Lado B
Las lecciones que nos dejó la masacre de Salcajá
Guatemala es la "puerta de oro" de salida de la droga en Centroamérica. Hace poco más de un año, el Estado se enfrentó a la masacre de ocho de sus policías, y el descuartizamiento de otro. Salió en busca de los que masacraron
Por Lado B @ladobemx
24 de septiembre, 2014
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Guatemala es la «puerta de oro» de salida de la droga en Centroamérica. Hace poco más de un año, el Estado se enfrentó a la masacre de ocho de sus policías, y el descuartizamiento de otro. Salió en busca de los que masacraron. En esa búsqueda de la dignidad acribillada es posible entender el juego de ajedrez del gran narcotráfico centroamericano. Esto no es una guerra: altos funcionarios como el ministro de Gobernación ni siquiera están seguros de que extraditar a los grandes capos sea útil. Esos sabían jugar el ajedrez y, cuando se van, quedan los cavernícolas.

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Fotos proporcionadas por la PNC de Guatemala de los agentes asesinados por un comando armado en la estación de policía de Salcajá, Quetzaltenango. Foto AFP/PNC Guatemala

Óscar Martínez | El Faro

@_ElFaro_ 

Aquel jueves 13 de junio de 2013 a nadie le resultó extraño escuchar detonaciones en Salcajá. Ese día los salcajenses habían reventado petardos toda la tarde para celebrar a San Antonio de Padua que, sin ser su patrono, tiene garantizados rezos y cohetes cada 13 de junio en el pequeño municipio agrícola del occidente de Guatemala. La tarde de ese día hubo una boda en la iglesia, justo frente a la alcaldía, justo frente a la plaza central, justo delante de la subestación policial. Los recién casados también detonaron cohetes para celebrar su unión. Por eso a casi nadie le resultó extraño que se escucharan varias detonaciones a las 8:17 de la noche en la primera calle del pueblo, a un lado de la iglesia. La primera de esas detonaciones mató, de un tiro directo en la cabeza, al primer agente de policía, que estaba de descanso tomando el aire en la calle. Faltaban siete policías más.

Ni siquiera a Miguel Ovalle, alcalde de Salcajá, le resultó raro que a la par de su despacho retumbaran explosiones. Hizo una pausa mientras se cepillaba los dientes durante un descanso de la sesión de concejo municipal. “Son cuetillos”, pensó, y siguió en lo suyo. Hizo otra pausa. Le sorprendió el poder de las detonaciones. “Son cuetillos”, volvió a decir para sí mismo. Terminó de cepillarse, salió de su despacho al área común de la segunda planta de la alcaldía y se topó, antes de entrar al salón del concejo, con sus concejales aterrorizados. Tres de ellos habían bajado a fumar y pudieron ver cuando el comando de sicarios llegó a la puerta de la subestación policial en dos pick ups doble cabina y una camioneta todoterreno.

—Señor alcalde, vinieron a matar a todos los policías —dijo uno de los concejales.

El alcalde Ovalle pensó: “Es una broma”.

—¿Cómo van a creer ustedes? —dijo a los concejales.

Los concejales le pidieron que se asomara a la ventana del segundo piso, la que desde la alcaldía da hacia el patio de la subestación policial. El alcalde Ovalle se acercó. Lo que vio allá abajo fueron dos cuerpos de policías desparramados sobre dos círculos de su propia sangre.

El alcalde Ovalle pensó: “Ahora vienen por nosotros, no querrán dejar evidencia”.

Los concejales y el alcalde Ovalle escucharon pasos subiendo las gradas de la municipalidad. Se arrinconaron en la sala de concejo convencidos de que pronto yacerían sobre su propio círculo rojo.

Sin embargo, entró uno de los concejales que había bajado a fumar y que se había quedado rezagado en aquel alboroto. El alcalde Ovalle recuerda que el concejal tenía un tono verde en la cara.

Escucharon cuando los carros de los sicarios aceleraron para alejarse del lugar.

—Se termina la sesión —dijo el alcalde Ovalle—. Vaya cada quien a su casa a ver a sus familias.

El alcalde Ovalle pensó: “Pero yo no me puedo ir a mi casa así nomás”.

Se lavó la cara y tardó unos 15 minutos en reaccionar. Cuando salió del estupor, llamó a la gobernadora del departamento de Quetzaltenango y le dijo:

—Vinieron a matar a todos los de la PNC. Véngase. Mire qué hace. Comuníquese con quien sea, pero véngase para acá.

Cuando colgó, el alcalde Ovalle estaba en una alcaldía solitaria, a la par de una subestación policial donde había ocho cadáveres y de la que un grupo de sicarios se había llevado vivo al jefe de los asesinados en un ruidoso convoy de vehículos ostentosos. El alcalde Ovalle pensó por un momento si todo aquello no era un mal sueño, intentó convencerse de que no se trataba de una mala pasada de su cabeza provocada por todos los estallidos de la celebración de San Antonio de Padua. Concluyó que no. Se fue a su casa.

* * *

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Los agentes de la PNC guatemalteca se encontraban de servicio en la subestación de Salcajá, en el departamento de Quetzaltenango. Foto: elPerioódico.

Los días siguientes a la masacre de Salcajá, Salcajá fue el centro de Guatemala.

[quote_right]Por Centroamérica pasa el 90 % de la cocaína que va a Estados Unidos. Guatemala es la puerta grande de salida. La oficina centroamericana, le llaman los narcos.[/quote_right]

Salcajá apareció en todos los noticiarios de Guatemala y en las portadas de sus periódicos. Los primeros días, algunos medios especularon diciendo que el subinspector César García, quien no fue masacrado en la subestación, sino que fue secuestrado, había detenido días antes al hijo de un importante capo de la zona por manejar de forma inapropiada. El imaginario muchacho había reprochado al policía la detención y se había identificado como hijo de un capo de la droga. Sin embargo, el subinspector lo detuvo y eso provocó la ira del imaginario papá-capo que decidió incendiar el mundo por el agravio contra su hijo. Algunos medios nacionales dieron crédito a la versión que había salido de hipótesis de policías. El cuento no era verdad. Sin embargo, la mentira decía mucho de este país centroamericano.

Por Centroamérica pasa el 90 % de la cocaína que va a Estados Unidos. Guatemala es la puerta grande de salida. La oficina centroamericana, le llaman los narcos.

Una semana después, la versión oficial fue difundida. La masacre de Salcajá había corrido por cuenta de Eduardo Villatoro Cano, conocido como Guayo Cano, y los miembros de su grupo de narcotráfico. Guayo Cano, un hombre de 42 años originario de Huehuetenango, departamento fronterizo con México, empezó en el mundo del crimen a mediados de la década pasada. Era coyote. Su zona de operación, ubicada en el municipio de La Democracia, queda en el camino de centenares de migrantes que buscan acercarse al punto fronterizo de La Mesilla, para empezar su travesía de indocumentados a través de México. Guayo Cano empezó desde abajo en el mundo del narcotráfico, pero su crueldad y falta de prudencia lo hicieron ascender rápido gracias a batallas de horas que han marcado la vida reciente de ese norte, de esa frontera y punto de contacto entre los grupos criminales mexicanos y las estructuras centroamericanas. La persecución de Guayo Cano -de quien más adelante sabremos más- se desplegó por toda la frontera. El Ministerio de Gobernación guatemalteco no tuvo más que bautizar aquella cacería con un nombre directo, sin dobles sentidos: Operación Dignidad.

Un Estado vulnerado, agredido en una de sus partes sensibles —los policías dentro de un recinto policial— salía en busca de su dignidad masacrada.

Un mes y tres días después de la masacre, la Operación Dignidad había capturado a 10 presuntos miembros de la banda de Guayo Cano. El 16 de julio de 2013, cuando se dirigía a una carrera de caballos en Chimaltenango, capturaron al décimo acusado, un hombre llamado Francisco Trinidad Castillo Villatoro, conocido como El Cebo o El Carnicero, acusado de ser de la cúpula cercana de Guayo Cano y uno de los miembros del convoy asesino que entró a Salcajá aquel jueves de San Antonio de Padua.

Ese día, rodeado de 22 periodistas con sus micrófonos, cámaras y grabadoras, el ministro de Gobernación de Guatemala, Mauricio López Bonilla, dijo unas palabras. Sonó como alguien que está lleno de rabia, indignado. Humillado, quizá.

—Es un sicario, matón, igual que los otros, es un carnicero, su oficio es ser carnicero. De verdad, esos no parecen seres humanos, son animales, y lo digo con respeto a los animales de verdad, pero esta estructura de narcotraficantes son lo más brutal que nosotros hemos conocido, y tienen responsabilidad en muchísimos asesinatos. Vamos a caer a todas sus propiedades, no les vamos a dejar ni televisores para ver noticias. Es un buen mensaje a los narcos que les gusta andar matando gente: pongan sus barbas en remojo, porque no vamos a permitir este tipo de cosas —dijo Bonilla aquel 16 de julio, cuando enfundado en saco negro y corbata azul se salió del protocolo.

[quote_left]La Operación Dignidad no cumplió su objetivo sino hasta 83 días después de que aquellos sicarios convirtieran en una morgue la subcomisaría policial de Salcajá.[/quote_left]

Dos semanas después cayeron otros dos hombres de apellidos indígenas, Rax Pop y Pop Cholom, acusados de ser los guardaespaldas de Guayo Cano. Las detenciones ocurrieron en El Naranjo, en el departamento de Huehuetenango, otro punto fronterizo con México de cruce de migrantes, drogas, armas y mercancías de contrabando. A los días también fue capturado Pop Luc, un hombre de 34 años, acusado de ser un sicario con un importante currículum. El ministro Bonilla aseguró que tras dos meses de estar en el ejército, Pop Luc desertó en 1998 y empezó su carrera delictiva en la banda de traficantes de droga dirigida por Juancho León. León fue asesinado en marzo de 2008 en un enfrentamiento armado de media hora en el balneario La Laguna, departamento de Zacapa, fronterizo con Honduras. Según las autoridades militares y de inteligencia policial, la banda mexicana de Los Zetas fue contratada por algunos capos guatemaltecos para asesinar a León, que se había vuelto un competidor incómodo y un tumbador de droga. Después de eso, Los Zetas decidieron quedarse.

La Operación Dignidad no cumplió su objetivo sino hasta 83 días después de que aquellos sicarios convirtieran en una morgue la subcomisaría policial de Salcajá.

El 3 de octubre de 2013, cuando salía de un hospital de la ciudad mexicana de Tuxtla Gutiérrez, en el sur de México, Guayo Cano fue detenido por policías mexicanos que atendieron la petición de captura de su país vecino. El ministro Bonilla dijo que Guayo Cano —que lucía notoriamente menos gordo que en las fotos que había difundido Gobernación— salía de hacerse una liposucción que era parte de todo un proceso de cirugía estética que incluía modificarse el rostro. Cuando un Guayo Cano serio y altivo -y acompañado de su primo también acusado de la masacre- bajó de un vuelo gubernamental mexicano para ser entregado a las autoridades guatemaltecas dijo que él estaba en el hospital para ser atendido de una apendicitis. Y eso fue lo menos interesante que dijo. Dijo también algunas frases enigmáticas: “Todos saben que en este negocio no hay perdón”, “yo no sé nada, yo no soy un soplón”, “cante o guarde silencio, igual nos van a trabar… ustedes ya saben quién anda detrás de mí”.

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El traficante Eduardo Francisco Villatoro Cano, alias «Guayo Cano» llega a la base de la Fuerza Aérea en Ciudad de Guatemala el 4 de octubre de 2013. Foto: AFP/Presidencia de Guatemala.

Tras 83 días, la recuperación de la dignidad guatemalteca se tradujo en números. 16 arrestos, 43 allanamientos, 117,226 dólares en efectivo, 4,412 municiones de distintos calibres, 33 pistolas, 12 rifles, 9 fusiles, 3 escopetas, 65 vehículos, 56 celulares, 8 prendas militares, 10 pasamontañas, 6 sacos con soda cáustica, 1 onza de cocaína, 67 gallos de pelea, 16 venados, 43 caballos pura sangre, 4 aves silvestres…

Guayo Cano pensó que podía abofetear en la cara al Estado y que nada pasaría. La Operación Dignidad desmanteló su banda de crimen organizado del occidente guatemalteco. El Estado ganó la partida… sin embargo, la partida empezó solo porque Guayo Cano hizo un estúpido movimiento, sacudió el tablero de ajedrez y las piezas se movieron ante los ojos de todos en la habitación.

Aquí comienza la historia de los trastelones de la lucha contra el gran narcotráfico en el país que comanda el traslado de drogas por Centroamérica hacia Estados Unidos. Por aquí, según dijo el Departamento de Estado de Estados Unidos en 2013, pasan 600 toneladas de cocaína al año. La masacre de Salcajá y sus consecuencias son formidables guías para entender ese ajedrez donde algunas partidas se ganan, otras se heredan y algunas ni siquiera se inician. Se dan por perdidas.

* * *

Estamos en un salón pequeño, austero. Una mesa al medio, dos sillas de rodos, dos vasos con agua y una grabadora sobre ella. Estamos en un cuartel de la Policía guatemalteca en Ciudad de Guatemala. Delante de mí, en camiseta marrón, zapatos tenis y una sonrisa apacible, como de alguien conforme, está uno de los investigadores que dirigió la operación contra Guayo Cano, uno de los que hizo la investigación que sostuvo las capturas. Él fue uno de los encargados de salir a recuperar la dignidad de su país. Para salir en búsqueda de esa dignidad acribillada no le quedó de otra que aceptar que había que hacer algunas cosas poco dignas para un cuerpo policial. Lo normal en estos casos. Lo normal en un país como Guatemala. El investigador iba con un grupo pequeño hacia la zona. Tres o cuatro investigadores de su equipo, todos en el mismo pick up doble cabina. Salían de madrugada, a las tres o cuatro, rumbo a La Democracia, el municipio desde el que salió el convoy asesino de Guayo Cano rumbo a Salcajá. No avisaban a nadie más en la Policía, y si por alguna razón tenían que pasar por la estación policial de Huehuetenango, inventaban una historia, decían que iban a otra cosa, a cualquier cosa, menos a investigar a Guayo Cano. Preferían no dormir en esa estación, ni en ninguna otra de la zona. Preferían volver, cansados y a toda velocidad, pero dormir en la capital, lejos de sus colegas que trabajaban cerca de Guayo Cano. Si no les quedaba de otra que pasar la noche en la zona utilizaban las palabras mínimas antes de dirigirse a sus catres y cerrar los ojos. Los investigadores, como es normal en esta zona, sabían que hablar con sus colegas acerca de la investigación podía incluso implicar la muerte.

La idea de la reunión, a parte de entrevistar al investigador, es pedirle consejos para llegar a La Democracia.

—De Huehuetenango cabecera hacia La Democracia es complicado, toda la ruta tiene control por la cuestión del narcotráfico —dice el investigador.

—¿Y llegar allá a preguntar por el caso de Cano, por su control de la zona? —pregunto.

—Ese es el problema.

—¿Me detectan?

—Para decirle algo. Nosotros tenemos un ratito de no estar yendo a La Democracia, porque después del primer operativo en el que cae Guayo Cano, este año se realizó otro. Ya hemos estado, pero de entrada y salida, no hemos tardado mucho tiempo. Yo le recomiendo que no vaya.

—¿Qué pasó según ustedes en la sede policial de Salcajá?

—Es que lo que hizo Cano es ya atentar contra el Estado. Más que ingresar ahí, la saña que tuvo. Secuestrar a un mando policial y darle muerte como le dio muerte. Según lo que establecimos, entraron de 12 a 15 personas en tres vehículos. Una de las cosas que dio confianza a los de la subestación es que portaban vehículos que son muy comunes en las instituciones del Gobierno, picops y camionetas. Usaban uniformes del Ejército Nacional. Ingresan como militares. Llevan fusiles. Gritan que es un operativo de inteligencia militar, que se retiren. La gente empieza a correr para todos lados. Ingresan a la subestación diciendo que es un operativo de inteligencia militar. Ya habían estudiado el área, porque al ver la escena, los elementos estaban en el lugar que les dieron muerte. Conocían muy bien el lugar: en esta puerta está aquel, en esta está el otro. Ingresan a la cuadra donde estaba el mando policial, y de ahí lo sacaron.

—¿Qué le pasa al subinspector que se llevan?

—Lo sacan vivo y se lo llevan rumbo a Huehuetenango. A los dos días se encuentran partes de él. Lo desmembraron. Lo hicieron pozolito. El río se lo llevó en La Democracia.

[quote_box_left]Extracto del texto originalmente publicado en El Faro. Click aquí para seguir leyendo. [/quote_box_left]

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Autor Lado B
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