Lado B
Los sobrinos de la cantante del helado de chicle
Íbamos en la primaria “Juan Escutia”, y todos los días volvíamos a casa en una procesión de niños (de esos que parece que abandonan a su suerte por momentos), igual a lado de un panteón Francés que esquivando coches y transeúntes desconocidos, o comiendo chatarras bajo un cielo glorioso. Travesía compartida con amigos de los amigos de primos y hermanos (se los cuento yo, la más pequeña de todos, comiendo un helado de chicle desde el parque de Prados Agua Azul).
Por Lado B @ladobemx
02 de septiembre, 2013
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Aletya Serrano

@Aletya
 

 
Íbamos en la primaria “Juan Escutia”, y todos los días volvíamos a casa en una procesión de niños (de esos que parece que abandonan a su suerte por momentos), igual a lado de un panteón Francés que esquivando coches y transeúntes desconocidos, o comiendo chatarras bajo un cielo glorioso. Travesía compartida con amigos de los amigos de primos y hermanos (se los cuento yo, la más pequeña de todos, comiendo un helado de chicle desde el parque de Prados Agua Azul).

En la privada 9B sur vivían Doña Teresa Guerrero y Don Miguel Prado, quienes tenían cuatro hijos que eran populares por destacar en el deporte, y robar el corazón de muchas niñas. Eso lo supe porque mi prima cayó enamorada de uno de ellos y solía señalar su casa con el énfasis del primer amor. Luego todos cambiaríamos de escuela y dejamos de compartir el trayecto de regreso a casa pero seguiríamos siendo vecinos.

Les volvería a encontrar en las calles y en las misceláneas, usando camisetas con la leyenda “Led Zeppelin” y fumando cigarrillos en los parques o en la explanada de la iglesia, pero ahora compartíamos una complicidad adolescente entre paseos en bicicleta por el río Atoyac, el profanar casas abandonadas, brincar de las azoteas, beber cerveza, montar un club secreto para darnos besos, jugar beisból en la explanada, o robarle las llaves para subir a la cruz de la iglesia a Don Marcelo (el cuidador), junto con todo un sequito de pequeños vándalos.

Las tardes eran rosas y rojas, y las vacaciones maratónicas jugando en las calles de sol a sol, mientras yo descubriría la música de una cantante que cantaba frenéticamente acerca del helado de chicle, y que llegaría a mis oídos a través de mi hermana mayor, su música me había fascinado por su sensualidad y delicadeza, y para mi sorpresa también me enteraría que se trataba de la tía de mis antiguos vecinos.

En muchas ocasiones sucedió que la cantante del helado de chicle llegó al vecindario antes de dar un concierto en la ciudad, y a mí se me informaba para acudir a recibirla y conocerla. Le obsequiabamos dulces de Santa Clara, hablábamos de Sartre y de pinturas para el cabello, y por la noche presenciábamos sus conciertos desde atrás del escenario, y de nuevo, en el trayecto a casa, yo tenía la sensación de irme de ahí con la felicidad de un niña a quien le han comprado un helado de chicle.

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