Lado B
Niños tristes, de Gabriel Rodríguez Liceaga
Por Lado B @ladobemx
29 de mayo, 2014
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Alejandro Badillo

@alebadilloc

Es común encontrar el tema de la desesperanza y la soledad en las nuevas generaciones de narradores, especialmente en los nacidos en la décadas de los setenta y los ochenta. La globalización y un sistema económico que despoja de oportunidades a los jóvenes contribuye a un panorama gris que es retratado con distintas perspectivas: violencia, desencanto, crudeza, apatía. Sin embargo, a pesar de esta constante que marca a muchos autores nuevos, la literatura permite encontrar caminos novedosos en los que la voz del artista sobresale de la realidad que marca su entorno y permite al lector el acercamiento a un mundo íntimo. Es visible esta apuesta en los libros de Gabriel Rodríguez Liceaga (Ciudad de México, 1980) que usan a la ciudad de México como escenario de seres derrotados, casi aplastados por la gran urbe, y, también, descritos con un lenguaje vivo.

Fondo Editorial Tierra Adentro /Universidad Autónoma de la Ciudad de México 1era edición, 2013

Fondo Editorial Tierra Adentro /Universidad Autónoma de la Ciudad de México
1era edición, 2013

Niños tristes, libro de cuentos ganador del Premio Nacional de Narrativa María Luisa Puga 2010, es una colección de historias que, como apunto al inicio de esta nota, aborda la desesperanza y un pesimismo que. Sin embargo, cada una de las piezas evade un mundo autocomplaciente, en el que los personajes se enfilan a una inexorable desgracia, y experimenta con distintos registros y tonos narrativos. El primer cuento, “Desenlace sobre Tlalpan en día de clásico” es una hilarante visita a la vida del conductor de un microbús con toda su mitología, fobias y venganzas. Quizás sea este cuento el que más tiene referencias con la ciudad de México y, curiosamente, el que rescata una de sus figuras emblemáticas: el pícaro que puede tener opiniones despreciables pero que también provoca simpatía en el lector. Más cerca del cinismo de El canillitas de Artemio del Valle Arizpe que de El periquillo sarniento de Fernández de Lizardi, este cuento muestra la cruda sobrevivencia en una sociedad que relega y explota a los infortunados. El pícaro se mueve en un contexto distorsionado y, por desgracia, no muy lejano al caos que impera en las grandes ciudades del mundo. En este texto la desesperanza se mezcla con el humor; el comentario procaz y políticamente incorrecto es tan excesivo que provoca una carcajada. “Ambos tenían ojos verdes” es una de las piezas más introspectivas del libro en el que se deja una reflexión sobre las relaciones virtuales y el vacío que provoca saber que, en realidad, no nos conocemos. “Los Werners falsos” es un cuento que intenta sondear una anécdota absurda y que inicia cierto tono surrealista que identifica la narrativa de Gabriel Rodríguez Liceaga. Sin embargo, creo que es un cuento que apresura sus efectos y, sobre todo, su desenlace. Aprovechando las leyendas que rodean las películas del director alemán Werner Herzog y, sobre todo, Fitzcarraldo, el autor reflexiona sobre la filmación y, en particular, destaca el papel de los indígenas sudamericanos que se enfrentan a nuevos directores, “Werners falsos”, que son emisarios de una modernidad que despoja de significado cualquier intento de autenticidad.

Hay otra vertiente en el libro de Rodríguez Liceaga vinculada con el realismo y con la sordidez de situaciones cotidianas. “En el instructivo dice que los arrojes a la basura aún vivos”, “El perro del oficial Muñoz” y “Dioses con ojeras” los personajes descubren, con detonantes sólo en apariencia nimios, la miseria de sus vidas, pero apenas hacen algo al respecto. Estos cuentos, como en la narrativa de Raymond Carver, se mueven en un término medio. No hay solución a grandes conflictos más allá de las decisiones que, casi sin querer, transforman lentamente nuestras vidas. La literatura, en este caso, es una extensión de la realidad que simplemente acaba, una instantánea citadina sin grandes enseñanzas.

Un cuento destacable por su gran manufactura de estilo y su capacidad para llevar el absurdo a los terrenos del prodigio es “Zoológico de animales muertos”. En este texto el autor se regodea en una de sus grandes virtudes: la realidad vista al revés o con metáforas y analogías que no sólo son novedosas sino que ayudan a construir un extrañamiento atractivo, un escenario desenfocado que aparece, en mayor o menor grado, en todos los cuentos del volumen. El lector atestigua cómo los animales de un zoológico o, más bien, sus cadáveres, son exhibidos para que el público atestigüe su lentísima pudrición. Más allá de una exacerbación de lo corporal, tenemos una gran dosis lúdica en el lenguaje que se acerca a la prosa poética. El narrador nos dice que “la jaula de los pandas es una película violenta en blanco y negro y rojo” o que el rinoceronte es un “pobre tanque tristemente inútil” y que “a su cadáver le han crecido precipitadas flores encima de la macilenta escala de grises que escurre de sus huesos”. Este cuento tiene grandes virtudes estilísticas y recuerda, en su lirismo, al Bestiario de Juan José Arreola.

Me parece que la narrativa de Gabriel Rodríguez Liceaga explota mejor en terreno corto ya que permite el juego inmediato en el que la fortuna de una frase bien pensada, con impecable ritmo e ironía, transforman al lector y lo hacen partícipe del juego. También estos cuentos muestran las distintas capas de tristeza que puede tener una ciudad donde la aglomeración es una forma de vida y, al mismo tiempo, una oportunidad para mirarnos en un espejo que descubre nuestros vicios más secretos.

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