Lado B
La ética como ventaja competitiva
En el planteamiento de lo que llama “la estructura dinámica del bien humano”, el filósofo jesuita canadiense Bernard Lonergan (1904-1984) plantea un dinamismo de tres niveles en el que bien y mal están intrínseca y dialógicamente ligados.
Por Lado B @ladobemx
17 de abril, 2013
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“Un grupo de gasolineras en la Ciudad de México es muy exitoso, sus estaciones están abarrotadas mientras los competidores sufren y envidian. ¿Su receta?, se comprometen a vender litros de a litro. En un entorno donde el litro de gasolina es una especie en extinción, vender una obviedad (ética) es la clave…¿Litros de a litro, medicina honesta?, ¿no debería ser esa la norma? Nuestro sistema está enfermo, pues ahora da cabida a que la excepción sea el comportamiento ético”. Eduardo Caccia.

Martín López Calva*

 @M_Lopezcalva

En el planteamiento de lo que llama “la estructura dinámica del bien humano”, el filósofo jesuita canadiense Bernard Lonergan (1904-1984) plantea un dinamismo de tres niveles en el que bien y mal están intrínseca y dialógicamente ligados. El tercer nivel del bien humano en construcción es nivel del valor y su contraparte es el mal entendido como aberración o distorsión de la cultura.

Este nivel del mal es el más profundo y difícil de contrarrestar porque está arraigado en la conciencia colectiva y distorsiona la forma en que percibimos, entendemos, juzgamos y valoramos la realidad y por lo tanto, deforma también la manera en que decidimos y actuamos en ella.

Porque el mal considerado como fenómeno estadístico, el mal que está compuesto por casos particulares, es causado por la actuación no ética de cierto número de individuos que dañan a los demás con su comportamiento.

En toda sociedad existirá cierto número de sujetos que decidan por determinadas razones atribuibles a su conciencia personal o al entorno adverso en el que nacen y se desarrollan, actuar de manera contraria a la que marca cualquier código ético o incluso legal y cometan actos que lesionen a los demás en su integridad física –violencia, violación, agresión, asesinato- o en sus posesiones –robo, fraude, extorsión- y con ello causen un daño a la sociedad en la que viven. Estos actos particulares pueden ser más o menos según el clima social que se viva y factores como la vivencia de un estado de derecho o la existencia de una situación de impunidad. Por ello son parte de las estadísticas.

Por otra parte, el mal estructural, que es más complicado de revertir que el mal particular, es el mal que no es ocasionado por la decisión destructiva de un cierto número de sujetos individuales sino el que se genera a partir de una inadecuada organización y funcionamiento social.

El mal estructural se va constituyendo a partir de distintas dimensiones que se distorsionan y se vuelven en contra de los procesos de humanización que deberían caracterizar a una sociedad bien organizada.

Estos niveles son: la legislación o normatividad injusta , inequitativa o discrecional; la inadecuada estructuración y operación del gobierno; el establecimiento o adopción de modelos económicos o políticos injustos o generadores de desigualdad; la creación y funcionamiento sesgado de las instituciones que soportan el tejido social, etc.

El mal estructural trasciende entonces la voluntad de los individuos puesto que el daño que se genera a partir de él ya no es el de casos particulares que crecen o decrecen estadísticamente sino el de una situación sistemática en la que de manera continua se están produciendo acciones deshumanizantes que afectan ya no a unos cuantos ciudadanos sino a grandes núcleos de la población.

En toda sociedad existen actos de violencia, pero no es lo mismo la experiencia de un cierto número de asesinatos en un país que la vivencia de una situación en la que todos los incentivos están orientados hacia la generación y reproducción continua de la violencia y el mal funcionamiento de las instituciones que regulan la economía y la aplicación de la justicia contribuye al flujo sistemático de acciones violentas como la que estamos viviendo en México de unos años a la fecha.

Pero más grave aún que el mal estructural es la existencia de lo que Lonergan llama el mal como aberración de la cultura. Porque en este nivel, el mal ya no solamente se ha instalado de manera sistémica en toda la estructura de funcionamiento social sino que se ha introyectado en la conciencia de todos los miembros de la sociedad.

La cultura es el conjunto de significados y valores que determinan el modo en que vivimos, dice este autor. De manera que el mal como distorsión de la cultura implica que se ha distorsionado ese conjunto de significados y valores y por lo tanto, se ha desviado la forma de vivir de la sociedad.

Dicho en términos muy simples, esta aberración de la cultura en el nivel de la ética se manifiesta en el hecho de que socialmente empecemos a ver como bueno lo que es deshumanizante y a menospreciar lo auténticamente bueno, es decir, lo que nos hace vivir de manera más humana como personas y como sociedad.

La aberración de la cultura valorativa se expresa en los signos y en los lenguajes cotidianos. Una sociedad que tiene como dichos populares: “la corrupción somos todos”, “el que no transa, no avanza” o “el gandalla no batalla” es una sociedad que está inmersa en este mal cultural profundo que como lo hemos experimentado, se transmite y ahonda de generación en generación.

El compositor argentino Enrique Santos Discépolo expresa esta aberración cultural de nuestra época –lo hace en las primeras décadas del siglo veinte- en su tango “Cambalache” que han interpretado artistas como Eugenia León o Joan Manuel Serrat: “todo es igual, nada es mejor. Lo mismo un burro que un gran profesor”.

En la escuela lo vivimos cotidianamente. Los alumnos que muestran dedicación y gusto por el estudio son objeto de burla y de calificativos peyorativos como “noños”, “tetos”, “nerds”, etc. y aquéllos que no estudian y se dedican a cuestiones superficiales y a pasarla bien en su trayectoria escolar es a los que se admira y se considera como “populares”.

Vivimos hoy en una sociedad enferma, con una cultura valorativa distorsionada en la que nuestros jóvenes aspiran a ser narcotraficantes y no profesionistas porque el mal estructural en que vivimos se ha encargado de invertir los incentivos y hacer que una profesión u ocupación honrada y legítima sea muy difícil de ejercer y muy mal remunerada además de socialmente sin valor, mientras se convierte en estrellas mediáticas a los que se dedican a actividades ilícitas, exhibiendo sus lujos y excentricidades y la manera en que el sistema hace prácticamente improbable que reciban una sanción adecuada a sus acciones.

Nos encontramos en una sociedad distorsionada en la que nuestro hijos, nuestros alumnos van aprendiendo que “el que no transa no avanza”, que dar “mordida” es la forma natural de proceder cuando se comete una falta de tránsito y que se puede faltar al respeto a los demás cuando uno tiene prisa y necesita resolver rápidamente un asunto o simplemente tiene flojera de caminar y decide dejar su auto en el lugar de discapacitados o en doble fila estorbando el tráfico.

Educamos de manera que esta aberración de la cultura se va ahondando y transmitiendo a las nuevas generaciones que van creciendo en la idea de que “los litros de un litro” o los médicos que no quieren lucrar con nuestra enfermedad sino sanarnos son la excepción y no la regla.

Una sociedad en la que la ética se va volviendo una ventaja competitiva en los negocios porque se vende como una mercancía escasa y por lo tanto deseable –encontrar restaurantes con comida de buena calidad, bancos que no abusen en las tasas de interés y comisiones, agencias de autos que no nos engañen cuando llevamos nuestro coche a servicio, maestros que se dediquen realmente a educar a nuestros hijos, etc.- es una sociedad profundamente dañada.

Revertir este daño nos va a tomar varias generaciones. Hay que empezar ahora, es una tarea impostergable si queremos tener un futuro como país y salir de la ley de la selva en que estamos convirtiendo nuestra convivencia social.

Tal vez en este mundo centrado en la competitividad económica una manera de empezar sea convenciendo a la gente que se dedica a vender productos o a prestar un servicio profesional, de que la ética es redituable aún económica y políticamente porque los ciudadanos estamos cansados de que se nos engañe y queremos “litros de a litro”, negocios honestos, maestros con vocación y políticos que sirvan a la gente.

*Doctor en Educación por la Universidad Autónoma de Tlaxcala. Ha hecho dos estancias postdoctorales como Lonergan Fellow en el Lonergan Institute de Boston College (1997-1998 y 2006-2007) y publicado dieciocho libros, cuarenta artículos y siete capítulos de libros. Actualmente es académico de tiempo completo en el doctorado en Pedagogía de la UPAEP. Fue coordinador del doctorado interinstitucional en Educación en la UIA Puebla (2007-2012) donde trabajó como académico de tiempo completo de 1988 a 2012 y sigue participando como tutor en el doctorado interinstitucional en Educación. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores (nivel 1), del Consejo Mexicano de Investigación Educativa (COMIE), de la Red Nacional de Investigadores en Educación y Valores que actualmente preside (2011-2014), de la Asociación Latinoamericana de Filosofía de la Educación y de la International Network of Philosophers of Education. Trabaja en las líneas de filosofía humanista y Educación, Ética profesional y “Sujetos y procesos educativos”.

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