Lado B
Media tarde en Cobán, territorio Zeta
“Si es por preguntar, mejor que no pregunte”
Por Lado B @ladobemx
30 de agosto, 2013
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Si cualquiera va y pregunta, puede saber de las lluvias, de los vientos, de las inundaciones que aparecen igual que aves carroñeras luego de semanas de nubes oscuras como llanto de velorio. Pero de ellos, de Los Zetas, de los mexicanos que vinieron a reconfigurar con sadismo el vocablo puub’ak (disparar a alguien), la gente casi no habla. 

 

Luis Guillermo Hernández

@LuisGHernan

COBÁN, GUATEMALA.- Todo es uno. Voy a comprenderlo cuando termine la tarde. El bien y el mal. La bondad y la maldad. La miel y la sangre. ¿Quieres saber por qué? Mira:

“Si es por preguntar, mejor que no pregunte”, me dice el oficial de policía que resguarda el acceso al edificio municipal, al despacho del alcalde, “porq‘asté no sabe quién le contesta”.

En sus manos pequeñas y oscuras una metralleta apunta hacia el suelo. En su rostro, de unos 28 años, labios sin redondeces, nariz de águila, se cuela la cautela. En sus ojos, que no van a mirar directo a mis ojos, destellan los retratos de las cobaneras más chulas de los últimos años, sus reinas de belleza que adornan las paredes, sus rabin-ajaw, las “hijas del rey” en lengua maya. En su uniforme oscuro, impecable, sobresale un escudo deshilado del gobierno guatemalteco. En su castellano cadencioso, vitaminado por la herencia Q’eqchi’, fluye el único dato: “los mexicanos to’vía están por aquí”. Él habla de los Zetas.

Llegaron  a esta ciudad casi al mismo tiempo que llegaron los primeros estragos del cambio climático a esta zona montañosa y agreste, siempre verde y estratégica en el centro guatemalteco. Hará entonces unos cinco años. O siete. O diez. El tiempo es relativo.

Y si cualquiera va y pregunta, puede saber de las lluvias, de los vientos, de las inundaciones que aparecen igual que aves carroñeras luego de semanas de nubes oscuras como llanto de velorio. Pero de ellos, de Los Zetas, de los mexicanos que vinieron a reconfigurar con sadismo el vocablo puub’ak (disparar a alguien), la gente casi no habla. La precaución siempre juega sus propias cartas.

–No, ya no hay naide en esa ‘ficina –me dice el oficial– hasta l’otra semana.

–¿Alguna secretaria del alcalde… no?

–Nadie. Dije. ¿Q’más anda buscando? ¿Viene de México, no? – su entonación va cambiando. Su rostro, que al comienzo era una cáscara marrón, se vuelve roca. Retrocede sin darme la espalda, como se mira de lejecitos aquello que se mide con los ojos. “Sí, los mexicanos to’vía andan por aquí”.

–Soy un periodista. Ando buscando al alcalde.

–No’sta. Váyase, s’ñor – me dice con un tono extraño. No es amabilidad, ni súplica, tampoco rudeza. Me acerco hacia la puerta que él resguarda. Le insisto:

–¿Quién me puede decir cómo va el estado de sitio?

–No es sabido. Pregunt’en Guate, s’ñor. Váy’se,  de favor.

–¿Y ya corrieron a los Zetas?

–¿Por qué pregunta, s’ñor?

–Nomás… por preguntar…

Saco de mi cuaderno una hoja doblada. “Las fuentes nos dicen que la policía de Cobán es muy corrupta y se alió con los narcotraficantes. A veces, incluso, les proporcionan escoltas”, dice el cable diplomático impreso en el papel.

“El informante dijo que había visto a personal de la policía escoltando a los Zetas”, leo también en el documento firmado el 6 de febrero de 2009 por el embajador estadounidense en Guatemala, Stephen McFarland, y difundido por WikiLeaks en febrero de 2011.

Quiero que el oficial de la alcaldía también la lea, a ver qué saco, pero él se aleja unos pasos, acaricia su gatillo y ya no me atrevo a insistirle. Quién sabe por qué:

–“Ándese con tiento, s’ñor, no vaya’aste a meters’en males… ‘orita no se sabe.”

Es la media tarde de  un día de octubre. El año 2011. Ya lo saben. La era del fuego. Hay aguacero. Chorrean las nubes. Truenos.

En Cobán, cabecera del Departamento de Alta Verapaz, “lugar entre nubes” para los ancestrales mayas Q’eqchi’, Ciudad Imperial por decreto del Rey Carlos V de España, hay un aguacero que parece tener ganas de no acabar jamás.

Lluvia ruda, como de plomazos, que sin ser granizo aporrea furiosa la cara, la cabeza, los zapatos de la gente, y hace que todos los cobaneros, soldados y civiles por igual, corran a guarecerse en los portales que bordean la plaza, en las tiendas abiertas, en la enmohecida catedral de Santo Domingo, al abrigo del único patrono que ha tenido la ciudad desde su nacimiento, el 4 de agosto de 1543.

–Si es por preguntar – me dice el policía- mejor que no pregunte.

Y los informes oficiales, los relatos periodísticos y el empleado del restaurante Santa Rica que me sugiere comer un kak’ik bien caliente, coinciden en un dato: la matazón que dio origen al Estado de Sitio, único en más de 450 años de historia, comenzó en 2008. Cuando desde la frontera con Chiapas se dejaron venir “los mexicanos”.

“Antes era una ciudad de tranquilidad”, dice el mesero, un muchacho no mayor al metro 60 de estatura, su rostro de niño, sus manos, su voz también. El guiso que sirve, oloroso a chile, guajolote bañado en cilantro y achiote, como buen plato prehispánico es un caldo colorado igual que sangre hirviente. Sangre y carne integradas y armónicas, como el principio de la cosmovisión maya que rige a esta gente. Todo es unidad. Ninguna cosa es aparte. Un solo corazón, un solo fuego, un solo caminar, un solo destino. Es cierto, la comida y la poesía no mienten:

Kanab’in chi rawb’al linch’ool
sa’ xch’och’el xsululel laajunxaqalil
k’e chi atz’umak linna’leb’ sa’ laayu’am
b’eheq’ linkik’el sa’laawich’mul

Permíteme sembrar mi espíritu
En la tierra y lodo de tu cuerpo
Haz florecer mis ideas en tu vida
que camine mi sangre en tus venas

¿Cómo fue entonces que los Zetas y su violencia sin medida llegaron hasta aquí, montaron una estructura de poder que se sobrepuso rápido al poder existente y se hicieron del control de una región tan ancestral, tan sin prisas, tan de otro siglo?

El muchacho cobanero no lo sabe. Sólo recuerda que las balaceras, los ajusticiamientos, las decapitaciones y la frenética escalada de violencia comenzaron a hundir a su pequeña ciudad y a toda Guatemala en un inframundo, como la lluvia los sume en una humedad casi permanente. Que ahoga.

“Sa’ruuchich’och’wank xb’alb’a”, pronuncia, y cuando le pido que lo escriba en una servilleta, por sus ojos vidriosos de temor genuino, por su discreción de indígena maya, por su rostro que nomás no sabe si a quien tiene enfrente es un chacal mexicano, yo estoy obligado a creerle: el infierno sí está en la tierra.

Es media tarde, entonces, y en Cobán hay un aguacero interminable, el recuerdo vivo de un Estado de Sitio y un silencio.

Llegaron Los mexicanos

Una organización estadounidense financiada con recursos públicos, encargada de hacer los análisis de Seguridad Nacional y Defensa de Washington, el Centro para Análisis Navales (CNA), tiene una interpretación: desde 2008, el modelo tradicional de tráfico de drogas, a través de las redes de transportistas locales de Guatemala, se resquebrajó por la competencia de los grupos transnacionales. Y uno de estos, los Zetas, “ha introducido un nuevo paradigma de operaciones y participación en las comunidades locales, que ha tenido un impacto potencialmente devastador”.

Si antes el tráfico de drogas, personas y armas estuvo controlado por personajes locales, familias, clanes encabezados por terratenientes, líderes, empresarios y empleadores de las comunidades a las que derramaban beneficios, a partir de 2008 comenzó una lucha intestina, primero soterrada y después ante los ojos aterrados de todos, para controlar el negocio del narco. El paraíso tropical que incubaba su furia.

Las familias que dominaron el resguardo y tránsito de la droga e incluso utilizaron su poderío agrícola para mantener vivo el negocio, la de Waldemar Lorenzana en la zona limítrofe con El Salvador y Honduras, la de Haroldo Mendoza Matta en la región selvática de Petén y la de Horst Walter Overdick, en la zona de Alta Verapaz, tenian pactos de respeto. Escasas las pugnas públicas.

Tras los encarcelamientos de personajes locales ampliamente conocidos por su vínculo con las drogas, como Otto Herrera, el principal contacto del cártel del Golfo, y Jorge Mario Paredes, contacto del cártel de Sinaloa, se sucedió una lucha brutal en territorio fronterizo y la consolidación de una nueva táctica entre las mafias para aumentar sus ingresos: el tumbe, como se llamó coloquialmente al robo  de droga en tránsito, para la reventa interior y exterior.

Un personaje fue clave en esa práctica: Juan José Juancho León Ardón. Hombrón cercano a la cuarentena, mestizo, robusto, de nariz ancha y gruesa, labios carnosos, cejas arqueadas, arrogante, siempre portaba una camisa de manga larga, botas vaqueras y sombrero finos, pantalones de lona y cinturón con hebilla deslumbrante, según lo describen los periodistas de El Periódico de Guatemala.

Casado con Marta Lorenzana, Juancho León Ardón concentró en él todo el poder de dos clanes, el de su suegro Waldemar Lorenzana y el que él mismo construyó con la rápida fortuna conseguida con los tumbes, con la creación de un cuerpo de seguridad implacable, compuesto por ex militares y ex policías federales. Voraz, ambicioso, lenguaráz según lo definen algunos periodistas, se ungió como líder máximo de la región, se hizo de tierras y haciendas por la fuerza, controló la seguridad y las carreteras y cobró un derecho de piso altísimo a las demás familias, con lo que se acarreó peligrosas enemistades. Odio.

Overdick, el hombre fuerte de Cobán, descendiente de los primeros alemanes que llegaron a la ciudad en el siglo XIX, cuyos intereses estuvieron primero en la siembra y venta de cardamomo y otros productos agrícolas y no en las drogas, se convirtió en su principal enemigo. En acuerdo con los Lorenzana, decidió aceptar un ofrecimiento mexicano que tocó a su puerta.

El documento de la CNA es preciso: lo que le faltaba a Overdick en 2008 era poder armado, y eso precisamente fue lo primero que los mexicanos, recién llegados a Guatemala en la búsqueda de nuevos negocios, pusieron sobre su mesa: armamento vasto, hombres dispuestos, experiencia de muerte.

“Para garantizar su seguridad, Overdick se alió con los Zetas, lo que representaba la oportunidad para deshacerse de un jefe malintencionado (Juancho León). Para los Zetas representó la oportunidad de conseguir un terreno firme en Guatemala”. Así el Diablo fue que fue.

Con el argumento de que se debía negociar el trasiego de un cargamento de cocaína por sus terrenos, el 25 de marzo de 2008 Overdick y los Zetas sacaron a Juancho León de su guarida y lo convocaron a una reunión en el balneario La Laguna, en Zacapa, un poblado de sol como horno al norte de Cobán, palmeras y humedad, rumbo al oceáno Atlántico.

Los registros periodísticos señalan una caravana de por lo menos 20 camionetas blindadas que partió de Cobán esa mañana, presuntamente encabezada por el mexicano Miguel Treviño, conocido como el Z-40, al mando de unos 30 hombres armados con AK-47, fusiles AR-15 y lanza-granadas. Pertrechados, pues, para hacer germinar su semilla.

Como llegaron antes al balneario, a punto del mediodía, un grupo de 11 mercenarios pudo colocarse como barrera infranqueable alrededor del lugar de encuentro. Cuando Juancho León, ni siquiera alertado por su intuición de chacal, llegó en su camioneta seguida por dos autos cargados de guardaespaldas, el enviado de Overdick y los Zetas, Arturo Damián Casanova, le hizo una seña. Según los testigos, los no discutieron ni un minuto: Casanova lanzó un grito y, sin dejar que Juancho León bajara de su camioneta, se encendió la balacera.

Los guardaespaldas de Juancho acribillaron a Casanova cuando intentaba guarecerse y desde todos los puntos cardinales les llovió plomo a manera de respuesta. “Era un escenario surrealista, se oían gritos, disparos, humo, ráfagas de balas”, contó un vecino a una radio local, según anotaron después los cronistas de El Periódico.

Durante unos 40 minutos se escuchó el eco de las balas horadando camionetas, abdómenes, árboles, piedras. El ruido de paraje que se incendia. El estruendo de granadas descuartizando cuerpos, vidas. 40 minutos, dijeron los vecinos, en que ningún policía se asomó siquiera, hasta que el convoy de por lo menos ocho camionetas cargadas de sicarios sin rasguños huyó con dirección a Honduras dejando tras de sí un olor a carne chamuscada por las balas.

Unos días después de la refriega, sobre el cadaver de Juancho León llovieron pétalos de rosa. Pétalos rojos y blancos, según los testimonios que quedaron registrados en las libretas de los investigadores de El Periódico, lanzados desde un helicóptero que custodió la pena de los deudos, cientos, que hicieron de su funeral el cimiento de una leyenda.

Los Zetas, los mexicanos como les llaman aquí, se presentaron esa tarde de primavera en Guatemala, enraizando su semilla con 15 cadáveres repletos de balas y un enemigo, Juancho León, a quien ni siquiera le dio tiempo de apagar las luces de su camioneta atrapada en la emboscada.

Tierra de yerba, agua y lodo

El paso de las cobaneras por la plaza es cadencioso. Musical. Sereno después de la lluvia.

Okan, hilan sa’ xmuhemaal linch’ool
Juno’qo
laa’ataq linsi linmaatan
Laa’at linpohol linchahimal

Entra, descansa en el espíritu de mi corazón
Seamos uno
Que tú seas mi regalo,
que tú seas mi luna, mi estrella

En los charcos que deja el aguacero, en el rumor de la tierra mojada del jardín de La Paz, con su quiosco como estación espacial, ajeno al entorno, se dibujan sus sandalias de cuero, los hilos de colores que bordan sus huipiles, los kembil que les llaman, adornados con figuras de aves, venados, flores, plantas. Se dibujan los bigotes ralos de los escasos hombres. Los sombreros. Se dibujan también los vestigios de las balaceras que horadaron los adoquines y las paredes ancestrales que bordean la plaza. Se dibuja lo irreversible.

Entre cientos de niñas y adultas que andan la tarde, apenas se aprecian vestimentas distintas a la enagua multicolor, a las manos completamente enjoyadas de fantasía, a los chachales de monedas antiguas o perlas de imitación que cuelgan de los cuellos morenos. Apenas se aprecian ropas distintas de los uniformes de soldados y policías que se apostan cada tantos metros, con sus metralletas intimidando al suelo, con sus boinas, sus ojos que no miran directo a otros ojos.

En la tienda de autoservicio aleadaña al Palacio Municipal, almacén de granos, cereales, ropa, trastos, hay un anuncio de la Policía Nacional que intenta alertar a quienes protegen a delincuentes, narcotraficantes y homicidas.

“Si usted se da cuenta de algún delito, denunciélo”, pide el anuncio que la humedad constante ha deteriorado.  El Q’eqchi’ es un pueblo de palabras breves.

Pero es tímido su esfuerzo: según los números del gobierno de Estados Unidos, el 75 por ciento de la cocaína que se introduce a su territorio pasa por Guatemala. Y Cobán, la tierra humedecida de los Q’eqchi’, es el cuerpo mismo de una araña cuyas patas tocan el Petén, Zacapa y Baja Verapaz, Izabal y Quiché. Paso obligado hacia México, paso obligado hacia el Atlántico caribe, paso obligado hacia el Pacífico, paso hacia la ceiba, paso a la montaña.

En su informe “Los Zetas en Guatemala”, quizá es el mejor documentado hasta ahora sobre la presencia del grupo delictivo en centroamérica, la organización InSight Crime detalla la realidad cobanera de contubernio e incapacidad de contención del fenómeno delictivo, a partir de 2008: “los operadores locales de los Zetas y sus aliados se acercaron a la policía. Los Zetas empezaron pagándoles 300 dólares mensuales en billetes de 20; el operador radial obtenía 500 dólares mensuales. Los comandantes de la policía en el área recibían una cifra sustancialmente mayor, presuntamente unos 10 mil dólares por adelantado, y luego mensualmente sobres llenos de billetes de 20 dólares”. El dinero como el arma más letal. ¿O acaso hay otra?

Pero en realidad, dice el documento elaborado por el periodista Steven Dudley, hay evidencia concreta de que todas las estructuras gubernamentales han sido por lo menos tocadas por el brazo corruptor de los Zetas. Por  miedo o por cooptación. Un oficial de policía no gana más de cuatro mil pesos al mes, mientras que un sicario llega a cobrar hasta 30 mil.

En el centro del andador de portales que rodea el ala izquierda de la plaza principal, la gente aún tiene viva en la memoria la forma en que fue descuartizado el cuerpo del ex Fiscal Distrital de Alta Verapaz, Stowlinsky Viddarre, principal responsable de la intercepción de 500 kilogramos de cocaína propiedad de los Zetas.

Secuestrado la mañana anterior al recoger a su hijo en un deportivo, Vidaurre apareció el 24 de mayo de 2011, repartido en cinco distintas bolsas negras de plástico que los Zetas tiraron en pleno día al pie de los portales. Cuatro bolsas contenían las distintas partes de su cuerpo, mientras que otra, tirada muchos metros más allá, a la entrada del mercado municipal, guardaba la cabeza.

Ya había ocurrido la masacre de Petén, y estaba por ocurrir la noche en que 32 personas fueron masacradas, en distintos lugares del país, por su participación en hechos de narcotráfico.

Por eso, a muchos les pareció entendible el chorreadero de sangre que sobrevino: aunque muy cercana en distancia de la capital guatemalteca, apenas 212 kilómetros, lo sinuoso y devastado de los caminos federales, escenario de deslaves constantes, hacen que Cobán esté alejada de bullicio urbano y por tanto controlada con sus reglas propias. Corrupción endémica del mestizo dicen por aquí.

Y en los medios del país, en medio de las balas, de los asesinatos, de la incredulidad y el pasmo, se comenta que los vecinos de Cobán y de toda Guatemala se quejan de la delincuencia, de la violencia, del odio.

“Las autoridades solo sirven para andar paseando por las calles de Cobán y para andar fregando a la gente honrada.  La violencia se acabará cuando en realidad todos le tengan temor a Dios. Hoy, lo único que nos queda es encomendarnos a Él todos los días”, vocifera una mujer ante las grabadoras de Prensa Libre. “Dicen que hay una comisaría modelo en Cobán: Modelo de violencia ha de ser, porque no miramos resultados”, dice otro a los micrófonos de El Despertar.

Algunos medios ya hablan de contestar a la violencia, a la guerra psicológica con sus mismas armas. Los primeros operadores Zetas, dice InSight Crime, ya cayeron abatidos por las balas de los vengadores.

Pero el narco es una cultura poderosa, invasiva. Arrogante. En casi todas las estaciones de radio guatemaltecas lo que prevalece son los corridos. Narcocorridos, para ser más preciso. La música de las balas y la sangre, de los héroes artificiales que sólo con fusil pueden ser poderosos. Hombres y mujeres sin miedo.

El camino hacia Guatemala, capital, está anegado de lluvia. Densa, como infinita, impide siquiera que el parabrisas del automóvil permita ver los dos metros que lleva por delante. De un lado las montañas, de otro los acantilados, a cada tanto aparecen letreros gubernamentales que avisan: “La carretera es federal. Usted viaja por su propio riesgo”.

Todo es uno

A punto de la noche, en el camino de regreso a Guatemala, a cada tanto se ven hombres y mujeres, niños, perros, mulas, burros, caminando la vereda de la carretera, sorteando como nosotros los hoyos, derrumbes, el reblandecimiento de una tierra que todavía se niega a ser pavimentada.

Una pareja camina. Tomados de la mano, hombre y mujer van atados a sendos bultos inmensos de ramas recogidas. Andan serenos, como en silencio. Los envuelve una neblina azul y la yerba verde que crece en la montaña. Hay poesía:

Siyaaq ratz’umil waatin sa’ laawaatin
Xsumaliiq rib’ li qach’ool

Que nazca la flor de mis palabras en tus palabras
Que nuestros corazones se conviertan en pareja

Ha de ser hasta muchos días después que esa última frase del poema Mi ruego a ti (Intz’aam chawu), escrito por un poeta Q’eqchi’, Héctor Xol Choc, me permita entender con claridad por qué los Zetas lograron entrar, con su cuchillo de sangre, hasta la entraña misma de este paraíso maya que adora la poesía: el odio y el amor siempre van unidos, como la furia y la bondad, como el bien y el mal.

Los seres humanos somos dualidad. Somos amor y odio. Somos fuego y hielo. Y nunca hemos de saber, con certeza, cuál de nuestras dos caras habrá de enfrentarse a los caminos.

-Si es por preguntar, mejor que no pregunte- me dice el oficial de policía en esta tierra Q’eqchi’ anegada por el fuego. Todo es uno.

EPÍLOGO

Después del toque de queda, en Cobán la muerte sigue rondando. Cinco años después de aquella medida, la policía guatemalteca persiste en la lucha contra el crimen organizado. ¿Son los Zetas? Probablemente.

A los secuestros, a los robos, se han sumado las ejecuciones recurrentes, las extorsiones, las violaciones a mujeres e incluso a niños.

Apenas en junio de 2013 se desarticuló una red de hombres que secuestraban, drogaban y violaban a menores de edad. Hubo una ejecución colectiva en la que murieron siete agentes policiacos. Se detuvo a un presunto integrante de los Zetas.

Todo es uno.Lado B. Periodismo 3.0

*Reportero freelance, ha publicado en los diarios El Universal, Reforma, El Independiente, El Centro y Diario Monitor. Sus textos también han sido difundidos también por revistas latinoamericanas como Emeequis, Expansión, SoHo, Día Siete y Domingo, semanario de El Universal.

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