Lado B
El pueblo que se mudó de la mina a una ciudad (pero extraña vivir junto al cobre)
Hoy la mina de cobre necesita espacio para almacenar sus desperdicios y le resulta más barato mover a dieciocho mil personas que a un montón de piedras
Por Lado B @ladobemx
25 de agosto, 2014
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Imagen tomada de: etiquetanegra.com.pe

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Martina Bastos | Etiqueta Negra

[quote_box_center]En el desierto más seco del mundo, una empresa minera
creó un pueblo. Ofreció a sus trabajadores hospitales,
escuelas y discotecas gratuitas. Hoy la mina de cobre
necesita espacio para almacenar sus desperdicios
y le resulta más barato mover a dieciocho mil personas
que a un montón de piedras. Pero nadie
quiere mudarse a una casa que no eligió.
¿Es vivir junto a una mina más placentero
que vivir en una ciudad?[/quote_box_center]

La Nochebuena de 2007, Alcides Lira se asomó por la puerta de su casa por última vez. Hacía días que por las mañanas armaba cajas para irse —empacaba pantalones y camisas, cepillo de dientes, maquinilla de afeitar, fotografías familiares—, y por las tardes las desarmaba para quedarse. Esa Navidad en Chuquicamata, a tres horas de la frontera entre Chile y Bolivia, la casa de Alcides Lira era la única iluminada del campamento minero. Un campamento es por definición efímero: algo que se instala hoy para levantarse mañana, la semana entrante, cualquier día. Alcides Lira —ochenta años, bigote tupido, pelo blanco— había vivido en ese mismo campamento durante setenta años. Con el tiempo, Chuquicamata se había convertido en un pueblo con calles, escuelas y casas de concreto. Un pueblo, por definición, es algo permanente: algo que se construye para mantener de pie y perdurar. Pero una gran mudanza había empezado tres años atrás, cuando los dieciocho mil habitantes fueron obligados a trasladarse a Calama, una ciudad a quince kilómetros de distancia. La mina de cobre que los había traído ahora los echaba. Pronto empezaría a arrojar sus desperdicios sobre esas casas. La noche en que Alcides Lira abandonaba la suya, Chuquicamata estaba a punto de ser sepultada por las rocas.

[quote_box_left] Esa Navidad en Chuquicamata, a tres horas de la frontera entre Chile y Bolivia, la casa de Alcides Lira era la única iluminada del campamento minero. Un campamento es por definición efímero: algo que se instala hoy para levantarse mañana, la semana entrante, cualquier día. Alcides Lira —ochenta años, bigote tupido, pelo blanco— había vivido en ese mismo campamento durante setenta años.[/quote_box_left]

Chuquicamata, el campamento que hoy parece un pueblo fantasma, se quedó noventa años en el desierto de Atacama junto a la mina de cobre que lo construyó: un cráter de cinco kilómetros de largo, tres de ancho, y casi un kilómetro y medio de profundidad esculpido con la finura de un anfiteatro. Podría introducirse el Central Park de Nueva York y plantarse tres veces el Empire State Building uno sobre otro y aún sobraría espacio. Un hoyo infinito que arroja ocho mil dólares cada minuto. La dueña de ese agujero que escupe dinero es la Corporación Nacional del Cobre (Codelco), la mayor empresa estatal de la historia de Chile. El presidente Salvador Allende nacionalizó el metal en 1971, y desde entonces Codelco se encargó de administrar Chuquicamata. Pero la mina de nombre quechua había sido creada con acento inglés. En 1912 los hermanos Guggenheim compraron los derechos de explotación al Estado chileno. En sus manos, el desafío de transformar un territorio feroz: una extensión de arena y roca a dos mil ochocientos setenta metros sobre el nivel del mar, con vientos de cien kilómetros por hora (poco menos que un huracán) y la radiación ultravioleta más extrema según las mediciones internacionales. Además de encontrarse en la zona más seca del mundo. Ahí arriba, donde el sol quema y nada crece, la ambición hizo posible vivir durante casi cien años. En un principio fueron tan sólo un puñado de mineros y sus familias. Pero el campamento creció y empezaron a llegar comerciantes que abrieron tiendas de abarrotes, quioscos y puestos de mercado. En un momento, Chuquicamata tuvo veinticinco mil habitantes, entre trabajadores de la mina, familiares, comerciantes y personal de servicios: médicos, profesores, bomberos. Lejos de todo, cerca del sol. La nada y el cobre.

Cuando al desierto llegaron los hombres y las máquinas, el único poblado cercano era Calama, unas cuantas casas miserables empotradas en el vacío como estación de paso. Una mina exige un universo alrededor del tajo. Un sitio para lavarse y dormir. Por ello la compañía de los Guggenheim debió proveerse su propia logística. Y un modo de hacer que la gente quisiera vivir en el medio del desierto. Si alguien lo dijo, las palabras muy bien pudieron ser estas: «Usted va a tener una casa. No va a pagar agua, no va a pagar luz, no va a pagar combustible. Se lo daremos todo: atención médica, educación a sus hijos, alimentación y entretenimiento. Usted vendrá a trabajar y cobrará su sueldo. Pero además vivirá gratis». Se montó un mundo real a pequeña escala donde no faltaba de nada. Se construyeron avenidas amplias e impecables, se instaló seguridad y se forjó una comunidad que estuvo unida por un vínculo común: un trabajo y una vida después del trabajo en la que todos participaban.

Pero Chuquicamata evolucionó incapaz de adaptarse a las normas medioambientales que empezaron a surgir. Se instaló la fundición, que emite anhídrido sulfuroso y arsénico, vapores incompatibles con la vida. La mina, además, comenzó a devorar el espacio que ocupaba el campamento. Para sacar un kilogramo de cobre había que extraer cien de roca inútil que debía ir a parar a algún lugar. Podía ser cualquier parte: al desierto le sobra espacio. Pero un camión de extracción consume en un día la misma cantidad de petróleo que un auto en dos años. Un transporte demasiado caro para un montón de piedras, arenas y rocas inservibles. Se comenzó a arrojar las rocas en la periferia de Chuquicamata, lo que arrinconó sus casas. Poco a poco, aquello se convertiría en una muralla infranqueable de desechos. Y pronto le tocaría al pueblo. En la práctica, eso significaba enterrar una ciudad y construir otra. Las ciudades no son piezas de ajedrez. En algún momento, en algún lugar, tal vez frente a un mapa, alguien tuvo que decir:

—Señores, hay que llevar esta ciudad del punto A al punto B. ¿Por dónde empezamos?

[quote_box_right]Los habitantes de Chuquicamata no sólo trabajaban juntos, sino que se habían casado y habían formado familias. Nada les pertenecía en aquel campamento, pero todo lo sentían como propio. En Calama, en cambio, ellos sí serían los dueños de sus casas. [/quote_box_right]

II

Sergio Jarpa es un ingeniero de minas capaz de tomar un pueblo y moverlo de lugar. Un pueblo son sus calles, sus casas, sus tiendas y escuela. Pero también su gente. Los vecinos de Chuquicamata —recuerda el vicepresidente de Codelco Norte de aquel tiempo— no sólo iban a cambiarse de dirección: «Es fácil malacostumbrarse. Lo difícil es mover a dieciocho mil personas acostumbradas a tener todo gratis y transformarlas en ciudadanos de Chile». Para Sergio Jarpa era como tener que ir de puerta en puerta dando un mal augurio: usted tiene que mudarse de casa, de pueblo, de vida. Los habitantes de Chuquicamata no sólo trabajaban juntos, sino que se habían casado y habían formado familias. Nada les pertenecía en aquel campamento, pero todo lo sentían como propio. En Calama, en cambio, ellos sí serían los dueños de sus casas. Codelco se encargó de levantar cinco mil viviendas —una para cada familia— y asumió el cincuenta por ciento del costo por concepto de compensación. Construyó calles, plazas y veredas, un nuevo hospital, nuevos colegios. Se trasladaron comerciantes, doctores y maestros, carabineros y bomberos. El cura y la iglesia. Jarpa, el hombre que se encargó de mover a todos, marcó en el calendario el día final. Le iba a tomar tres años.

A todos los habitantes les llegaba su hora. Desde 2004 cada uno recibió un turno para desalojar su casa. En promedio cuatro familias se marchaban cada día. En un mes podía desaparecer un barrio. Y al cabo de un año se irían más de mil quinientas familias. Pero todos se despidieron el mismo día. El 1 de setiembre de 2007 fue un día de homenaje, el cierre oficial. El Día. Las doce horas fue el instante pactado para el adiós. Vecinos y autoridades abarrotaron el campamento. Hubo discursos y placa conmemorativa. Hubo orquestas, banda de música y fuegos artificiales. Treinta mil chuquicamatinos habían llegado desde el resto de Chile y el extranjero para el evento final. Todos lo sintieron igual: como si estuviesen velando a un muerto. Ese día Chuquicamata moría oficialmente. Pero todavía faltaba que lo enterraran.

[quote_box_left]Extracto del texto originalmente publicado en el sitio Etiqueta Negra. Click aquí para seguir leyendo.[/quote_box_left]

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