida cultural independiente que de a poco muestra otra cara de la misma ciudad.

Le dicen “la ciudad del trabajo”. Rodeada de cinco parques industriales, en Olavarría sobran placas de bronce, calles anchas, líneas rectas, bloques de cemento y un vaho de aires aristocráticos. Le faltan cafés, árboles, líneas curvas y gente.   “Los turnos de las fábricas son rotativos: de 4 a 12, de 12 a 20 y de 20 a 4. No hay espacio para juntarse a tomar café y la gente nunca está toda al mismo tiempo en la ciudad, por eso a veces parece que fuéramos pocos, y no hay una cultura de la noche ni del consumo”, explica un periodista de Radio Olavarría. En dictadura, la “LU 32” estuvo intervenida por el teniente coronel José Avalos, al que algunos recuerdan como “un milico recalcitrante” que no permitía un desliz. Cuentan que un periodista y un operador que en esos años osaron pasar un tema prohibido -Rogelio, de Patxi Andion- fueron despedidos y debieron dejar la emisora antes de que terminara de sonar. El programa no volvió a salir al aire.

El diario El Popular -como señala el Informe de la Comisión para la Memoria- utilizó tempranamente la palabra “desaparecido” e informó de manera muy confusa acerca de los casos más resonantes: Carlos Alberto Moreno, José Alfredo Pareja y las detenciones masivas producidas en setiembre de 1977. “En ese caos informativo, se llegó a incluir que los responsables del procedimiento se habían llevado bienes personales de los detenidos: se estaba admitiendo que los militares también robaban a sus víctimas”.

Una nota aparte amerita el periodista Octavio Físner Oliva (‘O.F.O.’, según su firma), que supo ser editorialista del suplemento cultural de El Popular y sigue gravitando en la vida cultural. “Es un ciudadano ‘ejemplar’ de Olavarría. Entre 1979 y 1989 estuvo a cargo de una publicación que se presentaba como suplemento cultural del diario “El Popular”, que sirvió para adoctrinar y reformular la cultura de la ciudad”, cuenta Jorge Arabito, investigador y docente de la Universidad del Centro. “Desde esos espacios, Fisner Oliva atacó a las madres de Plaza de Mayo y negó los crímenes de esa Humanidad cometidos durante la dictadura. Durante esos años debatió desde las páginas del diario contra todos quienes osaban discutirle con una prosa cargada de palabras eruditas y arcaicas (una de sus preferidas era “abstruso”), largos y pesados párrafos, pontificando desde el poder de fuego que le daba tener la última palabra como poseedor del espacio periodístico del medio”.

[quote_box_left]Extracto del texto originalmente publicado en Revista Anfibia. Click aquí para seguir leyendo. [/quote_box_left]

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