Lado B
Bajo la luz turbia de puteríos infectos
 
Por Lado B @ladobemx
10 de febrero, 2013
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 Gabriela Cabezón, Sebastián Hacher | Anfibia

El martes a la noche, después del anuncio de que ninguno de los 13 acusados por la desaparición de María de los Ángeles Verón, Marita, sería condenado, hubo catarsis. Convocados por las redes sociales, cientos de personas se concentraron frente a los tribunales, en Buenos Aires. Eran gritos, alguna pancarta pidiendo justicia, diciendo que todas somos Marita. El miércoles la marcha fue más organizada —a la bronca se le sumó el cálculo político— y sobre el fallo ya se sabían más detalles: que los ciento cincuenta testigos no le habían alcanzado al tribunal para reconstruir qué había pasado con ella. Que la investigación, siempre en manos de la justicia y la policía de la provincia, solo se activó cuando el caso se volvió nacional y puso la lupa sobre la trata de mujeres en Tucumán, dos años después de la desaparición de Marita. Que las cinco testigos que estuvieron secuestradas en redes de trata habían presentado algunas contradicciones. “Lo que hay que tomar en cuenta —había dicho uno de los abogados de la querella durante el juicio— es que estas mujeres sufren de estrés post traumático por algo que pasó hace diez años y que tienen que hablar frente a sus propios secuestradores”. Ellos, los acusados, con “Mamá Lili” secundada en todo momento por sus hijos mellizos y por esas mujeres de pelos larguísimos, tacos altos y rostros curtidos, estaban siempre dispuestos a la amenaza en el baño, el comentario por lo bajo, la miradas amenazantes. “Usted es una madre fracasada”, dijo Medina –propietaria de prostíbulos- en sus palabras finales. “Marita se fue de su casa para prostituirse”, agregó Daniela Milhein, primero víctima y luego captora de mujeres. Y así, con esos insultos, terminó el juicio. Sin condenas, y sin saber donde está Marita.

Tomada de revistaanfibia.com

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Diez años atrás, los últimos que la vieron a la intemperie, dijeron que era una chica de unos 22 o 23 años, estatura normal, delgada, tez blanca, cabello lacio castaño. Vestida con jeans, remera turquesa y tacos altos, según varios, o zapatillas blancas, según otros. Demacrada, ojerosa, claramente drogada, “con la mirada como extraviada” y rengueando. Durmiendo entre los yuyos al costado de la ruta 304, caminando para el norte por la misma ruta después. Eso, durante la noche que fue del 5 al 6 de abril de 2002: la vieron en Los Gutiérrez, un pueblo de Tucumán de unos pocos miles de habitantes. Dicen que alguien le alcanzó un sándwich. Que otra, una enfermera, segura de que esa chica estaba drogada, le pidió al sobrino que le dijera que se vaya de la puerta de su casa. Alguien dijo haber llamado a la policía. El último testigo que la vio al aire libre contó que Marita Verón andaba cerca de la comisaría de La Ramada, a 23 kilómetros de Los Gutiérrez. Después, se va armando el caminito, la policía: que sí, que encontraron a una mujer medio perdida, pero que no era Marita, que parecía de 40, que bueno, que por ahí era, que no habían recibido la denuncia de su desaparición, que la tuvieron ahí, que ella les dijo que tenía que ir a Tucumán y no tenía plata y que ellos la subieron a un micro y listo.

Diez años después, el 23 de mayo de este año, el comisario Julio Fernández, Jefe de la División Trata de Personas, declaró en el juicio por la desaparición de Marita y dijo que él cree que fue abordada en la Terminal de Ómnibus, donde la habría dejado la policía, y ahí la volvieron a secuestrar. Por supuesto, muchos creen que la policía directamente la entregó a sus primeros captores. Y no se sabe. No se sabe.

Pasaron diez años, casi once, y la chica que hoy tendrá, si vive, 34, y, que de todo lo que era suyo, una hija, un almacén que funcionaba bien, la vida por delante, apenas conservará, y esto es seguro, la tez clara, porque desde ese 6 de abril en que, en la más benévola de las hipótesis, la policía subió a un colectivo en vez de llevarla a un hospital, a una mujer que estaba como perdida, ya nadie más la vio a la luz del sol. Las pocas que la vieron la vieron encerrada, bajo la luz turbia de puteríos infectos, lejos del sol y de los yuyos y de caminar por cualquier ruta. Las pocas que la vieron y vivieron y escaparon y pueden contarlo, dicen que tenía el pelo rubio y los ojos celestes y que tuvo un hijo de su secuestrador y que es esclava de una red de trata. Para los jueces de la causa, no está probado; o en todo caso, los señalados por los testigos, más bien las testigos, como dueños de esos prostíbulos y como captores de Marita, son inocentes. Y más no saben. No se sabe. No pudieron extraer mucho más saber de los cincuenta cuerpos, unas 20.000 páginas, del expediente. No saben dónde está, quién la secuestró, qué pasó con ella. No tienen cuerpo. Está desaparecida. Y eso, lo sabemos bien, ayuda mucho a que no se sepa más. Pero se saben otras cosas.

Lea aquí la crónica completa de Anfibia.

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