Lado B
Julienne Akilimali sacude la cabeza. Quiere olvidar...
 
Por Lado B @ladobemx
15 de mayo, 2013
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Foto: Juan Carlos Tomasi / El País.

Foto: Juan Carlos Tomasi / El País.

Médicos Sin Fronteras / Agus Morales*

@agusmoralespuga

Julienne Akilimali sacude la cabeza. Quiere olvidar.

− No quiero volver a mi pueblo, Idunga, porque allí están los mismos hombres y no quiero revivir aquellos hechos traumáticos.

Julienne ha sido violada dos veces. Su aldea, situada en el este de la República Democrática del Congo (RDC), fue asaltada por la milicia de las Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda (FDLR). “La primera vez vinieron hombres armados, entraron en casa, me violaron y mi familia intentó escapar –relata Julienne–. Secuestraron a mi hija, de 14 años, y se la llevaron al bosque durante seis meses. La dejaron embarazada. Cuando volvió a casa del bosque, la recibimos con alegría, pero los mismos hombres regresaron, me volvieron a violar y mataron a mi marido”. Ahora es desplazada y vive con su hija, que dio a luz a un bebé tras ser violada, y sus otros dos hijos. Se queja de que no tiene medios para subsistir. Ha sufrido un ataque del FDLR pero en el este del Congo son todos los grupos armados, sin excepción, los que violan.

Julienne no está sola. Va acompañada por muchas otras mujeres que acuden a una consulta de salud mental gestionada por Médicos Sin Fronteras (MSF) en el remoto distrito de Kalonge, en el este de RDC. Llevan a sus hijos en brazos. Esperan su turno al aire libre. Todas han sido víctimas de la violencia sexual, pero sus historias no son calcadas. Algunas han sido repudiadas por sus maridos; otras ven cómo sus hijos sufren la estigmatización social por ser vástagos de una violación.

 “No es siempre el mismo problema –constata Sezage Tulinabu Delice, enfermera de MSF–. Las mujeres sufren violaciones a causa de la guerra, pero muchas de las que son de aquí han sido violadas por soldados que las han asaltado mientras estaban, por ejemplo, en el campo. La mayoría son hombres desconocidos para ellas, pero a veces también son familiares o conocidos”. Casi todas se ven abocadas a una situación de degradación social y económica. “Muchas son repudiadas por sus maridos o no encuentran pareja, porque la violación se asocia inmediatamente a la enfermedad”, amplía la enfermera.

Marguerite Kashindi, de 40 años, es otra de las víctimas de violencia sexual que intenta reconstruir su vida. “Desde que llegamos a Kalonge, vivimos con muchas dificultades. Cargamos con las maletas de la gente y nos pagan un dólar al día. Tengo diez niños. Lo que gano no es suficiente para sustentar a mis hijos”. Marguerite fue secuestrada y permaneció como esclava sexual durante cuatro meses en el bosque. Al volver a casa, estaba embarazada. Su marido intentó convencerla de que abortara pero no lo consiguió, así que decidió repudiarla y marcharse con otra mujer.  “Mi hijo está en el origen de la separación con mi marido”, asevera. Es el ejemplo de una mujer que ha sufrido el estigma del abuso sexual: no solo su esposo la ha abandonado, sino que su hijo es visto como un enemigo en su entorno social.

Mujeres como Julienne y Marguerite sufren la violencia sexual en un contexto generalizado de pobreza, falta de atención médica y guerra. Las fuerzas gubernamentales y los grupos armados que luchan en las provincias de Kivu, ricas en recursos naturales, aseguran velar por el bienestar de la población, pero las violaciones quedan una y otra vez impunes y desgarran familias enteras.

Más al norte, cerca de la localidad de Minova, hay otra consulta de MSF para mujeres. Batasema Tulinabu, de 48 años, cuenta que un hombre la asaltó en agosto de 2011 mientras estaba en el campo cultivando. “Me dijo que me había estado buscando. Le hice notar que estaba embarazada, que estaba de ocho meses. Pero dijo que le daba igual. Me violó y me pegó”, recuerda Batasema. Al principio, no quería decirle nada a su marido: tenía miedo a ser repudiada. “Pero tenía muchos dolores y al final me vi forzada a decírselo”. Los problemas uterinos la obligaron a abortar. La pareja continuó unida, pero aún lucha por salir adelante.

Mientras Batasema explica su historia, un hombre enclenque con la camisa rota asoma la cabeza. Es Hottel Kissandro, su esposo. Se sientan juntos por un momento, antes de abandonar la consulta y volver a casa para cuidar de sus ocho hijos. “Mi marido no puede trabajar porque tiene problemas de discapacidad –dice Batasema–. No tenemos nada. Siempre que pienso en mi vida pienso en la pobreza”.

* Periodista y colaborador de Médicos Sin Fronteras.

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