Lado B
Bombay. Muertos de hambre
En Bombay, un tercio de los chicos está desnutrido: más de 70 mueren cada día. Allí, miles de personas viven con hambre en villas de calles estrechas, sucias, malolientes
Por Lado B @ladobemx
29 de septiembre, 2014
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En Bombay, un tercio de los chicos está desnutrido: más de 70 mueren cada día. Allí, miles de personas viven con hambre en villas de calles estrechas, sucias, malolientes. Muchos se sienten responsables de su extrema pobreza y, desesperados, dudan en vender un órgano para paliar la falta de comida. Martín Caparrós viajó por India, Níger, Estados Unidos, España, y escribió “El Hambre”, un trabajo en el cual desnuda, entre la crónica y el ensayo, los mecanismos que generan el padecimiento de mil millones de personas. Adelanto del nuevo libro de uno de los cronistas más relevantes, publicado por Editorial Planeta

Foto: Martín Caparrós Tomada de revistaanfibia.com

Foto: Martín Caparrós
Tomada de revistaanfibia.com

Martín Caparrós | Anfibia

Alguien me explica que la basura —la infinita basura de las calles indias— es un problema evolutivo: que los indios tiran todo en todos lados porque antes entre perros y vacas se lo comían en un rato.

El problema es que ahora, con el plástico…

Desayuno en la vereda de un café, Bombay, cerca del mar. Leo el diario, me distraigo; un cuervo agarra el pan que quedaba en mi plato y se escapa volando. Hay algo de metáfora grosera en esta sociedad donde también los animales participan de la pelea por la comida.

Y hay un lugar común: que la India vive en varios siglos a la vez. Yo diría que vive en este siglo con varias clases a la vez —como en todos los siglos. La diferencia aquí es que los ricos viven en la contemporaneidad y también en el siglo xvii, porque allí es donde explotan a sus pobres —que viven solo allí.

Junto al mar, Bombay despliega el esplendor de la vieja colonia: casas monumentales, calles anchas, árboles antiguos; un poco más allá los rascacielos, la zona financiera, los barrios nuevos elegantes: Bombay — ahora Mumbai— es el estandarte de la nueva prosperidad india. Una ciudad de 20 millones de habitantes donde se concentra la riqueza del país, donde torres florecen cada día, donde los shoppings y los coches y las marcas brillan. En Bombay viven, también, más villeros que en ningún otro lugar del mundo. Su prosperidad tan aparente los atrae: miles que llegan cada día huyendo de la miseria de sus campos.

Echados, desechados.

Avani dice que sí, que ahora lleva bastante tiempo viviendo acá, pero que quién sabe cuánto más:

—Una acá nunca sabe. Si tenés que ir a algún lado nunca sabés si a la vuelta todavía vas a tener una casa.

Lo que Avani llama su casa es un plástico sobre cuatro palos. Lo que Avani llama su lugar no es siquiera una villamiseria: está un poco más abajo en la escala de Richter.

—Nadie puede saber lo que es eso sin haberlo vivido.

Las villas de Bombay son enormes y se hicieron famosas cuando Slumdog millionaire ganó 400 millones de dólares, ocho oscares y la compasión babosa del planeta. Pero hay quienes no han llegado al privilegio de vivir en una villa. Los más pobres entre los diez millones de pobres de Bombay son los pavement dwellers —pobladores del asfalto—, los que viven en medio de la calle, en chozas levantadas en el espacio público —veredas, vías, cunetas, parques, basurales. Nadie sabe exactamente cuántos son; algunos hablan de cien mil, otros de un cuarto de millón.

Hace unos años seguí unos días a Geeta, una chica de veintipocos que había vivido siempre en la calle pero que, gracias a una asociación de mujeres —Mahila Milan, Mujeres Juntas— que promovía el ahorro común, había zafado: Mahila Milan propuso a esas mujeres de la calle que ahorraran una rupia por día cada una y que el grupo, en unos años, los ayudaría a construir sus casas. Una rupia era una cifra ínfima y, al mismo tiempo, difícil de conseguir, pero muchas mujeres lo intentaron; cuando la conocí, Geeta acababa de mudarse a un departamentito de un ambiente en un complejo de vivienda social de los alrededores de Bombay.

—¿Cuál es la ventaja de que el Mahila Milan sea un grupo integrado solo por mujeres?

Le pregunté entonces.

—Primero, que acá si ponías hombres y mujeres juntos en un grupo, los hombres decidían todo. Pero además hay otras cosas. Los maridos solían pegarles a sus mujeres si salían cuando estaba oscuro. Cuando se juntaron en Mahila, las mujeres empezaron a poder salir de sus casas. Los hombres al principio se resistían, pero cuando vieron que sus mujeres solucionaban ciertos problemas o paraban un desalojo, no dijeron más nada. Y empezaron a mirarlas distinto: al fin y al cabo, las que conseguían las cosas eran ellas.

—¿Y dejaron de pegarles?

—Bueno, no del todo, pero les pegan menos. Ahora, si algún hombre le pega a su mujer las mujeres del comité van a la casa y tratan de resolverlo, de convencer al hombre de que no lo haga más. Lo logran, muchas veces.

Aquella vez, Geeta me había contado su historia, su infancia: iba a clase, jugaba en la calle, a la noche comía las sobras que le daban a su madre en las casas que limpiaba. Geeta y su familia no tenían ni baño ni luz ni agua corriente; cada mañana, a las cinco, Geeta o su madre tenían que ir hasta un taller vecino donde les dejaban sacar agua de la canilla —pero solo a esa hora. Su madre también solía traerles ropa vieja que le daban sus patronas: Geeta llegó a la adolescencia sin haber estrenado ni una camiseta.

—A veces teníamos el plástico para taparnos, a veces no. A mí cuando no teníamos me gustaba más, porque podía leer con la luz de los faroles de la calle.

Entonces Geeta se quedaba estudiando hasta muy tarde: le importaba tener buenas notas en la escuela. Algunas maestras la maltrataban porque vivía en la calle; otras, en cambio, la ayudaban. Y Geeta jugaba y estudiaba, lavaba, comía casi todos los días. Era una vida tranquila, aunque acechaba la amenaza de la demolición: de tanto en tanto, por alguna queja, las autoridades municipales llegaban y arrasaban sus chozas. Esas noches, Geeta y su familia y los demás vecinos esperaban que los agentes se fueran y volvían a armarlas otra vez, en el mismo lugar o en algún otro.

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