Lado B
PERDIDO EN EL SUPERMERCADO
Elma Correa
Por Lado B @ladobemx
17 de mayo, 2014
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Elma Correa

Caja dos

Primer artículo: lechuga bola.

 

Si tenemos en cuenta que los mexicanos que se obsesionan con cualquier tipo de régimen alimenticio ponen en el primer lugar de su lista del super la lechuga y otros vegetales verdes como un vehículo para consumir cantidades obscenas de aderezos cremosos y edulcorados, entonces veremos un factor que puede ser, cuando menos, curioso. Resulta que los productores de hortalizas tienen un contubernio directo con las procesadoras de aliños para ensalada. Por lo anterior, si bien el número de personas que se preocupan por su salud y por consumir alimentos sanos aumenta de modo proporcional al creciente número de chavorrucos que se niegan a envejecer, también es verdad que la ingesta de verduras es el mero pretexto para la debacle de los aderezos y vinagretas. Eres lo que comes, dicen, pero ser una hoja de lechuga romana asfixiada en Blue Cheese no resulta atractivo para nadie.

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Segundo artículo: salsa Tabasco.

En la secundaria, una maestra visionaria nos invitaba a realizar experimentos con productos de nuestra cotidianidad. El objetivo de dichos experimentos era demostrar la forma en que los componentes de los productos de uso familiar podían ser perjudiciales a la salud. En alguna ocasión la profesora limpió cubiertos de plata con salsa Tabasco y una tela de lana. El resultado fue sorprendente. Lo mismo cuando vació una coca-cola de tres litros en el inodoro para acabar con el sarro, o cuando dejó un mes medio litro de margarina en el patio y nunca se derritió. Nadie en el salón de clases entendió jamás de qué iba todo aquello.

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Tercer artículo: compresas femeninas.

citaSupermercado

Todo lo que sé sobre este particular y absorbente invento me lo contó mi novia Mónica una vez que teníamos mucha resaca. La resaca la pone melancólica. Me dijo que hasta hace dos años vivía con unos parientes, con el tal señor Robinson. En el desayuno el señor Robinson tenía por costumbre echar leche en la taza de café, revolver con la cucharilla y beber el café con leche; sin hablar encender un cigarrillo, hacer anillos de humo y volcar la ceniza en el cenicero; sin hablar, sin mirar a nadie, tomar sus cosas y salir, fingiendo que había lluvia y que aquellos que dejaba golpeando los cubiertos en los platos llenos de huevo frito y salchicha, se cubrían el rostro con las manos para llorar. Nadie lloraba. Y nadie en su familia había leído poesía francesa de posguerra. El señor Robinson consciente de su mínimo y fracasado performance, pasaba gran parte de las mañanas con Mónica R.S. —mi novia, su sobrina—, que lo esperaba con un coctel de sildenafil dispuesta a consolarlo por la frustración de no haber pisado jamás una escuela de letras. Mónica R.S. —mi novia, su sobrina—, aprendió a mezclar el citrato en el Laboratorio Téllez durante los dos meses que trabajó al servicio de Humberto Roldán Téllez, un ex programador analista que después de un divorcio en el que perdió la custodia de su hija Jimena Roldán T., acusado de abuso de sustancias y comportamiento errático, falsificó la firma de su madre viuda para hipotecar la casa familiar y así equipar su nuevo negocio, un laboratorio de análisis clínicos donde espiaba a las mujeres que se practicaban el examen del  papanicolaou y cambiaba las etiquetas de las muestras de sangre. Manía que sería descubierta por un intendente en el Hospital Almater, al sorprenderlo haciendo lo propio con las muestras de los compañeros de habitación de Jimenita, internada por un cuadro de hipoglucemia. Su abogado de divorcios lo convenció de lo fácil que era contratar un Q.C. que se hiciera cargo mientras él recuperaba la inversión en el laboratorio: porque la industria del miedo a la enfermedad es una de las más rentables. Mónica R.S. —mi novia—, renunció al primer empleo en el que recibía un salario ejerciendo su carrera de químico farmacobiología la tarde que sorprendió al ex programador analista oliendo los espéculos en la tarja de instrumentos por desinfectar. El señor Robinson enrojecía por el esfuerzo de las carcajadas cuando Mónica —mi novia, su sobrina—,  repetía la anécdota en su regazo. Su tío, saciado y divertido, era siempre más generoso. Los Robinson se dedicaban a la importación de lana de vicuñas del Perú; los padres de Mónica habían sido secuestrados y asesinados por miembros del MRTA cuando ella tenía seis años, de manera que el señor Robinson quedó a cargo de la empresa de textiles, las propiedades de su hermano y la niña huérfana. La llevó a vivir a su casa y pagó su educación. De esa manera durante la escuela secundaria Mónica R.S. conoció la historia de Tupac Amaru, Tupac Amaru II y un tercer Tupac que no era peruano aunque nació en un lugar llamado Alto Perú. El señor Robinson sólo pedía a cambio de los cuidados que prodigaba a su sobrina, que ésta memorizara versos de Vallejo, el hijo predilecto de Santiago de Chuco, y los repitiera para él, sobre todo cuando la señora Robinson viajaba para someterse a los extenuantes tratamientos de una clínica de fertilidad en Estados Unidos cuyo contrato garantizaba la venida al mundo de un heredero varón. Te voy a contar cosas de tu papá en el país de los hilos de lana, decía el señor Robinson mientras le quitaba el camisón y acariciaba su pecho andrógino. La niña, dejándose hacer, recitaba subesentelleantedelabiosyojerasportusvenasubo como recitaba en la escuela las tablas de multiplicar, y el tío la montaba con cuidado, hablando de los juegos que jugaba con su hermano cuando tenían su misma edad. Durante años Mónica R.S. esperó los viajes de su tía para escuchar las historias sobre su padre, ansiosa por pasar algunas noches en la habitación del señor Robinson, hasta que la noticia de la ansiada concepción del primogénito cesó las visitas al extranjero. La noticia coincidió con la evolución biológica de Moniquita. Porque la madre naturaleza es sabia y hace bien su trabajo. Moniquita —mi novia—, se asustó mucho cuando sintió algo tibio y espeso correr en sus muslos, y se asustó más cuando se tocó y al ver su mano, la encontró roja. Gritó, lloró e hizo todo lo que hacen las niñas asustadas hasta que el tío le explicó lo que ocurría y la llevó de compras. Compras de mujer, le dijo. Primero compresas femeninas, después lencería. Mónica supo entonces que las hay de forro sintético o de algodón, con aroma, sin aroma o supresoras del aroma; que pueden llamarse toallas sanitarias, higiénicas o protectoras; que existe una para cada necesidad: nocturnas, con alas, sin alas, ultradelgadas, reutilizables y desechables. Y supo también que existe un Museo de la Menstruación donde hay cosas como almohadillas y delantales menstruales. Tuvo pesadillas durante varias noches pensando que un monstruo sanguinolento salía de su vulva y se la comía. Intentó con los tampones, pero el tío estaba lleno de inseguridades y temía que ya no lo necesitara si descubría que podía procurar su propio placer jugando con el artefacto alojado en la vagina y su teléfono celular en modo vibrador sobre el pubis. Cuando Eduardo —el primo—, nació, fue bautizado en honor al único hermano de su padre y Mónica enviada a estudiar a una ciudad vecina. Mónica, doce años mayor que él, regresó en 2012 a instalarse en un departamento cercano a las oficinas generales de R&R Textil S.A.de C.V, donde el señor Robinson pasaba gran parte de las mañanas recordando al primer Eduardo —el padre de mi novia—, entre sus piernas. Hasta que Mónica decidió que ya era suficiente y ahora vivimos los dos de su fideicomiso vitalicio.

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Mónica paga con su Visa Platinum.

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Autor Lado B
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