Lado B
¿Por qué opinamos tanta tontería?
“Una persona bien educada no habla de religión, política o negocios en la mesa”, no recuerdo si eso me lo decían mis padres cuando era niño o si lo decía la gente (en la televisión, el radio, alrededor mío) y a mí me pareció que lo decían mis padres.
Por Luis Felipe Lomelí @Lfelipelomeli
19 de agosto, 2014
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Luis Felipe Lomelí

@Lfelipelomeli

[dropcap]“U[/dropcap]na persona bien educada no habla de religión, política o negocios en la mesa”, no recuerdo si eso me lo decían mis padres cuando era niño o si lo decía la gente (en la televisión, el radio, alrededor mío) y a mí me pareció que lo decían mis padres. Y después: “Los chismes son de gente sin educación”. Más aún: “es vulgar tener que hablar de intimidades y confidencias para forjar una amistad”.

Esta última prohibición a la conversación cotidiana, estoy casi seguro, no provenía de mis padres sino, más bien, de algún escritor: presumiblemente Borges. Pero todas encajan como piezas de un rompecabezas pues las tres conllevan la misma consecuencia, el búmerang: aquello que digas podrá ser usado en tu contra. Tener una opinión distinta a la de tu interlocutor en religión o política puede agriar la comida y terminar en pleito campal con ramitas de brócoli volando sobre la mesa (o, más probable, con recordatorios a las progenitoras de ambos). Si uno habla de negocios, puede pasar por presumido o miserable. Si uno cuenta chismes, entonces la persona chismeada (pues no necesariamente difamada) puede convertirse en un enemigo potencial y; si uno anda revelando sus intimidades a diestra y siniestra, habrá de atenerse a que otros más, no atentos a la prohibición anterior, las desparramen por todos los rincones: ahí va Pedrito, el que se meaba en la cama hasta los 17.

Aunque las prohibiciones anteriores no se cumplen ni al pie ni al vuelo de la letra en la comunidad mexicana, sirven para ilustrar cómo son de reducidos los temas socialmente correctos (podríamos añadir: no hablar de la muerte, no sermonear, no hablar del clima y de esas “cosas de gente tonta”, no monologar, no referir toda la genealogía familiar, etcétera). Así, casi siempre que nos encontramos con un interlocutor nos vemos inclinados a buscar un terreno común, una zona de confort donde todo lo que se diga, en resumen, sea inocuo. Es decir, aunque se suceda una “acalorada” discusión, que ésta sólo sea de a mentiritas. Por ejemplo: cuál ha sido el más grande jugador de futbol de todos los tiempos o cuál es el peor servicio público de nuestra ciudad.

Haga usted la prueba, seguro encontrará quién está a favor de Maradona y quién de Pelé, y podrá pasar horas soltando datos que conduzcan a ninguna parte. Y lo mismo con los servicios públicos. Así, la primera razón que tenemos para opinar o hablar de tonterías (literalmente, asuntos de poca monta) proviene de un acto de bonhomía y civilidad: tratar de llevar la fiesta en paz con nuestros congéneres.

Por desgracia, y como tal vez usted ya esté pensando, el fenómeno no queda circunscrito a esta esfera sino que la trasciende. Si uno quiere pasar por inteligente en un grupo social, no puede abordar siempre el mismo tema-pregunta (el mejor jugador de futbol) y hay que echar mano de otros. Aquí aparecen dos vertientes por lo menos. Por un lado, los temas inocuos de moda, por ejemplo, alguna catástrofe a miles de kilómetros de distancia (para que el interlocutor no haya sido un afectado directo ni tenga una postura radical al respecto) y, por otro, los temas-posturas que se han vuelto lugar común en su comunidad. Entonces el asunto comienza a complicarse.

Cuando preferimos hablar por regla general de asuntos lejanos, geográfica o temporalmente, sinquererqueriendo vamos relegando lo cercano: los problemas de la cuadra, el barrio, la ciudad… Es decir, si bien el acto mantiene la característica de la bonhomía, de ser buenas personas, va perdiendo la de civilidad. Y, conforme pasa el tiempo, nos convertimos en perfectos ignorantes de nuestra problemática local. Ejemplos abundan: pregunte usted al azar por Nelson Mandela y por el último luchador social de su comunidad, pida usted que mencionen diez especies animales del mundo y luego diez especies de animales de su entorno cercano, diez series de televisión y el nombre de diez diputados locales, etcétera.

[quote_left]Haga usted la prueba, seguro encontrará quién está a favor de Maradona y quién de Pelé, y podrá pasar horas soltando datos que conduzcan a ninguna parte. Y lo mismo con los servicios públicos. [/quote_left] El sólo hecho de preguntar por lo local puede causar ampollas. Así, tal vez para no pasar por ignorantes, recurrimos al tema-postura del lugar común local: a esta nueva zona de confort que se ha ido abonando con el tiempo y sabemos que, si nos adherimos a ella, quedaremos bien. Ejemplos también sobran. ¿Qué opina usted del transporte colectivo? “Es horrible, es de lo peor del mundo”. ¿Qué opina usted de la educación pública? “Es catastrófica, es de lo peor del mundo y su mayor problema son los sindicatos”. ¿Qué opina usted de las nuevas leyes? “México tiene una de las mejores constituciones del mundo, el problema es que no se aplica”. Etcétera.

¿En realidad son opiniones? No, son salvoconductos. Es decir, no son enunciados que necesariamente provengan de la experiencia, ni de primera mano ni mucho menos contrastada, tampoco son enunciados que necesariamente hayan sido meditados, es decir, analizados más allá de los datos a partir de uno o más marcos teóricos posibles, ni mucho menos razonados en busca de soluciones reales o imaginadas. Me explico, y seguramente usted también tendrá ejemplos en su haber. La primera vez que me mudé a ciudad de México, las personas que conocí al inicio me hablaron atrocidades del Metro. Luego descubrí que el Metro estaba bastante mejor de lo que decían (no me iba a gastar un dineral pagando taxis certificados, como aconsejaban). Más tarde, cuando viví en otras ciudades con Metro, me di cuenta de que el del D.F. es uno de los más agradables del mundo (tal vez “agradable” no sea la palabra adecuada; si usted es usuario del Metro, imagínese cómo estarán los demás). Y, en el ínter, supe de cierto que aquellas personas que hablaban atrocidades, en realidad se habían subido, si acaso, una o dos veces a un vagón. Entonces, ¿por qué hablaban mal de lo que ignoraban?

Más ejemplos. 1. Hace un par de días una conocida que siempre estudió en instituciones privadas se quejaba amargamente en las redes sociales de que sus hijos iban a entrar a una escuela pública, ¿de qué se quejaba en realidad? 2. Hace una semana en un café, un grupo de muchachos presumiblemente universitarios hablaban pestes de los sindicatos, me acerqué a preguntarles si alguno de ellos había pertenecido a un sindicato, si sus padres habían pertenecido a alguno o si habían tenido algún problema con uno y cuál era; como las respuestas fueron todas negativas, pregunté si sabían cuál era la razón de ser, histórica y social, de un sindicato. También lo ignoraban. Entonces, ¿de qué problema hablaban? 3. Cierta reconocida activista se echó una perorata sobre las infernales condiciones de trabajo en las maquilas de Juárez; cuando le pregunté en la cena cuánto tiempo había estado allá me respondió que 15 días y; cuando le pregunté si conocía las fábricas de su ciudad natal, respondió que no . ¿Con qué comparaba entonces? ¿Con su propio estilo holgado de vida?

En todos estos casos la pretendida opinión no es una opinión, es un lugar común de nuestra época y nuestra sociedad. Por eso es un salvoconducto para la cháchara, como hablar del futbol o de las telenovelas. Aunque con la diferencia de que es uno que nos hace ver, supuestamente, como personas informadas, cultas y críticas. ¿Y en qué radica este “supuestamente”? En que si uno mira con atención, si busca cómo se generaron históricamente estos salvoconductos, se encontrará con algo aún más interesante: tienen su sello de clase. Es decir, todos o casi todos fueron generados por la clase alta y conservadora: la que odia mezclarse con la plebe en el transporte colectivo, la que estaba en contra de la educación pública y “socialista”, la que batallaba con los sindicatos porque no les permitía explotar ad infinitum a los trabajadores, la que gusta de expiar sus culpas con obras de caridad y quiere sentirse siempre muy cosmopolita hablando de asuntos que suceden muy lejos.

¿Pero por qué se han vuelto lugares comunes más allá de la clase social que las parió, ésa que no quería que se resolvieran esos problemas sino que desaparecieran por arte de magia o por decreto de un rey? Supongo, por el marcado pretensionismo de muchos de nosotros, por ignorancia y, por supuesto, por tratar de llevar la fiesta en paz con la gente que nos rodea. Lo peligroso de esto es que, y aún más que las tres prohibiciones iniciales para la charla, el búmerang o las consecuencias son aún peores para nuestra sociedad: sin darnos cuenta somos la comparsa de otros.

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Autor Lado B
Luis Felipe Lomelí
Estudió Física pero se decantó por la todología no especializada: una maestría en ecología por acá, un doctorado en filosofía por allá, un poquito de tianguero y otro de valet parking. Ha publicado los libros de cuentos Todos santos de California y Ella sigue de viaje, las novelas Cuaderno de flores e Indio borrado, el ensayo El ambientalismo y el libro de texto Naturaleza y sociedad. Es Premio Nacional de Bellas Artes y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Se le considera el autor del cuento más corto en lengua hispana: "El emigrante": -¿Olvida usted algo? –Ojalá.
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