Hay un elemento de riesgo en lavar los trastes
después de la comida,
en esas horas robadas a la tarde,
cada minuto adormecido bajo el doblez de la luz.
Momento íntimo y vacío, enjabonado,
de devoción absurda a la blancura.
El cuerpo, apresado en su docilidad,
la soledad anidando en sus rincones,
los ojos líquidos y en las manos la vista.
Se siente el declive del mundo
como una lluvia de cuarenta noches,
una cuarentena de años apilados, sucios,
años cadavéricos, de porcelana,
repletos de sobras, de memorias informes,
de alboroto.
Una vez limpios, vuelven al silencio,
enfilan su candor en la alacena,
cada año sin rostro, acendrado
de alegrías inocuas, olvidables.
Las manos escamadas,
enrojecidas carpas que aletean
bajo el grifo del agua.
Danzan su nado de limpieza estricta,
saben lo que hacen,
avanzan, como el salmón, contracorriente.
Sus escamas son ojos,
sus ojos, corazones de vidrio.
No tienen alma. Duermen
a medias, submarinas,
con el acto afuera,
contando uno a uno los olvidos.
Su limpieza es una diminuta venganza.
Tocan con la dulzura exacta, con la violencia equidistante,
dóciles y curvas en el agua blanda
pero firmes
en su recorrido adverso,
tocan como quien con sus caricias
quiere anular el cuerpo del amante.
Asesinas sonámbulas,
monótonas,
dejan pasar los años por el velo del agua
saben de memoria la ruta del olvido
bautizan con él la tarde, a cuentagotas.
Elisa Díaz Castelo (Ciudad de México, 1986).Estudió Literatura Inglesa en la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente es becaria Fulbright y estudia una maestría en Literatura Inglesa y Escritura Creativa en la Universidad de Nueva York (NYU).