Lado B
El océano interno de Alejandro Ferrero
Despedida íntima de Eduardo Montagner
Por Lado B @ladobemx
18 de junio, 2013
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Voy huyendo. ¿De qué? ¿De quién? No lo sé….

Sólo sé que voy huyendo y no me detengo ante nada.

Voy huyendo con un niño y un adolescente dentro.

Ambos se llaman Raimundo. Como yo.

El Último Viaje de Sindbad,

Alejandro Ferrero

Eduardo Montagner

La ciudad cambiaba con él. Nos citábamos de vez en cuando. Yo siempre llegaba con uno o dos minutos de retraso. Alejandro tenía dos obsesiones fudamentales: la puntualidad y encerrarse por horas, días, semanas a escribir en su departamento, hasta el límite de la fiebre, donde vivía solo. Pero, corrijo, la última no era obsesión, sino una pasión, el motivo de su vida, como también lo fueron el cine y la música.

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Tomada de creadoresenpuebla.buap.mx

De temple extraordinariamente tranquilo, cortés, enigmático, Alejandro transmitió la fe absoluta en la creación con obras siempre profundas y también con su actitud ante la vida. Lo transmitió a numerosas generaciones de jóvenes con inquietudes artísticas. Era muy desprendido. A medio mundo prestó o regaló un libro, una película, un disco.

Una de las películas que me recomendó es de mis preferidas ahora: C’est quoi la vie?, de François Dupeyron; en el disco Ignacio de Vangelis que usó, si no me equivoco, en su obra La Torre, encontré uno de los temas incidentales más antiguos de mi vida: uno escuchado en una telenovela que mis padres veían cuando tendría yo unos diez años. Me regaló la novela Los anteojos de oro, de Giorgio Bassani, cuando yo no sabía, porque jamás me lo dijo, que estaba vendiendo sus películas y libros para poder sobrevivir. Sólo me contó esa emergencia económica de su vida cuando salió de ella.

Nunca buscó nada más allá que lo que podía darle su propia obra, y lo que su obra podía darle era el placer, la emoción propia del creador, cosa que en ocasiones lo llevó a enfrentar verdaderos periodos de penuria económica. Rechazó merecidas invitaciones a jugosos puestos político-culturales. Podría haber vivido con holgura pero prefirió vivir con su arte (del que urgen ediciones, reediciones o, vistas las circunstancias, una obra completa: teatro, cuentos y, acaso, esa novela que proyectaba y que desconozco si logró escribir).

—¿Por qué nunca has luchado para que tu obra sea publicada a nivel nacional? —le pregunté alguna de aquellas tardes.

—¡Por soberbio! —respondió, entre bromista y reflexivo, pero yo sé que, siendo dramaturgo, lo que más le importaba era ver sus obras vueltas realidad, cosa que consiguió. Tal vez es una de las ventajas de ser dramaturgo y no novelista, pensé: uno ve su libro publicado y es como si estuviera medio muerto, mientras que los dramaturgos vibran, hacen vibrar, en el instante mismo en que su escritura solitaria llega al objetivo: la puesta en escena.

Era imposible sostener una conversación con él por las calles diurnas: muchos se acercaban a saludarlo, a acordar una cita de trabajo o amistad.

La ciudad cambiaba porque él la hacía suya. Al encontrarnos, yo ya no estaba en el Centro Histórico de Puebla, sino en el mundo de Alejandro Ferrero. Imponía sin imponer. Mi paso se hacía tranquilo, como el suyo, mis nervios se estrellaban contra su serenidad, mis novatadas psicológicas contra su madurez, mis dramas contra su humor.

Vernos significaba sumergirnos en una conversación que duraría horas y que escarbaría en aquello que llaman condición humana. Mientras tomábamos café y, en apariencia, hablábamos sobre cualquier cosa.

Como todo artista, él también era un niño. Si algo no controlaba era el flujo de la emoción, el brillo de los ojos al mencionar una película, una novela, la música. Todo, al estar con él, además, me parecía que tomaba la esencia de un ritual. Estas cosas venían absolutamente desde su interior, desde su océano interno, como se titula una de sus obras que jamás pude ver montada pero que leí con absoluto éxtasis literario: los personajes tenían un mundo aparte, misteriosísimo, y todo gracias a la palabra. El teatro de la palabra de Alejandro. De la palabra breve y profunda. Cuando, años después, descubrí el concepto Noh del yūgen (lo profundo y misterioso, sin lo cual nadie puede hacer Noh), pensé de inmediato: “Alejandro es eso”.

Por Omar González lo conocí. Vi obras teatrales desgarradoras, otras cómicas, todas con un toque de farsa. Ese ambiente del Teatro Universitario Ignacio Ibarra Mazari, con la compañía La Cuchara. Me sentía muy orgulloso de poder estar entre ellos: los hermanos Alberto y Eduardo Osorio, Eloy Castrillo, Carmen Verdín, Mayra Luna, Jorge Luis Vargas y Alejandro. Pasaron muchos otros por ese recinto. No sé si alguien salió de ahí sin haber recibido su aura.

Se paseaba por el Colegio de Lingüística y Literatura Hispánica de la Buap con inusitada regularidad, quizás porque sabía profundamente sobre la esencia que une a todas las artes, acaso en especial la literatura y el teatro. Ahí, entre los alumnos-literatos, encontró a varios de los jóvenes que actuaron o colaboraron de diferentes modos en sus obras. El propio Omar, Tábatha Pardo, Mónica y Édgar Fernández, Ruth Salgado, Rodrigo Durana, Carlos Orellana. La lista, como suele decirse en estos casos, es infinita. Años después, me encontré en el único taller literario de novela que he impartido, dando un especial énfasis en las cuestiones dramatúrgicas. Casi recomendé a los aspirantes que se leyeran libros de construcción dramática publicados por dramaturgos, mejor que los escritos por novelistas. Si entienden el magma del conflicto dramático expuesto en dramaturgia, les dije, habrán avanzado muchos pasos para comprender el de lo novelístico. Los teatreros casi son pornográficos al exponer la desnudez de la construcción dramática, les dije, porque para ellos la obra comienza con el punto final, mientras que los novelistas suelen hacer un misterio de ello: si buscan fórmulas, recuerdo que les dije, no las encontrarán en libros de novelistas enseñando a escribir, sino en la sabiduría despiadada de los dramaturgos. Ahora sé que eso lo entendí por Alejandro.

Tuve la fortuna de que él escribiera el prólogo para mi primer libro, una intentona editorial universitaria llamada En la postura de mi muerte. El primer empujón hacia la cuestión literaria vino de él. Sometí esos relatos a su juicio amistoso pero severo, implacable, honesto, y él hizo su crítica de manera oral, cuando aceptó prologármelos. Criticó estructuras, fallas, desde luego, pero me dio, como a tantos otros que le vivirán agradecidos y para quienes su muerte será una enorme ausencia, el empujón de la apuesta primigenia. Cuando, años después, apareció mi novela en Alfaguara y me mandaron mis quince ejemplares, uno de los primeros, uno muy especial, fue para él. No quiso que lo buscara para dársela: decidió ir al día siguiente a buscarme a la entonces Secretaría de Cultura para recibirlo. Lo leyó, le gustó, me dijo que me equivoqué al poner en la página tal que Carlo estaba por primera vez en la habitación de Paolo, siendo que había entrado mucho antes.

Al inicio, Alejandro escuchaba con paciencia mis inquietudes artísticas, mi emoción de que hubiera asistido a los mismos talleres que el fallecido Carlos Olmos, que por ese entonces era para mí sólo el autor de Cuna de lobos; me explicó por qué no le gustaba ni Peter Greenaway ni Juan García Ponce. En pocas palabras, me formó. Para él no existían los dioses creadores, sino las obras creadas. Cuando llegué a ese taller con Víctor Hugo Rascón Banda, le dije, al presentarnos, que yo no había escrito nada de teatro ni montado ninguna obra. Pensé que me correría. Quiero escribir novela, le dije, pero por azares del destino mi formación ha sido dramatúrgica. Me aceptó en su taller feliz. Cuando conocí a Daniel Sada, yo estaba en una efervescencia experimental novelística provocada por las lecturas de Salvador Elizondo y varios españoles contemporáneos que encontraba en la biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras de la Buap. Cuando Sada comenzó a hablar de progresión dramática, afluyó a mí la previa enseñanza de Álex.

Alejandro Ferrero siempre fue obra, su obra, pero ella surgió del océano interno que como ser humano llevaba siempre consigo. Esa es la ausencia que nos espera a quienes tuvimos la dicha de nutrirnos de él. Alejandro, Álex, nunca más podré ir por las calles de Puebla aliviado por la nitidez de tu presencia inesperada, en el fondo siempre esperada. Al principio dudé en escribir hoy estas líneas porque aún conservo el pasmo de la noticia de tu muerte, pero de inmediato supe que este sentimiento será el mismo ahora o dentro de diez años. Alejandro, me despido de ti como cuando, a altas horas de la noche, te acompañaba a esperar el autobús. Me quedo con esa sonrisa cómplice que me lanzabas, ya sentado, desde el interior. Y con tu obra. Sólo que ahora, con la imaginación, doy vuelta para meterme en el departamento que ya no habito mientras camino por la noche, lleno de tu océano interno, a solas.

Termino con la última línea de esa desgarradora y muy humana novela que Alejandro me regaló.

            —Ha muerto el doctor Fadigati.

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Foto: Alberto Osorio

Alejandro Ferrero (1945-2013), entre sus obras destacan El Mago, El Espejo, La Torre, Leviatán, La Pequeña Propiedad, Casa de la Noche, La Linterna, Los Infames Ancianos, Empleo y Desempleo del Profesor Tamiris, Océano Interno, El País de Prueba, Samarcanda y El Último Viaje de Sindbad. Su obra cuentística, aunque publicada en diversas revistas, no ha sido reunida en ningún libro. Fue alumno, entre otros, de Sergio Magaña y Hugo Argüelles. Alejandro falleció en las primeras horas de este lunes. Descanse en paz.

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Autor Lado B
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