Lado B
Lecumberri: el palacio más oscuro de la ciudad de los palacios
Una visita guiada por la prisión más temida de México durante 75 años
Por Lado B @ladobemx
22 de marzo, 2013
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Escenario de dolor, injusticias y crueldad, un «recinto de maldad», la cárcel mexicana con el peor de los pasados. Un edificio imponente y lúgubre que guarda en sus paredes y pasillos, dolorosos momentos de un pasado común y que, si bien hoy alberga al Archivo General de la Nación porque «las piedras no tienen la culpa», en 1900 fue construido para ser -hasta 1975- precisamente lo que fue: la prisión más temida, un palacio negro.

 

Cyntia Moncada

@cynmoncada

El Palacio de Lecumberri se construyó con el fin de ser la Penitenciaría de la Ciudad de México. Pero durante siete décadas y media fue, según el testimonio de muchos, el infierno en la tierra, el más oscuro palacio de la ciudad de los palacios.

Su tétrico pasado y la dolorosa huella que dejó en la memoria de los habitantes de la capital mexicana debió condenarlo a la desaparición cuando dejó de operar en 1975. Pero un año después, a petición de un grupo de historiadores, el entonces presidente de la República, Luis Echeverría Álvarez, concedió la posibilidad redentoria: la antigua prisión se convertiría en el Archivo General de la Nación.

Sus 860 celdas, diseñadas originalmente para encerrar a cientos de hombres, hoy resguardan 207 fondos documentales distribuidos a lo largo de 52 kilómetros, y 8 millones de fotografías que están férreamente custodiadas, como los presos de antaño.

Ubicado al oriente, más allá de la algarabía del barrio bravo de Tepito, del ir y venir de pasajeros en la Terminal de Autobuses, del parloteo y las protestas del palacio de San Lázaro en medio de una ciudad que nunca se detiene, Lecumberri es un edificio oscuro y silencioso.

Sobresale en el paisaje como un castillo medieval, una fortaleza impenetrable que se hunde todos los días en el suelo blando de la ciudad de México. Sus muros miden más de 40 metros de alto y están coronados por almenas y aspilleras que lo vuelven lúgubre. En la fachada, dos torres de vigilancia custodian cinco balcones y la puerta principal.

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Entre los mexicanos el Palacio de Lecumberri es un mito, un personaje de las páginas policiacas de la historia –como lo llama el escritor mexicano Carlos Monsiváis en su libro Los Mil y un Velorios (Debate, 2010)–, el escenario de asesinatos, violaciones, injusticias, torturas, degradación, castigos y crueldad. “En la mitología popular Lecumberri es lo prohibido, la vecindad sin salidas, la continuación de lo mismo entre rejas (…) es a la vez recinto de la maldad, la concentración de vicios y desechos humanos, y lo contrario, un espacio de solidaridad”, explica Monsiváis en el mismo libro.

Y si el mito se multiplicó y persiste hasta nuestros días es por quienes vivieron para contarlo, como el mexicano José Agustín que, en su Rock de la Cárcel, narra lo que vivió tras la rejas; o el colombiano Álvaro Mutis, que hace lo mismo en Diario de Lecumberri; o la periodista mexicana Elena Poniatowska que entrevistó a muchos de los presos e incluyó sus testimonios en libros como El Tren Pasa Primero y La Noche de Tlatelolco. La penitenciaría también fue parte importante en la obra de José Revueltas, quien pasó ahí varias temporadas, igual que el muralista David Alfaro Siqueiros.

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Es jueves al mediodía. Unas 20 personas están reunidas cerca de la puerta de hierro de Lecumberri, esperando que comience el recorrido guiado que el archivo ofrece todas las semanas. Es la única oportunidad que tiene el público de conocer todo el Palacio. El resto del tiempo sólo se puede acceder a las galeras si se tiene credencial de investigador.

Al entrar, lo primero es el silencio. Luego, el frío. Nada entra a Lecumberri sin autorización; ni el bullicio, ni el calor, ni los visitantes. Entrar es tan difícil como cuando funcionaba como penitenciaría, o más, porque entonces, si se tenía dinero, se podía pasar de todo: libros, comida, drogas. Hoy el único dinero válido son los 20 pesos que se tienen que dejar como depósito para meter las cosas en un casillero. Y sólo se entrar con lápiz, hojas sueltas, cámara y celular.

La guía anuncia el inicio del recorrido. La historia de la penitenciaría comienza como muchas otras cosas en México: con buenas intenciones.

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Es el 29 de septiembre de 1900, un día de fiesta. Las más importantes personalidades del país  están reunidas en los patios de San Lázaro, en las afueras de la ciudad, para acompañar al general Porfirio Díaz, el presidente de México, en la inauguración de la nueva Penitenciaría de la Ciudad.

México está por cumplir 100 años de independencia y comienza una época de esplendor. Se han inaugurado el primer sistema de tranvía eléctrico, las obras de desagüe y ahora la gran penitenciaría.

La construcción duró 15 años y costó más de 2 millones de pesos, pero valió la pena. Es la cárcel más moderna de Latinoamérica. Vino a sustituir a la cárcel de Belem, que ya era insuficiente para una ciudad de medio millón de habitantes, y con ella se inaugura un nuevo sistema penitenciario en el país, que somete al preso a una disciplina estricta basada en la reflexión durante la noche, el trabajo y la escuela durante el día, sin comunicación con los compañeros, puesto que la norma es permanecer en celdas individuales, modernas, ordenadas y de higiene absoluta. “La cárcel no comerá, pero sí será temida”, escribirían los periódicos al día siguiente.

Foto: kviff.com

Escena de la película Lecumberri, el palacio negro Foto: kviff.com

Durante la ceremonia inaugural, el primer director, Miguel Macedo, toma la palabra para pronunciar el discurso:

–Al poblarse estos recintos, se advertirá apenas que albergan seres vivientes, al perderse el eco de nuestros pasos comenzará el reinado del silencio y la soledad.

Mientras el director habla una multitud se apretuja a los alrededores. Todos quieren conocer el edificio que se adivina majestuoso. Mide 222 metros de norte a sur y 248 de este a oeste. Ocupa cinco hectáreas. Es imponente en un llano donde no hay casi nada. Cuando por fin la gente logra entrar, queda sorprendida. Primero hay una sección destinada a la administración, con habitaciones y oficinas. Luego están las celdas para los presos, perfectamente divididas en tres áreas. Las primeras son para los que están próximos a cumplir su condena. Al lado, están la cocina y la panadería. Después continúan las celdas de los reclusos destinados al trabajo en los talleres. Junto a ellas, los talleres y la escuela. Al  final, las celdas de incomunicación.

Las celdas miden 3.60 metros de largo por 2.10 de altura, tienen lavabo y escusado. Están distribuidas a lo largo de siete crujías en forma de estrella y convergen en un punto central. Allí se levanta un torreón de vigilancia, que permite el control de toda la penitenciaría. En la parte posterior están los baños y la enfermería.

Para la construcción de Lecumberri se estudiaron las penitenciarías de Europa hasta encontrar la más adecuada a las necesidades de la ciudad. El ingeniero Antonio Torres, encargado del proyecto, la diseñó basándose en la teoría del Panóptico, del filósofo inglés Jeremy Bentham. Ese sistema consistía en tener un control total de los presos y un proceso de rehabilitación disciplinado. Con esta inauguración quedaban atrás las condiciones deplorables de las anteriores cárceles mexicanas. Lecumberri era una nueva oportunidad de regeneración y de integración a la sociedad. Pero las buenas intenciones durarían poco.

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Un pasillo conduce al centro del edificio, el polígono. Donde antes estuvo el torreón de vigilancia hay un espacio para exposiciones temporales. Alrededor están las siete crujías que hoy son galerías numeradas. A cada lado de las galerías, filas interminables de celdas de puertas rojas, abiertas, en las que se almacenan todos los documentos, planos, mapas, ilustraciones, dibujos, escudos, códices, pinturas y lienzos producidos durante la colonia. Hay colecciones particulares y familiares, entre ellas las de los presidentes de México, y toda la información gubernamental desde 1524 hasta la actualidad, que se incrementa todos los días, tanto que el espacio ya es insuficiente. Y, además, el edificio se hunde todos los días y tiene riesgos de inundación.

Durante la remodelación las crujías fueron techadas y se colocaron mesas y cubículos para los investigadores. Cada sala está aislada del perímetro por una puerta de cristal y un policía en la entrada. El silencio es absoluto. Y, aunque el techo está cubierto por un domo transparente, todo parece estar hundido en la penumbra.

Ahí, en esos archivos que fueron celdas, hubo presos, inocentes y no, que padecieron los terrores de Lecumberri. Los visitantes miran en silencio aquel callejón sin salida. Nadie dice nada hasta que un gato blanco se une al recorrido.

–Le gustan las visitas– dice la guía mientras el gato se estira y luego se escabulle en los pasillos.

Cada una de las siete crujías estaba identificada por una letra, una para cada delito. Sin embargo, el archivo ha procurado olvidar dónde estaba cada letra.

–Se cuenta que se creó la crujía J –dice la guía– en un tiempo en que hubo muchas denuncias de violaciones, entonces se tomó la decisión de concentrar a todos los homosexuales en esa crujía para evitarlo y que de ahí viene el término “jotos”.

De los tiempos de cárcel ya no queda nada, ni una mancha en la pared, ni una celda con el mobiliario original. Apenas unas fotografías en la exposición del polígono, y los nombres y dibujos que los presos tatuaron en la corteza de los árboles.

–Yo trabajé en las oficinas de la Delegación Venustiano Carranza –dice uno de los visitantes–, veníamos seguido, era una cosa impresionante. Los presos nos gritaban “¡Miren cómo nos tienen!”. Lo que pasó aquí no se debería olvidar.

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Cuando la penitenciaría se construyó, estaba preparada para albergar a 714 presos, aunque tuvieron que hacer ajustes y acomodar a 996. Pero en1908 se autorizó una primera ampliación, y empezaron los problemas de superpoblación.

En 1971 Lecumberri alcanzó una población aproximada de 3800 presos, pero 5 años después llegó a tener 6 mil. Sin embargo, los números exactos no existen. Muchas personas estuvieron en Lecumberri, pero la sobrepoblación era tal que se prefería omitir nombres. Todos los espacios libres terminaron convirtiéndose en celdas: los pasillos, los patios, la enfermería, los talleres. Aquel sueño de una penitenciaría de vanguardia, con celdas suficientes y limpias, se esfumó en unas décadas.

–Era tanto el sobre cupo, que a veces tenían que dormir parados o rolarse la cama para descansar un rato –cuenta la guía en el recorrido.

Carlos Monsiváis en Los Mil y un Velorios define a Lecumberri: “A lo largo del siglo 20 en las galeras del ‘santuario del crimen’ actúan, se pelean, negocian y se matan los seres-sin-nada-que-perder (…) Lecumberri es lo prohibido, la vecindad sin salidas, la continuación de lo mismo entre las rejas”.

El escritor José Agustín, integrante de la llamada literatura de la Onda en México, ingresó a Lecumberri el 14 de diciembre de 1970 acusado de tráfico de drogas, junto con otros cuatro compañeros. Tenía 26 años. En El Rock de la Cárcel (1990) cuenta todo lo que vivió: “es un sitio cargado con las peores vibraciones de México. Debieron derruirlo”, escribió. “De vuelta a la crujía H, nos encerraron en un cuartito, la supuesta enfermería, y vimos llegar más remesas de detenidos. Los comandos de la crujía disparaban certeros puntapiés contra todos los recién llegados y el clima era de absoluto terror. A la hora de pasar lista las patadas continuaron y después metieron hasta a veinte detenidos en una celda hecha para tres”.

Los asesinatos en Lecumberri eran cosa de todos los días. Muchos de los presos mataban dentro de la penitenciaría para ganar dinero, para evitar que los extraditaran a otros países, los mandaran a Las Islas Marías –una colonia penal en las costas de Nayarit–, o simplemente porque no tenían nada que perder. De eso da cuenta Álvaro Mutis en su Diario de Lecumberri (1960), quien ingresó a la penitencia en 1959, a petición del gobierno de Colombia, donde fue acusado de fraude. “También en el penal Rigoberto mataba por encargo. Haciendo cuentas con él, una noche hallamos que de sus 65 años, 42 los había pasado en la Peni (…) Me confesó que no menos de treinta de sus muertos se los había ‘echado’ en Lecumberri”.

Un día, Rigoberto visitó a Mutis en su celda y sin más, comenzó a contarle sus pecados, “Al gringo me lo llevaron todavía vivo los dos jotos de la lavandería. Se lo habían cogido y perdía mucha sangre. Apareció colgado en el gimnasio y tuvimos que darle cincuenta pesos al celador para que no dijera que nos había visto entrar ahí.

“Pinche sargento Jesús María que creyó que me podía calentar así nomás. Toda la noche lo estuve esperando y cuando pasó con el rondín, se devolvió a ver de dónde venía el ruido y no dio ni un grito porque le atravesé el pescuezo”.

En el Palacio Negro, el que tenía dinero la pasaba bien, podía comprar privacidad, comodidad, seguridad y lujos.

“Pagamos diez pesos por cabeza para no hacer fajina a las cuatro de la mañana. Probamos la comida del rancho, pero nos pareció asquerosa y preferimos ayunar; en la H había un restorán: era carísimo y no teníamos dinero (…) Bañarnos en el vapor costaba diez pesos, pero era preferible a ir al baño centro donde los policías se robaban la ropa”, escribió José Agustín.

Según el testimonio de Rafael F. Lugo, la organización en las celdas estaba encabezada por un reo llamado “el mayor”, que tenía los mayores privilegios. Luego había un grupo de internos llamados “comandos”, que tenía que obedecer, sin protestar, todas sus órdenes. Este grupo tenía quienes obedecían, sin protestar, las órdenes del mayor y también gozaban de ciertos privilegios. Los castigos era parte importante de la vida. A los presos se les condenaba a la fajina, que consistía en asear la crujía, patio, baños y pasillos de la cárcel, durante la madrugada. Los comandos tiraban agua y los “fajineros” tenían que tallar y secar las lozas de cemento, en cuclillas. Eso duraba por lo menos cuatro horas y, si alguno se desmayaba, los comandos, a patadas y garrotazos, lo obligaban a continuar. El Apando, la celda de castigo, era uno de los lugares más temidos, pues ahí se condenaba al aislamiento absoluto y la oscuridad. Los recién llegados eran los que más padecían. Les tocaban castigos denigrantes, como meterlos a los registros del drenaje y obligarlos a sacar el excremento con las manos.

En los años 40, el presidente Miguel Alemán modificó el Código Penal para integrar el delito de disolución social, que prohibía realizar propaganda política en contra de los programas o acciones de gobierno. En esa época, Lecumberri incrementó drásticamente su población. Los primeros acusados de ese delito fueron estudiantes del Instituto Politécnico Nacional que protestaron en 1956, demandando mejora a sus instalaciones. Luego quienes participaron en la huelga ferrocarrilera de 1959, o en la movilización de campesinos en 1962, todos terminaron en Lecumberri. Pero el caso más excesivo fue la protesta estudiantil de 1968.

Durante un mitin en la plaza de Las Tres Cultura de Tlatelolco, se golpeó, asesinó y encarceló a cientos de estudiantes que participaron en la manifestación. Muchos fueron a parar a Lecumberri, otros tantos desaparecieron. Los días posteriores al 2 de octubre de 1968, el Palacio  Negro se llenó de las voces de estudiantes y maestros que daban testimonio de torturas para obligarlos a declarar. Muchas de esas atrocidades están reunidas en el libro La Noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska, donde aparece el testimonio de Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca: “El día 3 de octubre a las siete de la mañana, fui nuevamente traído a la cárcel de Lecumberri, en donde se me incomunicó en las peores condiciones, sin dejarme salir siquiera a hacer mis necesidades, las que tenía que hacer en un bote de veinte litros que jamás fue limpiado en los 28 días de incomunicación”.

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El recorrido continúa en el patio trasero. Allí estuvieron el psiquiátrico, la morgue –donde hoy funcionan los laboratorios de restauración– y dos edificios circulares con una torre de vigilancia al centro: los torreones 1 y 2.

Antes, los torreones se utilizaban para sacar a caminar a los presos de alta peligrosidad sin perderlos de vista. Luego funcionaron como espacio de castigo, que consistía en exponer a los reclusos a la intemperie por semanas o meses. Con el aumento de la población, terminaron adaptándose como celdas. Los dos edificios están hoy abandonados, aunque uno, en el que se recluía a los presos políticos, está abierto al público. Hoy aquellos presos son recordados con una placa, colocada en 2005, que reza: “Del pueblo de México a quienes con sus días, noches y años de cárcel contribuyeron a las libertades democráticas”, y le siguen una larga lista de hombres y mujeres que pasaron por esas rejas. En la lista aparecen José Revueltas y David Alfaro Siqueiros, presos en varias ocasiones por el delito de disolución social.

Escena de la película Lecumberri, el palacio negro Foto: kviff.com

Escena de la película Lecumberri, el palacio negro Foto: kviff.com

El torreón dos está cerrado al público. Lo custodian dos monumentos que, sin querer, señalan el inicio de la historia trágica de la penitenciaría. Son dos personajes ilustres en la historia de México: un Francisco I. Madero sin cabeza y un José María Pino Suárez destartalado. Más adelante, en uno de los departamentos de restauración, una placa reza: “En este salón se practicó la autopsia a los cadáveres de los cc. Francisco I. Madero y José María Pino Suárez, presidente y vicepresidente de la República. Cobardemente asesinados por la traición de un grupo de pretorianos del Ejército Federal, el 22 de febrero de 1913. El H. Ayuntamiento constitucional de 1918 dedica esta placa a su memoria”. Cuando, en 1913, Francisco I. Madero y José María Pino Suárez renunciaron a la presidencia y vicepresidencia de México –que habían conseguido en una elección democrática apenas un año antes, terminando con la dictadura de Porfirio Díaz– también firmaron su sentencia de muerte. La noche del 22 de febrero, luego de varias horas de estar prisioneros, se les avisó que serían trasladados a la Penitenciaría de Lecumberri donde permanecerían esperando su exilio fuera del país. Los subieron en coches distintos. Al llegar a la penitenciaría, los coches rodearon el edificio. El Mayor que escoltaba a Madero lo hizo bajar del coche y le disparó en el cuello. Pino Suarez murió de la misma forma unos minutos después.

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El recorrido por Lecumberri termina en la exposición de una de las obras que el muralista David Alfaro Siqueiros realizó durante una de sus estancias en prisión, el biombo “Licenciado, no te apures”, en el que describe con ironía el proceso judicial que vivían los presos de entonces. El “Coronelazo”, grado que se ganó peleando en la Guerra Civil Española y luego le quedó como apodo, pisó Lecumberri en varias ocasiones, de mayo a noviembre en 1930 y de 1960 a 1964 por disolución social, injurias contra agentes de la autoridad, resistencia de particulares y portación de armas prohibidas. En 2002 el diario mexicano La Jornada publicó “En Lecumberri con el Coronelazo”, un texto de Elena Poniatowska en el que narra una visita que hizo a Siqueiros y a Mutis junto con Luis Buñuel: “Al caer la tarde nos despedimos de los amigos. Inmóviles, ya nadie ríe, nadie habla tampoco. La cárcel es un pozo de silencio. Nos miran caminar hacia la salida y siento vergüenza. A don Luis (Buñuel) se le encorvan los hombros bajo el peso de nuestra libertad. Nos apresuramos. Arriba, encima de nosotros, veo al pasar un letrero: ‘Puerta de distinción’”.

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En 1976 Lecumberri era insostenible. Cuatro años atrás se había iniciado ya el diseño de nuevos reclusorios. Y, finalmente, el domingo primero de agosto, después de la visita familiar, comenzó el desalojo. Sergio García Ramírez, el último director de la penitenciaría, recuerda esos últimos días en su libro El Fin de Lecumberri (1979): “El 26 de agosto, al medio día, el Jefe de Vigilancia me rindió parte sin novedad, y en su acostumbrado informe sobre movimiento de población se notaba que en Lecumberri no había ya reclusos; en ese día salieron los últimos hacia las nuevas prisiones. La penitenciaría de Lecumberri, luego Cárcel Preventiva de la Ciudad, había terminado”.

Inmediatamente después del desalojo, comenzó la demolición. Nadie parecía desear otra cosa. Sin embargo, apareció un grupo de historiadores y arquitectos que decidió defender el edificio.

–Las piedras no son culpables de los crímenes –dijo el historiador Eduardo Blanquel en su defensa.

Y luego de una larga batalla que escaló hasta la oficina del presidente, Luis Echeverría, se decidió conservarlo.

–Detesto Lecumberri, pero si ustedes que saben dicen que hay que conservarlo, conservémoslo –les dijo el Presidente.

Así se le encontró al edificio un nuevo uso y el 27 de agosto de 1982, después de cinco años de remodelaciones, se inauguró allí el Archivo General de la Nación.

Pero ahora, después de cuatro décadas guardando la memoria de los mexicanos, el edificio se ha vuelto, una vez más, insuficiente. El deterioro y la humedad ponen en peligro el patrimonio, y Lecumberri se hunde un poco más, cada día, en el suelo blando de la ciudad de México.

Cyntia Moncada es periodista freelance en Coahuila. Fue becaria de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano.Este texto se trabajó en el taller que impartió en 2012 la periodista argentina Leila Guerriero en la ciudad de México.

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