Lado B
Los evangelistas de Santo Domingo
“Secretario particular del público, una máquina para la correspondencia confidencial, un archivo viviente”
Por Lado B @ladobemx
22 de marzo, 2013
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Personajes de la ciudad de México ocupados desde hace más de cien años en escribir, escribir esto o aquello, lo mismo cartas de amor que una solicitud de trabajo, tesis, tareas, poemas, amenazas  y declaraciones fiscales. Mujeres y hombres sentados con sus máquinas de escribir esperando al cliente, el dictado, haya sol o lluvia, para llenar de letras las hojas.

 

Elena Salamanca

Santo Domingo es una de las plazas más populares del centro histórico de la ciudad de México, a solo unas calles de catedral. Pero hasta aquí no llegan, como al resto del centro histórico, los turistas japoneses con sus cámaras, ni los ingleses con sus mapas y sus diccionarios de español, sino los mexicanos más perdidos, los extraviados en el laberinto de la burocracia, los que necesitan escribir una solicitud de trabajo o de crédito bancario, una carta a un familiar o a una novia sin teléfono o sin correo electrónico. Quienes escriben esos documentos son los evangelistas, ahora conocidos como mecanógrafos, y llevan más de cien años apostados en el portal de Santo Domingo, en esa ciudad de 22 millones de habitantes.

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Un evangelista es, en México, en esta plaza, alguien que escribe. Cartas, solicitudes, recibos, facturas. Los evangelistas llevan ese nombre porque, al igual que los evangelistas bíblicos, escriben lo que otro dicta. Son parte de la memoria histórica de la Ciudad de México. En el siglo XIX, cuando escribían con pluma de ganso, eran personajes de la ciudad, y hay incluso libros, como Los mexicanos pintados por sí mismos, (Casa de m. Murguía, portal del Águila de oro, 1855) que les dedican capítulos para explicar el oficio. Eran ellos quienes entonces escribían y leían cartas para los analfabetos, quienes escribían cartas para las mujeres cortejadas y enviaban sus respuestas, quienes levantaban documentos para la aduana que desde el siglo XVIII se erige frente a la plaza de Santo Domingo. Con los años dejaron la pluma de ganso y aprendieron mecanografía. En los 50 escribían en grandes máquinas mecánicas, con cintas negras y rojas. Después, llenaron de conexiones eléctricas el portal y llevaron sus máquinas IBM, pudieron borrar errores sin dejar constancia y comenzaron a llamarse a sí mismos mecanógrafos. México crecía y, con él, su institucionalidad y, con la institucionalidad, la burocracia y, con la burocracia, las formas y documentos necesarios para cualquiera que necesitara dinero o un trabajo, para cualquiera que tuviera una deuda o una queja, para cualquiera que fuera mexicano.

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El suelo del Portal de Santo Domingo está lleno de papeles pisoteados: papeles para cartas, para procesos, papeles que fueron blancos y ahora son grises, negros, húmedos. Por ese suelo se mueven los zapatos cafés, tacón de cuña, punta redonda y hebillas de Lulú. Lulú es María Lourdes Alba Balderas, de 72 años, hija de evangelista, esposa de tipógrafo, madre de dos tipógrafos y de una ingeniera, abuela de una niña de tres años. Arrastra una mesa con su máquina verde, enorme, hasta llegar al puesto número 10 del portal, heredado de su padre.

La mesa de madera tiene tres gavetas. En cada gaveta hay cintas de máquina y papeles tamaño carta y tamaño oficio, blancos y de colores para cartas coquetas (Hola, mi amor, mi vida, mi rey, mi príncipe, ¿cómo estás, corazón?, mi muñeca, mi esposa, mamacita).  Sobre la mesa, reina la máquina Olympia verde menta de los años 60, desmedida, como un transatlántico encallado durante medio siglo. Lulú llegó aquí hace 54 años como llega ahora: puntual. Llegó de mañana, a las 10, como llega desde entonces. Pero aquel día iba a acompañada de su padre, no tenía problemas en las piernas, como ahora, y caminaba rápido, ansiosa por su primer día de trabajo.

—Muy mona, muy simpática, y muy nerviosa. Ese día fue espantoso. Vino un señor que quería que le escribiera una tesis, y dictaba y dictaba y cuando terminó yo me di cuenta de que no había escrito nada. De los puros nervios.

Todos los días, desde las 10 de la mañana hasta las cinco de la tarde, se sienta a esperar clientes. Algunos piden cita. Hoy le han pedido cita para las 12, y Lulú espera: sentada frente a su Olympia, pantalón amarillo mostaza, blusa de colores –café, ocre- y un saquito amarillo mostaza decorado con un prendedor de flores. Mientras espera, escribe en su máquina lo que llama su pensamiento diario: “SEÑOR, TE DOY TODO MI AMOR POR TODAS Y CADA UNA DE LAS BENDICIONES Y TU GRAN MISERICORDIA”. Tipea con sus dedos de uñas largas, cuidadas, brillantes, pintadas de color uva. Una mujer le dice:

—Qué bonito color de uñas.

Lulú sonríe, muestra las uñas, termina la última frase: “BENDÍCENOS PADRE MÍO”.

Se hacen las doce del mediodía, y después las dos de la tarde, pero el cliente que le ha pedido cita no llega.

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Este portal de piedra gris fue construido en el siglo XIX y una placa señala la efeméride: Portal de los evangelistas 1869-1928. Se tiene noticia de los escribanos de la plaza desde el XIX, pero no se descarta que el oficio sea más antiguo, del siglo XVI o XVII. En ese espacio se apostaron siempre los escribanos de la ciudad de México que, así como levantaban documentos aduanales, escribían cartas familiares y personales. En 1926, trasladaron al portal a los tipógrafos que se asentaban en el Zócalo. En el portal hay 25 puestos de escribanos y 30 de tipógrafos que, de trabajar con los tipos gráficos, han pasado a hacer tarjetas de graduación, quince años y recuerdos para fiestas en la computadora. En los kiosquitos de metal de los tipógrafos hay brillantina, listones, papel, cartón, dibujos de flores y de mariposas, listones. Comparados con las mesas austeras de los evangelistas, son espacios casi escandalosos.

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Se hacen las tres de la tarde y unos clientes de Lulú, que necesitan declarar impuestos, no llegan.

—Ahora hay que actualizarse, con la firma electrónica, y guiarlos- dice Lulú.

Entonces aparece un hombre con un formulario que debe ser llenado en letras mayúsculas. Lulú lo revisa y le dice:

—Las letras de mi máquina son muy grandes, esto tiene que ser con máquina eléctrica. Hay que buscar la letra que quede mejor en el documento, venga.

Lo conduce por el pasillo para recorrer diez puestos más, hasta llegar al de “el secretario”, Miguel Ordoñez, de 64 años. Miguel Ordóñez no es secretario, sino el presidente de la Asociación de Mecanógrafos y Tipógrafos de México, y escribe en una máquina eléctrica IBM. Es blanco y canoso, usa una gorra negra, habla flemáticamente y cita poemas cada vez que intenta explicar algo. Llegó hace 35 años al portal porque leyó un anuncio en el periódico y aplicó al trabajo. Desde entonces ha escrito de todo: tesis universitarias, tareas escolares, poemas, novelas, cartas, libros de cuentas, recibos, facturas, oficios legales, currículums, solicitudes de trabajo, solicitudes de préstamos.

—La gente cree que este es un oficio romántico, que uno escribe cartas de amor. Ya no hay de eso, los jóvenes son más breves, dicen todo en dos palabras: ‘Te amo’, y a lo que te cruje, Chencha. Pero aquí uno oye de todo, lo más duro de la vida, la realidad. Todos los días oímos cosas terribles.

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Si en el siglo XIX se acercaban las mujeres que querían responder una carta de amor –carta en una mano, abanico o sombrilla en la otra como aparecen en las ilustraciones de la época-, ahora se acercan los desempleados, los contribuyentes, los perjudicados por el sistema judicial o los están recién dados de alta por el sistema de salud. Unas cuadras antes de llegar a Santo Domingo, los comisionistas, que trabajan buscando clientes para evangelistas y tipógrafos, se acercan a los caminantes:

—¿Qué buscas?

—¿Facturas?

—¿Impresiones?

—¿Una credencial falsa?

—¿Un pasaporte falso?

—¿Qué buscas?

En el puesto de Marcial Juárez, el número 22 de los 25 puestos de mecanógrafos del portal, se sienta una mujer de unos 40 años, pantalón y saco de color rosa viejo y pelo pintado de caoba agarrado con una pinza. Se sienta en una maleta vieja y saca de un fólder sucio unos sellados. Quiere sacar de la cárcel a su marido y habla despacio, mirando hacia los lados. Marcial Juárez, de 40 años, hijo de evangelista y con ocho años de trabajo en el portal, llena los papeles que la mujer pide en su máquina eléctrica IBM crema, el color de los equipos electrónicos antiguos. La mujer permanece allí una hora, entre las seis y las siete de la tarde, primero con amenaza de lluvia y luego con lluvia declarada, mientras la mayor parte de los evangelistas levantan sus mesas y máquinas y las llevan a un patio central que funciona como bodega. El pasillo de los mecanógrafos queda cada vez más vacío, el piso tapizado de restos de papeles, comida, bolsas y botellas de plástico. Al cabo de una hora, Marcial cobra 300 pesos, unos 22 dólares, y la mujer se levanta y se va bajo la lluvia, aferrando el fólder sucio con los formularios. Casi todos los mecanógrafos dejan el portal entre las cinco y las seis pero Marcial Juárez, que es el más joven, se queda siempre hasta las siete, cuando los puestos de los tipógrafos ya han cerrado. Hoy, a las siete de la noche, llega un hombre con una factura de servicios públicos. La factura tiene fecha del año 2009, y el hombre pide a Marcial que la cambie a 2011. Marcial observa el papel, la fecha, la tipografía. Saca una hoja de papel con números, letras mayúsculas y minúsculas, signos de puntuación.

—¿Puede? –pregunta el hombre.

—Son 80 pesos.

El hombre saca de su billetera 80 pesos, y Marcial introduce el recibo en la máquina, coloca sobre ella el papel con los números, las mayúsculas y los signos, y escribe, sobre el 09, un 11. Una nueva fecha, una deuda menos.

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El oficio de evangelista es exclusivo de la Ciudad de México. En 1926, evangelistas y tipógrafos fundaron la Asociación de Mecanógrafos y Tipógrafos de México, y hoy hay 100 mecanógrafos afiliados, entre hombres y mujeres, afiliados, aunque apenas 25 están activos, según asegura Miguel Ordoñez.

En los años 70,  la figura del evangelista se coló hasta el cine: en 1972, Ignacio López Tarso se convirtió en El profeta Mimí, donde era un evangelista en la mañana y un asesino en serie por las noches. Tres años después, Cantinflas se sentó en una silla frente a una mesa celeste con una máquina de escribir grande, mecánica, negra. Una fila de mujeres le dictaba cartas en El Ministro y yo, donde Cantinflas se convertía en ministro por error al escribir una carta que le era dictada en el portal.

El Portal de Santo Domingo es visitado frecuentemente por universitarios o escolares que deben escribir sobre este peculiar oficio, y por documentalistas que creen que allí aún se escriben cartas de amor.

En un documental filmado en 2009 por los brasileños Tatiana Carvalho Acosta y Fernando Resende aparece Salvador Palacios, nacido en 1922. Ahí, a los 87 años, tipea en su máquina eléctrica. Salvador Palacios murió a finales de 2011. Era el más antiguo del portal, el más antiguo en la profesión, y había visto el cambio de las enormes máquinas mecánicas a las más pequeñas, de esas a las máquinas eléctricas y luego a las computadoras de los despachos que ahora abundan en las notarías o centros gubernamentales y que acortan el camino burocrático de los defeños. Salvador Palacios decía a los documentalistas: “De todo lo que se quieren enterar ya no existe nada”. Porque los documentalistas querían saber sobre las cartas de amor. Sin embargo, a principios de abril, Marcial Juárez escribió, después de mucho tiempo, una carta de amor.

—Vino un muchacho ciego y me pidió que le escribiera una carta. Era para una muchacha de Oaxaca que él pretendía.  Él iba a enviar la carta con una persona  y esta persona iba a traerle la respuesta. Quién sabe qué le habrá contestado la muchacha.

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Ya en el siglo XIX, la figura del evangelista estaba tan vinculada al DF y a los principales oficios de los mexicanos que los cronistas de la época lo describían como “Secretario particular del público, una máquina para la correspondencia confidencial, un archivo viviente”. En verdad, eran seres muy míseros que, gracias a saber leer y escribir, estaban un peldaño por encima de los que, además de pobres, eran analfabetos: “Un empleado sin ascenso y sin monte pío (…) Un hombre pobre que escribe, duerme y come, y que come solamente cuando escribe”, reseña Los mexicanos pintados por sí mismos.

Las cosas no han cambiado tanto en términos de asistencia pública. Aunque saben de memoria todos los documentos  y trámites de la burocracia mexicana, los mecanógrafos no tienen seguro social ni prestaciones, de modo que no pueden jubilarse y  trabajan hasta la muerte. Lulú tiene muy viva la imagen de Chavita, como llamaban a Salvador Palacios:

—Chavita, que en paz descanse, era muy rápido. Él no sabía mecanografía, escribía con sus dos dedos anulares y sus dedos gordos –muestra sus manos formando una L con ambos dedos-, pero era tan eficiente, tan veloz.

Con sus 87 años, arrastraba la mano temblorosa por el teclado y escribía. Un día, simplemente, no volvió.

—Después nos dimos cuenta de que había muerto –dice Miguel Ordoñez.

La vida de Lulú cabe con exactitud en el portal. Ahí, de niña, miraba el trabajo de su padre, y cuando de joven estudió mecanografía sabía que iba a trabajar como él:

—A mí siempre me ha gustado la redacción, de chiquilla hasta escribía cuentos y ganaba concursos.

Ahí, cuando era una jovencita, conoció a Isaías, un tipógrafo que trabajaba junto a su puesto y que aprovechaba la hora del almuerzo para sentarse junto a ella y hablar de lo único que sabía: tipos de letras. Le hacía bromas, y así la enamoró. Después, tuvieron y criaron a tres hijos. Hoy, su esposo trabaja en el kiosco de tipógrafos número 7, Lulú está en el número 10, y su hija, Fabiola, en el 19.

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El portal es un pasillo, pero puede ser también un túnel. Un sitio donde tanto se escribe una carta para solicitar un empleo que una amenaza de muerte, un anónimo o un trabajo de brujería.

—Una vez, comencé a escribir y lo que me dictaban y después me di cuenta de que era una amenaza –dice Lulú-. Era por una deuda, no era una amenaza de muerte, podía ser otra cosa, una golpiza. Decía pocas cosas, algo así como ‘Si no me pagas, vas a ver’. Hasta en eso era diferente la gente antes. Ahora no te avisan, solo llegan –amaga una pistola con la mano, señala- y ¡pum!

Hace años, cuando Marcial Juárez comenzaba en el oficio, escribió un embrujo. Un “trabajo”, dice.

—Llegó un señor y comenzó a dictarme una carta para una persona que quería hacerle un mal a un hombre. Decía: ‘Le tienes que hacer así, le tienes que hacer asá, para que funcione’. Y yo me asusté pero seguí escribiendo porque es mi trabajo y es el trabajo de él. Es trabajo, ¿no?

***

La historia contemporánea de México, llena de trámites y necesidades burocráticas, se ha escrito en este portal.  Para existir, para ser mexicano, hay que tener una partida de nacimiento, un acta de matrimonio o una de divorcio, reclamar impuestos, pagar recibos, tener deudas, solicitar préstamos. A la Plaza de Santo Domingo llegan los mexicanos más extraviados, los que no saben lidiar solos con esa catarata de trámites, los analfabetos tecnológicos, los viejos con Parkinson, las mujeres de migrantes desaparecidos, los ciegos. Aunque una hora de internet en un cibercafé cueste un promedio de 10 pesos, y en el portal se paguen 30 por una carta o 160 por un contrato, hay mucha gente que no sabe usar una computadora o acceder al correo electrónico.

—La gente viene porque no sabe usar una computadora o una máquina de escribir. O sabe pero  no sabe cómo escribir claramente sus ideas. Nosotros los ayudamos, ya sabemos de la redacción, de la ortografía, de la gramática, y los ayudamos. A veces no saben pronunciar bien las palabras, a veces les cuesta decir lo que quieren decir. Y si el que lo recibe no tiene paciencia, si no está acostumbrado a oír a gente que habla bajito, que habla con miedo, se va a desesperar y no lo va a ayudar a nada –dice Miguel Ordoñez.

Sentado frente a su mesa, Miguel Ordoñez comienza a buscar un libro. Abre gavetas, busca entre los papeles.

—Yo tengo dos clientes escritores, José Edith González y Mario Garnica, tienen entre 70 y 80 años, no son escritores jóvenes. Escriben a mano, en sus cuadernos, y vienen a que les transcriba sus libros. Ellos ya no saben cómo llevar el lápiz sobre el papel, y yo leo y reescribo sus garabatos.

Varias veces, dice, ha tenido que escribir cartas tristes, como las cartas para los inmigrantes.

—Son gentes que se han ido mojados hace años y por sus problemas legales, no tienen papeles, no pueden volver. Entonces vienen las señoras y les mandan cartas. Son cosas muy tristes: “Juanito se quedó así y ahora está asá, tenía siete años y ya tiene quince”. A veces mandan muchas cartas y no les contestan. Yo veo que vienen y vuelven a  mandar la misma carta. Pueden haber cambiado de dirección y ya no les llegan las cartas o puede que hayan conocido otra mujer y formado otro hogar. Vienen muchas señoras con maridos que se han casado allá, y le dicen y les piden que les expliquen, que tienen dos esposas, que si las han dejado de querer, que por qué no mandan nada para la familia, que dónde están. Te lo digo: este no es un oficio romántico. La gente cree que uno escribe cartas de amor. Pero al llegar a la casa me desconecto de todo lo que oí en el día, me olvido. Tengo 35 años aquí, y todo lo que he oído… Si recordara todo, ¿dónde estaría yo?

Elena Salamanca es escritora y periodista en El Salvador. Fue becaria de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Este texto se trabajó en el taller que impartió en 2012 la periodista argentina Leila Guerriero en la ciudad de México.

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Autor Lado B
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