Lado B
Entre la pluma y el balón
“Toda mi vida he pensado que mi padre ama más al futbol que a cualquiera de sus hijos”
Por Lado B @ladobemx
23 de mayo, 2013
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Entre martinis, cerveza y un puñado de anécdotas, la crónica del post-encuentro de la presentación de un libro.

 

Samantha Páez Guzmán

@samantras

Toda mi vida he pensado que mi padre ama más al futbol que a cualquiera de sus hijos. Recuerdo temporadas en las que jugaba viernes, sábado, domingo y luego llegaba a casa a ver los resúmenes de los partidos de la primera división. Sólo hasta que terminaban podíamos hacer algo como salir a cenar o ver películas. Mi consecuente indiferencia (o rechazo) hacia el futbol, me llevó a dudar que el amor por ese deporte pudiera producir otra cosa que no fueran dinero y fama, hasta que me topé con Armando Oviedo y su “Manzanas de Sodoma”.

Quizás debí adivinarlo con tantos escritores aficionados como Nabokov, John King, Jean Paul Sartre, Albert Camus, Miguel Delibes, Mario Benedetti, Javier Marías o Juan Villoro, quienes hablaron del balompié en alguno o varios de sus textos. Pero pude entender con claridad por qué la literatura y los autores se alimentan del futbol hasta la noche en que compartí la mesa con cuatro escritores y un futbolista.

Fue después de la presentación del ya mencionado libro en las Galerías del Palacio hace varios días. Armando Oviedo y yo nos dirigimos al Vittorio’s de los portales. El poeta Eduardo Cerecedo y el jugador del Puebla de la Franja, «El Mostro” Álvarez se nos habían adelantado y para cuando llegamos ya ocupaban una mesa. Nos sentamos, él pidió una cerveza y yo un café. Al poco rato llegaron Beatriz Meyer y Enrique Pimentel, ella narradora, él poeta. Pedimos de cenar. Mientras llegaba la comida, comenzó la charla.

—Para ser seleccionado de la universidad -dijo Oviedo- tuve que formar mi equipo con los nerds de la facultad de Sociología, yo era el único que jugaba más o menos futbol. Después de un montón de esfuerzo me dieron mi camiseta del equipo del PUMAS-ENEP-Aragón. Ese mismo día me dijeron que el domingo nos teníamos que ir a jugar a Morelia, pero yo tenía examen el lunes y le dije al entrenador que no podía ir. Me mandó a darle tres vueltas a la cancha y luego me volvió a preguntar si iba a ir, le dije que no, entonces me pidió de regreso la camiseta. Ellos fueron allá y yo decidí ser sociólogo, haciéndole un bien al fut y un mal a la sociología, porque le salí escritor.

Armando dice luego que ese día se definió su destino porque de haber seguido en el PUMAS-ENEP-Aragón tal vez se hubiera vuelto profesional y hoy tal vez no sería escritor. Aunque no de manera profesional, Armando sigue practicando futbol, de hecho juega con Eduardo Cerecedo en un equipo de veteranos. Un día tuvieron una reta con un grupo de jóvenes estudiantes, con grandes esfuerzos mantenían el empate cuando uno de sus compañeros de equipo -quizás algún reconocido investigador de humanidades-, bajó el balón con el pecho y como en cámara lenta hizo el disparo. Para sorpresa de todos los jugadores el balón entró en la portería. Cuando Armando se acercó a su compañero para felicitarlo, éste tenía lágrimas en los ojos: era el primer gol que metía en toda su vida.

Al final del relato nos quedamos callados. Bety y yo intercambiamos miradas, éramos las únicas en esa mesa que no teníamos una relación tan cercana con el futbol. Miraba a Bety queriendo preguntarle “¿será posible?», tal vez ella me decía lo mismo. No había sabido de nadie que llorara por haber metido un gol. Había visto llorar a alguien por perder un partido, porque su equipo favorito perdiera la final o quedara eliminado, pero no por meter un gol.

—Me sorprendió mucho su reacción -siguió Oviedo-, pero yo creo que ese es el chiste, nunca dejar sorprendernos, de maravillarnos por las cosas. Eso también tiene que suceder con la literatura, tenemos que ver con ojos nuevos, con ojos de niños, para poder sorprendernos de las cosas comunes y corrientes a las que ya no prestamos atención.

Si se trata de sorpresas, a mí me sorprendió que un futbolista de Puebla presentara un libro de minificcción, aunque al tiempo que llegaban los platillos llegó la explicación a ello: a Armando Oviedo había sido profesor de Redacción del Mostro en la preparatoria. El Mostro cree que de eso tal vez no aprendió mucho, pero sí aprendió otras cosas de Armando.

Alexandro, según Armando, escribe bastante bien y muchas de sus historias son de futbol. Y, según el Mostro, no es el único. Le tocó una vez que durante un entrenamiento uno de sus compañeros se salió corriendo de la cancha, los otros extrañados dejaron de hacer el ejercicio. Lo vieron sacar rápidamente una libreta de su mochila y ponerse a escribir.

Luego encontré, para terminar de romper con el estereotipo, que también el exfutbolista argentino Jorge Valdano escribió un libro de cuentos.

Y sobre los estereotipos Pimentel dijo que no existen en la vida real. Puso el ejemplo de James Bond, personaje de Ian Fleming, que puede pelear contra los malos, disparar, nadar, manejar y tener sexo sin despeinarse un solo cabello o perder nunca el estilo.

—¡Claro!  -dijo Armando-, quién puede tomarse cinco o seis martinis seguidos sin salir del lugar arrastrándose. La última vez que tomé martinis aparecí en la cama de mi casa sin saber cómo había llegado y debiendo el doble de martinis a mis compañeros.

—Nosotros te pedimos un taxi -aclaró Cerecedo-, no se te olvide que ahora nos debes dos martinis a cada uno, ya que esa vez te emborrachaste y no pagaste nada.

Armando sonrió y se comprometió a pagar, pero en dos sesiones porque él no podía tomar más de tres y ya les debía seis.

—Bueno -dijo El Mostro-, en todo caso yo vivo con James Bond porque mi mujer se puede tomar cinco martinis sin que le pase nada.

Todos reímos mientras la esposa del futbolista se ponía roja y sonreía apenada. Para entonces ya llevaba tres whiskys con agua mineral y un poco de refresco de cola. Bety, vaso y medio de vodka con agua natural; Oviedo dos cervezas, Cerecedo dos cervezas. Pimentel un café y un pastel, el Mostro un café y un agua, igual que yo.

—Es como el estereotipo del entrenador llanero que en sus buenos tiempos fue el jugador estrella y que por no ahorrar se fue a la ruina -continuó Armando-. Yo leí la historia de un jugador que había sido seleccionado de Polonia, como le entraba duro al chupe se fue a la ruina, entonces se volvió profesor de educación física o algo parecido. Un día cuando regresaba de un bar chocó, todos los balones que llevaba en la cajuela se salieron y se regaron por el camino. Se me hizo una imagen genial que Gilberto Prado Galán recogió en su libro “Sobre héroes y hazañas”, donde abundan las historias de deportistas fracasados.

—Pues  -le siguió El Mostro-, yo tenía un compañero brasileño que tomaba sólo en envases de Powerade porque la etiqueta cubre todo y no se ve lo que está tomando, como sus cuates eran los aguadores se lo llenaban de cervezas. Así se la pasaba entrenando y tomando cerveza, no sé cómo aguantaba.

Cerecedo, Pimentel, Oviedo y El Mostro se soltaron con las anécdotas futboleras. Yo me acordé de una en particular. Había acompañado a mi padre y mis hermanos a ver un torneo rápido en el pueblo de mi papá, Tres Valles, Veracruz. En uno de tantos juegos había un chico que jugaba descalzo, antes de entrar a la cancha se quitaba las chanclas, limpiaba un poco el terreno de piedras y se ponía a jugar. Le pegaba el balón durísimo. Además, al tipo parecía no importarle lo caliente que estaba la tierra.

—En el futbol pasa de todo -decía El Mostro-, hay equipos que te inundan el vestidor en el medio tiempo para desconcentrarte. Una vez me tocó que contrataran a unas muchachas para entretener al goleador del equipo contrario, le dieron el nombre del delantero y del hotel donde se estaba hospedando. Al día siguiente los tipos vieron que el jugador subía y bajaba por la cancha como si nada, entonces les preguntaron a las muchachas que si habían estado con el hombre que les dijeron, ellas respondieron que sí, estuvieron con él toda la noche. Los otros desconcertados preguntaron si estaban seguras, las otras confirmaron que sí. El cabrón hasta les metió dos goles. Resulta que el jugador había ido con su papá, los dos se llamaban igual. Cuando las muchachas dieron el nombre, el recepcionista las mandó al cuarto del señor, que durante todo el partido se la pasó acostado en las gradas roncando y con una sonrisa de oreja a oreja.

Otra vez, ya como jugador del Puebla, mandaron a las fuerzas básicas en camión a Tijuana, son más de 24 horas de viaje. Los pararon en un retén, los hicieron bajar y después de que explicaron que iban a jugar los dejaron ir. Luego, kilómetros más adelante, los volvieron a parar los militares, cuando los futbolistas les dijeron que apenas los habían revisado, los soldados les respondieron que ese retén era de “los otros”.

—Pues qué esperas -lo animó Bety-, esas son las historias. Con eso tienes para armar un libro.

—Sí, ¿verdad? -le respondió El Mostro-, lo malo es que yo escribo mejor cuando estoy triste, pero ahora todo está muy bien.

El Mostró se volteó a darle un beso a su esposa. Según Oviedo, Alexandro tiene una historia muy bonita que escribió para su hijo sobre un balón de futbol que quería ser balón profesional, ver un estadio lleno de personas.

Después de más de tres horas de plática, el restaurante está a punto cerrar. La mesera pregunta por última vez si queremos algo. Sólo pedimos la cuenta.

Ya en los portales nos despedimos. El Mostro se fue con su chica Bond. Eduardo y Armando se fueron caminando a su hotel. Meyer y Pimentel fueron por su coche al estacionamiento. Yo caminé a casa orgullosa de saber un poquito más de literatura y futbol.

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