Lado B
Regreso a Paraíso
Narco-represalias en el Sureste
Por Lado B @ladobemx
26 de julio, 2013
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El autor de esta crónica, tabasqueño que vive en Yucatán, volvió a su tierra para saber un poco más de los asesinatos de los familiares del marino Melquisedet Angulo. Sólo halló miedo, silencio, dolor. 

 

Luis Castrillon

@LRCastrillon

 

Olor a humedad pegajosa y al vaho poco agradable emanado de las semillas de cacao secándose al sol. Mientras avanzo por la carretera, una miríada de platanares, mangos, papayos y monte me rodea de un verde que no sucumbe a las inundaciones, sino regresa como no lo harán quienes aquí han caído al filo del cuchillo y la metralla que cambian la tragedia de las aguas por la de la sangre.

Volver a Tabasco siempre me provoca ansiedad. Esta vez no ha sido distinto. Seguir el rastro de la trágica víspera navideña en Paraíso me provoca incluso temor. “Los muertos no dejan restos sino rastros”, se me ocurrió decir una vez al ver a mi familia en el sepelio de mi abuela Victoria en estas mismas tierras. Hoy no sé tanto: de la familia de Melquisedet Angulo Córdova, asesinada en una venganza del crimen organizado, hoy no queda ni huella. Es como si otra inundación, pero de terror, los hubiese arrastrado a todos entre el lodo.

De pie frente a la casa donde la madre del tercer maestre, una tía y hermanos fallecieron a manos de los sicarios enviados por el cártel de los Beltrán Leyva, me pregunto qué diablos hago aquí, en Tabasco, ¿por qué siempre he de volver si casi salí huyendo hace veinte años? Hay como una conjura de chocolate y pejelagarto en verde, oasis de humores y sabores, piguas  y jaiba de Chiltepec  y El Bellote, “ahí no más tras lomita”, del municipio de Paraíso (tornado hoy en infierno, como me diría la periodista Wendy Pérez Becerra).

Hago lo que sé hacer modestamente, eso que llaman periodismo y que yo llamo interpretar lo que alcanzo a ver y comprender de la realidad, y que si tengo suerte alguien publicará después. Poco antes un cuentahistorias-trovador y juglar metido a taxista —como lo son todos ellos— me dice que la noche de la metralla sólo fue el principio, hoy hay más miedo que entonces. “Pa’ que tenga una idea”, comenta mientras cruzamos miradas en el retrovisor.

Avanzo hacia las viviendas vecinas mientras pienso en que entre lo poco que comentaba sobre el homicidio múltiple terminaba siempre por enfatizar que no vio ni supo nada sino unos minutos después, cuando lo escuchó por la señal de radio del grupo de transporte.

El cabello largo, la barba y la backpack —mochila, como le decíamos en la secundaria— impide pasar sin ser percibido, completamente ajeno al sitio. Extraño en tierra propia. Las miradas recelosas se clavan por todas partes, me siento un muñeco de vudú bajo la acción directa de una mano mágica. Tabasco es tierra de supersticiones, no vaya a ser la de malas.

Tres mujeres abordan una SUV blanca. Me cruzo la entrada sin reja y comienzo a preguntar. Me repelen, no puedo olerlo —“ay mojo perro”, diría mi primo—, pero puedo sentir su miedo. Entrego credenciales, me identifico, me falla el argumento, me quedo casi mudo, como el enterrador que una hora antes me había encaminado a la abandonada tumba del marino caído. La muerte y el abandono también le habían caído ya a las coronas fúnebres. Sólo una banda blanca con el nombre lo recordaba: “Melquisedet”.

Al final confían, con dificultad pero terminan convenciéndose de que no traigo el mal conmigo. Los ojos se les anegan como si de los charcos de la última lluvia les llegara alimentación acuosa directa. Han vivido las tragedias de las inundaciones de 1999 y 2007. Pero ahora la pena no vino en aguas ni cayó del cielo. No emanó de los ojos hinchados del dios olmeca de la lluvia.

Esta vez el sufrimiento llegó en la noche, entre el reflejo de la luz de luna en las varas y hojas del monte, arrastrándose como la nauyaca, cuya piel de esmeralda brillante se pierde confundida entre la yerba alta. “No anden entre el monte en la noche porque te puede salí la nauyaca y si te muerde ya te chingajte”, dicen mis tías choquitas.

Igual que el reptil, engañando los sentidos, así llegaron los asesinos de la familia de Melquisedet. Tocaron la puerta a media noche, mensajeros de la parca. Mercaderes que traicionan hasta al mismo Caronte enviándole más almas a cruzar el Estigia quizá antes de tiempo. Las acuchillaron, les dispararon y les tomaron hasta el último suspiro para concretar la venta de la venganza a sus postores. “No fue sólo un tiro a la cabeza, a la mamá también la acuchillaron, para que se viera la saña, pero ya no quieren mostrarlo, para qué hacerlo más grande”, me cuenta un agente del ministerio público tabasqueño.

Pero las vecinas, tanto a izquierda como a derecha de la morada de la familia Angulo, no oyeron nada, no vieron nada. Con su argumento tratan no de convencerme, sino de borrarse ellas mismas la memoria: ¿quién querría recordar que la parca se paseó apenas a unos metros de sus camas, sus hamacas y catres, que pasó nada discreta por entre la maleza de sus patios, resguardada a la sombra de los mangos y los platanares?

Terminan por quebrarse y al mismo tiempo que me empujan con los ojos fuera de sus patios avientan la desesperación ahí nomás: ¿Qué hacer?, ¿irnos?, claro que sí, ya no queremos estar aquí, ¿pero a dónde madre noj vamo’a ir?

¿A dónde se huye cuando el miedo es primigenio? Tabasco duele más que otras veces. Por encima el Paraíso trata de seguir una vida normal: a la noche el parque se enciende de luces, la eterna voz de Chico-Ché le pone sabor y ritmo a los paseos juveniles en medio de puestos de plátanos fritos, fresas con crema, pozole con cacao y, de unos cuantos años para acá, CDs y DVDs piratas se arremolinan frente a la iglesia local, con sus torres blancas, trazadas de azul, rojo y amarillo.

Pero por debajo del escenario prevalece la desconfianza, el coraje, el miedo que paraliza el habla y escupe apenas monosílabos y frases entrecortadas cuando se pregunta sobre el tema. Hablar con los habitantes de Paraíso me remite otra vez al enterrador. Mudo por completo, apenas con señas me explica todo el despliegue de policías, soldados y marinos que rodeaban el cementerio el día del sepelio del maestre, de los que luego no quedó casi uno solo en el pueblo.

Levanta un brazo y lo estira hacia adelante. Con el otro termina de hacer la simulación del fusil. Luego cuenta con los dedos: una mano, la otra y de nuevo la primera. Después la sacude como para señalar “y todavía más”. ¿Muchos? le pregunto esperando que me conteste que un chingo. Asiente con la cabeza mientras deja salir un gemido apenas audible que traduzco como un sí. Pero quizá no los suficientes para evitar lo que ocurriría unas horas después.

¿Habrá visto a los “halcones” de los Zetas metidos entre los dolientes, periodistas, soldados, agentes federales y estatales, camuflados como la nauyaca en la noche, durante la tarde del sepelio? Ya no le pregunto, subyaciendo en su aparente despreocupación asoma algo de ansiedad. Mira a diestra y siniestra en medio del camposanto mientras yo termino de tomar unas fotos frente al sitio donde en medio del abandono se corroerán los restos del “héroe” calderoniano…

Regresé a Tabasco para escuchar y luego contar una historia. Pero hay un cierto miedo que no me deja saber por dónde empezar.Lado B. Periodismo 3.0

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Luis Castrillón es periodista y profesor universitario. Vive en Mérida. Este texto fue publicado originalmente en abril de 2010 en la revista digital Replicante, se reproduce con autorización de sus editores.

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