Lado B
En defensa de la nota roja
Un alegato de Fernanda Melchor
Por Lado B @ladobemx
30 de agosto, 2013
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Este texto fue leído en el Foro de Periodismo Narrativo en el marco del segundo aniversario del portal Lado B, en el que la autora participó por invitación de los editores Ernesto Aroche y Mely Arellano, a quien agradece de corazón. 

 

Fernanda Melchor*

@LynnusTanner

 

El nombre de esta ponencia puede resultar extraño, considerando que muchos de los que estamos aquí en esta mesa –y también buen parte del público presente– puede, en ocasiones, sentirse repelido por este tipo de periodismo que en México llamamos nota roja y que ineludiblemente proyecta en nuestras mentes imágenes impúdicas y sangrientas y textos más bien tendenciosos, cargados de un humor negro que resulta, más que divertido, incómodo en un sentido moral y estético. Pero trataré de explicar por qué pienso que la nota roja, o más bien, cierto tipo de nota roja, es necesaria y puede cumplir funciones no sólo de entretenimiento en nuestro país, particularmente en el momento en que vivimos.

Ya en varias ocasiones me he declarado fan irredenta de la nota roja, y gran parte del tiempo que no dedico a la escritura, la paso analizando este fenómeno, especialmente en su vertiente visual: la imagen de nota roja desde el siglo XIX, con estos maravillosos grabados de José Guadalupe Posada que consignaban los crímenes que estremecían a la sociedad mexicana del Porfiriato, pasando por una considerable parte del archivo de los hermanos Casasola, y por supuesto, Enrique Metinides, quién es muy probablemente el decano de la fotografía de nota roja en nuestro país. Mi interés es tanto académico (pues curso una maestría en Estética y Arte que he dedicado a este espinoso tema) como creativo: en el fondo creo que toda buena historia, que todo buen relato, podría terminar convertido en una nota de pasquín policíaco. Imaginen solamente la cantidad de historias, de cuentos y novelas y obras de teatro de calidad, estas grandes narraciones universales, de las que podemos extraer el argumento y convertirlo en un titular de nota roja. ¿Han hecho la prueba?

Por supuesto que esto que acabo de decir es sólo una broma, pero mi punto es este: el problema de la nota roja no es su tema sino su forma. En el fondo, si realizáramos este ejercicio de reducir los argumentos de las grandes obras de literatura a titulares morbosos nos quedaríamos sólo con eso, y nos perderíamos la experiencia maravillosa que constituye la imaginación de la anécdotas literarias.

Por eso hablo de forma, y no de fondo o de tema. Y repito: creo que, al final del día, toda historia de nota roja es una excelente anécdota contada de una forma muy mala: con prisa, con prejuicios, con saña, con cinismo. Y ya sabes ustedes lo que el master Kapuscinski pensaba del cinismo en el periodismo.

¿Qué es lo que propongo entonces? Mi defensa de la nota roja parte justamente de esta distinción entre la manera de contar un hecho y el hecho mismo del que estamos hablando; distinción que resulta básica en el periodismo narrativo, donde importan igualmente el qué (si no, de entrada, ni siquiera tendríamos un hecho que contar) como el cómo. La palabra, en el periodismo narrativo, no es solo un medio o un vehículo: la narración –la capacidad del periodista para elegir y acomodar palabras que logren asombrar y conmover– debe ser el fin mismo. Tenemos entonces que la nota roja –por horrible que a veces es, por desagradable y cínica y de mal gusto– nos ofrece información, o más bien, síntomas de lo que ocurre en el país. Nos ofrece aristas, borrosas y parciales, de lo que es la vida de los hombres y mujeres que se fraguan en la miseria y la injusticia de nuestro país y nuestras ciudades. La nota roja tiene una función clara: nos recuerda constantemente nuestra fugacidad, nuestra evanescencia, lo que en tiempos de guerra (¿o ustedes ya se creyeron el cuento de que al llegar el PRI a la Presidencia se terminaría la violencia?) creo, resulta vital.

Hace unos pocos meses publiqué un libro de crónicas, Aquí no es Miami (El Salario del Miedo/Almadía/UANL), en donde cuento varias historias relacionadas con violencias de distintos tipos y que tienen como escenario la ciudad de Veracruz. En las ocasiones en que me han entrevistado al respecto de este libro, invariablemente me interrogan sobre mi decisión de escribir sobre la violencia. Trato de no ser banal en mis respuestas, pero vuelvo a lo mismo: las historias buenas no están nunca exentas de sangre; las historias que nos emocionan siempre contienen un atisbo de oscuridad. La diferencia entre la violencia de la ficción y la violencia en la realidad es que la primera es ideal, y aunque pueda conmovernos o emocionarnos, como en una buena novela o en una película, nunca será igual a la violencia real, la que vivimos todos los días, unos más que otros, por supuesto, y en distintos grados, pero jamás a salvo de ella.

Si escribo sobre la violencia es justamente porque considero que esta es uno de los grandes temas de los que los seres humanos queremos saberlo todo; una de esas grandes preocupaciones que, como el nacimiento, el amor, las transiciones, la enfermedad, la muerte están siempre presentes en las grandes narrativas porque es una de las pocas maneras que el ser humano tiene de pacificar estas preocupaciones, de liberarse de la angustia que le ocasionan. En este sentido, lo que me impulsó, por ejemplo a hablar de la violencia de Veracruz, desde el punto de vista de gente común y normal, ciudadanos cualquiera del puerto, es justamente esta necesidad de consuelo: hace unos cuatro años sucedían cosas en Veracruz de las que nadie quería hablar, de las que nadie quiere hablar a la fecha: balaceras en zonas residenciales, matanzas, gente que aparecía mutilada en las calles turísticas, menores secuestrados y absorbidos por el narco, comerciantes extorsionados, mandos de seguridad completamente corrompidos, chavos sin futuro que morían como moscas defendiéndole la plaza a “los malos”. En ese entonces las historias circulaban de boca en boca, entre susurros, y pensé que sería bueno escribirlas, contarlas para justamente darles una forma, hacerlas visibles, en un intento por abrir la puerta del closet y revelar que el horrible monstruos que nos asusta es un montón de ropa que proyecta sombras fantasmales. No puedo decir que lo haya logrado, pero sí que lo intenté, y ya los lectores (¿quién más tiene la autoridad para hacerlo?) juzgarán si fui capaz de acercarme a mi objetivo.

El asunto con las historias de la violencia es una cuestión de fondo: ¿estamos contando las historias que la gente necesita conocer? Pero sobre todo una cuestión de forma: ¿cómo estamos presentando la información, qué tipo de experiencias son las que queremos producir en nuestros lectores? Desafortunadamente, este es un asunto que a los periodistas casi nunca nos preocupa, pero sí a los escritores, y como miembro de ambos gremios me doy cuenta que muchas veces los periodistas (y los editores, y los jefes de información y los directores de medios) nos comportamos como verdaderos tiranos. En el caso del periodismo narrativo este asunto es tan esencial como en el campo literario: si nuestros textos no tienen esa calidad que hace que los lectores puedan ponerse no solo dentro de la camisa sino dentro de la piel de las personas en las situaciones, si no pueden conmover o asombrar, si no se hace uso tanto de las técnicas narrativas como de la garra investigadora, entonces estamos fregados, entonces estamos condenados a entregar siempre textos que se le caerán a los lectores de las manos. La información “pura y dura”, repito, es necesaria, indispensable, pero para eso existen las notas, los reportajes, los boletines, y todas esas imágenes en movimiento que los noticieros nos repiten en loops infatigables pero que no nos dicen nada del contexto de los hechos; ni nos hablan de la humanidad que está en esos actos, en esos crímenes, ni nos ayudan a insertar la información en nuestra vida diaria, y mucho menos, a consolarnos del horror de la realidad, a darle forma a nuestros medios.

Hace tiempo alguien hablaba del “excelente estado de salud” de la crónica en Latinoamérica. Me falta leer más para evaluar esta declaración, pero en términos generales, yo aún sigo viendo en las crónicas mexicanas relaciones demasiado timoratas con la literatura: crónicas que siguen pareciendo reportajes, llenas de datos duros, salpicadas apenas con uno que otro adjetivo, con muy poca narración, con muy poco trabajo de contexto. O supuestos perfiles en donde después de una apresurada descripción de lo que lleva puesto el personaje, de lo que pidió en el café, de lo primero que nos dijo, sigue una larga entrevista en donde apenas alcanzamos a vislumbrar el misterio de una personalidad. Este tipo de cronistas, de seudo-periodistas literarios, dan por sentado que al lector le da igual cómo le cuente uno la historia, y no es así: el lector puede darse cuenta de cuando algo está contado de una forma amena, “sabrosa”; y es capaz de notar cuando el periodista se dio a la tarea de investigar exhaustivamente y de imaginar la mejor forma en que un hecho puede contarse, y cuando no. Yo creo que el lector de crónicas necesita que le hagamos sentir las cosas para que realmente pueda creerlas, para que realmente crea que estuvimos ahí; porque el lector quiere sentir que el mundo de las palabras –el único que podemos presentarle– tiene peso y dimensión. Ese es el periodismo –y la literatura– que me gusta y que intento hacer: el que hace sentir cosas, el que trata de producir experiencias; el que no habla de verdades sino de realidades.

Yo defiendo entonces el tipo de nota roja que puede hacer eso. El tipo de crónica que puede ser una especie de texto de una fotografía de Enrique Metinides. Este fotógrafo mexicano, ya retirado, es una verdadera leyenda viviente: gran parte de su fama y éxito en galerías y museos extranjeros se debe a que sus imágenes estremecen pero no caen en el puro registro, en la pura plasticidad de la sangre. No, hay algo más en las fotografías de hechos fatídicos, de desgracias y tragedias urbanas que Metinides tomó durante 40 años de vida profesional: hay intrusión, sí, y un ojo implacable detrás de la lente que no teme acercarse a la tragedia y buscar el mejor ángulo para traernos su apariencia; pero también hay humanidad, y compasión, y respeto por los caídos, por las víctimas, justo como en la mejor fotografía de guerra, justo como en la mejor literatura, en donde la subjetividad del que mira, del que fue y regresa para contarte, nos hace, al mismo tiempo, ejercitar el pensamiento y la imaginación, y ponernos en contacto con el mundo.

Esa es la nota roja que defiendo. Esa es la nota roja que, me parece, seguimos necesitando.Lado B. Periodismo 3.0

*Autora del libro de crónicas Aquí no es Miami (El Salario del Miedo/Almadía/UANL, 2012) y de la novela Falsa Liebre (Almadía 2013)

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Autor Lado B
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