Lado B
Opinión: La muerte (no) se festeja
 
Por Lado B @ladobemx
19 de mayo, 2013
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videla (Fotos Procesofoto y bbc)

Fotos: Procesofoto y bbc

Emilio Gomagú*

Los cobardes agonizan muchas veces antes de morir… Los valientes ni se enteran de su muerte.

Julio César

I.
Parecía una mañana común del otoño bonaerense, con un poco demasiado frío y nada más, pero no lo fue. El amanecer de este 17 de mayo del 2013 iluminó la República Argentina con la noticia de la muerte del dictador Jorge Rafael Videla. Los exámenes médicos indicaron que fue ‘muerte natural’ (quizá haciendo referencia a que en él era algo natural), pero nada dicen de las muchas veces que agonizó antes de morir, porque fue un gran cobarde. Al final, como a todos algún día, la muerte, esa que sin piedad tantas veces dictó para otros, lo miró a los ojos para llevárselo. A los 87 años, mientras cumplía una cadena perpetua y cincuenta años de condena en una cárcel común, ésta última bajo la causa del secuestro sistemático de bebés nacidos en cautiverio, murió. Y esto hace que no sea una mañana común. No su muerte silenciosa, sino el hecho de haberlo hecho cumpliendo una condena.

Videla fue presidente de facto de Argentina entre los años 1976 y 1981, encabezando la junta militar que se apropió del poder, arrebatando la libertad a los pueblos con el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. La restitución de la democracia trajo un poquito de justicia bajo el brazo y en el ‘85 fue juzgado, condenado a prisión perpetua y destituido del grado militar por los crímenes cometidos durante su gobierno, dentro de lo que se conoce como ‘Juicio a las Juntas’. Posteriormente Videla fue indultado por el entonces presidente Carlos Menem, el 28 de diciembre de 1990, y estuvo libre hasta el ’98, cuando fue detenido nuevamente por investigaciones en la causa del secuestro de menores, el único delito que quedaba fuera del indulto presidencial.

El 5 de julio de 2012 fue condenado a 50 años de prisión al ser encontrado responsable de la puesta en marcha del plan sistemático de sustracción de menores a mujeres secuestradas en centros clandestinos de detención, y específicamente condenado por 18 casos, entre ellos el del nieto de Estela de Carlotto, titular de Abuelas de Plaza de Mayo. Esta pena se transformó en prisión perpetua al juntarse con dos condenas anteriores por el asesinato de 31 presos políticos. Durante el juicio Videla se negó a contestar cualquier pregunta, pero hizo uso de palabra para hacer escuchar su sentir: “Este juicio es una revancha de los militarmente derrotados que hoy ocupan cargos del Estado […] asumiré bajo protesta la injusta condena que se me pueda imponer. Lo tomaré como un acto de servicio más a Dios y a la Patria”.

Hoy, que Argentina amaneció con la noticia gritando en los parlantes de las radios, en las gargantas de los treinta mil desaparecidos (presentes), en los corazones de las abuelas que aún buscan a sus nietos, Estela de Carlotto dijo en una entrevista radial: “La historia seguramente considerará el genocidio que hemos sufrido los argentinos, el oprobio de una dictadura cívico-militar como la que él encabezó, de la que no se arrepintió y de la que, incluso, hizo declaraciones tardías para reivindicar todos sus delitos”.

Dicen que no se puede festejar una muerte. Dicen que errores cometemos todos y que el arrepentimiento lo tenemos a mano, pero cómo reaccionar, entonces, ante la muerte de alguien que carga sobre sus hombros la desaparición de más de treinta mil personas, y que en una de sus últimas entrevistas, realizada para la revista española Cambio 16, reivindica la dictadura y el golpe militar del ‘76, y se vanagloria de “haber cumplido plenamente con sus objetivos, entre los que destacaba el fundamental, que era poner orden frente a la anarquía”. Un orden para él entendido como la aniquilación del otro, llenándose las manos de muerte y justificando la desaparición de jóvenes, hombres y mujeres que defendían sus ideas, argumentando que “no se podía fusilar. Pongamos un número, pongamos cinco mil. La sociedad argentina no se hubiera aguantado los fusilamientos: ayer dos en Buenos Aires, hoy seis en Córdoba, mañana cuatro en Rosario, y así hasta cinco mil. No había otra manera. Todos estuvimos de acuerdo en esto. Y el que no estuvo de acuerdo se fue. ¿Dar a conocer dónde están los restos? ¿Pero, qué es lo que podemos señalar? ¿En el mar, el Río de la Plata, el riachuelo? Se pensó, en su momento, dar a conocer las listas. Pero luego se planteó: si se dan por muertos, enseguida vienen las preguntas que no se pueden responder: quién mató, dónde, cómo.” (Declaración de Videla del libro El dictador, de María Seoane y Vicente Muleiro, tomado de la nota de Infobae)

Foto: Reuters

Foto: Reuters

¿Dicen que no se puede festejar una muerte? En esta mañana de otoño en Argentina, la hermosa juventud despierta, respira y saluda con un “Viva la patria” lejano del desconsuelo y la tristeza; lleno en cambio de fuerza, dignidad, lucha y amor por su país, sumando su canto al de otros:

“Vamos a festejarlo

vengan todos

Los inocentes

los damnificados

los que gritan de noche

Los que sufren de día

los que sufren el cuerpo

los que alojan fantasmas

Los que pisan descalzos

los que blasfeman y arden

los pobres congelados

Los que quieren a alguien

los que nunca se olvidan

(…)

Hurra

que vengan todos

vamos a festejarlo

a no decir

la muerte

siempre lo borra todo

todo lo purifica

cualquier día

la muerte

no borra nada

quedan siempre las cicatrices

(…)

Vamos a festejarlo

a no llorar de vicio

que lloren sus iguales

y se traguen sus lágrimas

(…)

Vamos a festejarlo

a no volvernos flojos

a no olvidar que éste

es un muerto de mierda”.

Obituario con hurras, Mario B.

II.

Es verdad que México no padeció una dictadura militar como muchos países de América Latina, pero también es cierto que padeció –y padece– el yugo de una democracia muy bien disfrazada y camuflada, tanto que hace años atrás Vargas Llosa tuvo el tino de bautizarla como ‘la dictadura perfecta’, entendiendo que “no se pueda exonerar a México de esa tradición de dictaduras latinoamericanas” con el agravante de no ser una dictadura. Y mientras la muerte de un dictador despierta a Argentina, y en Guatemala otro dictador, Ríos Montt, es condenado a 83 años de prisión, acusado de crímenes de lesa humanidad, en México la sangre sigue corriendo por las calles y las plazas, bajo la tierra de las minas, en las guarderías, en las sierras indígenas, en las direcciones editoriales, y los responsables, desde Díaz Ordaz, Echeverría, Salinas de Gortari, Zedillo, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, por sólo mencionar algunos, gozan de libertad y protección por parte del Estado.

Los últimos seis años han dejado a México con más de cien mil muertos, sólo, bajo la implementación de la guerra contra el narcotráfico impulsada por las potencias económicas mundiales, que ha desgarrado, hasta casi romperlo por completo, el tejido social mexicano; ha desatado exponencialmente la violencia, una violencia que tiene muchos asideros sociales y que tiene múltiples y a veces invisibles variantes; y ha dado, en su última simulación democrática electoral, la imposición de la corrupción y la impunidad personificada. Pero, tomando fuerza de las palabras de Julio Cortázar, podemos decir que “Nada está perdido si se tiene por fin el valor de proclamar que todo está perdido y que hay que empezar de nuevo”.

*(Latinoamérica, 1982) Psicologo, escritor, lector y caminante. Cursó la Maestría en Salud Mental Comunitaria en la Universidad Nacional de Lanús, Argentina (2009). Ha sido colaborador y lo seguirá siendo. Colecciona proyectos que buscan ver la luz. Alguna vez ha hecho teatro, alguna otra radio, alguna más video y foto; la música nunca se le dio, pero le sigue rogando.

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