Lado B
Postales desde el infierno
(Mi vida como agente de call center)
Por Lado B @ladobemx
25 de enero, 2013
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Hace unos años, el escritor argentino Alejandro Seselovsky se enroló como operador telefónico de un call center para escribir una célebre crónica que fue publicada en la revista Rolling Stone. Sin afán de emular al cronista sudamericano, aunque con la firme intención de exorcizar los demonios que dejó tras de sí su paso por el averno, Ismael Flores Ruvalcaba nos regala una crónica que se mueve por la infame geografía del subempleo, la flexibilidad laboral y la explotación. Nunca el mote de “El Cobayo” estuvo tan bien aplicado a un escritor.

 

Ismael “El Cobayo” Flores Ruvalcaba*

@DonCobayo

Las postales esconden un dejo de crueldad apenas disimulado por las buenas intenciones. Detrás del consabido Wish you were here se esconde esa pesada y tácita realidad innegable: “esto es el paraíso, y tú no estás aquí”. ¿Quién no ha acariciado esos edenes de bolsillo con nostalgia de Adán limpiándose el primer sudor de su frente? Basta mirarlos —siempre distantes, ajenos al tiempo, pretextos de suspiros— para recordarse un desterrado y envidioso hijo de Eva que, más allá del valle de lágrimas, alcanza injustamente a vislumbrar al remitente plácidamente recostado bajo la fronda espesa de un manzano.

A menos, claro, que se trate de una postal enviada desde el infierno…

Como un exvoto que retrata un milagro que no se cumplió, éstas estampas quemadas por el fuego eterno son más queja que saludo; un lamento de ánima en pena dirigido a nadie, salvo a quien lo escuche. Los remitentes de estas postales son almas en desgracia que buscan en Dante inmortalizar su sufrimiento, no para darle una lección al mundo —aunque nunca falta el agachón arrepentido— sino para, desde la profundidad y el hacinamiento de la Malagobe, mentarle la madre al cielo y recordarles con un cándido Wish you were here que ellos también son eternos.

Y así como los paraísos han sido expropiados por las compañías trasnacionales, el infierno ha encontrado un nicho de mercado exquisito en los outsourcings que, paradójicamente, le ofrecen servicios a esos edenes del primer mundo. Las llamas y suplicios de aceite hirviendo han sido cambiadas por cables de fibra óptica, computadoras que corren en Windows 95, descansos entre semana y 15 minutos al día para ir al baño. Los demonios han dejado de serlo y ahora se les llama supervisores, departamento de calidad, trainers y personal administrativo con prepa concluida. Nada de trinches y disfraces rojos: ahora los pingos usan trajes mezcla 95 por ciento nylon y 5 por ciento rayón, y la infinita lista de pecados que otrora daban entrada a la casa del sufrimiento se han vuelto uno: no poder conseguir un empleo mejor.

Estas son las postales enviadas desde un call center… que Slim se apiade de nuestras almas.

Y todo por culpa de Rimbaud

En la universidad nunca faltaron los fantoches que anhelaban, muy a lo Rimbaud, pasar una “temporada en el infierno”. Los recuerdo jóvenes de clase media acomodada suspirando por festines de decadencia bohemia, emulando la miseria con sus Converse estratégicamente rotos y su pelo despeinado à la mode. Y si fui uno de ellos, que dios me perdone.

Mi temporada duró apenas tres meses. Llegué como Dante: perdido, confundido, arrinconado por fieras y, en resumen, sin saber en realidad a dónde me metía. Ojalá que en vez de un escritorio con policías mal encarados me hubiera encontrado con esa leyenda que busca prevenir a los incautos: “Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza”. Sí, ojalá hubiera descubierto el cerrojo roto por Cristo, el río con balsero, los ejércitos luchando sin sentido o un piadoso Virgilio que me guiara. Pero lo único que hallé fueron esas almas en el limbo sentadas en una eterna espera a ser llamados al escritorio del segundo piso, suspirantes por un entrevista que marcara la diferencia entre seguir penando y sufrir el castigo eterno.

Así comencé mis días como “agente de call center”; un operador telefónico más en el octavo círculo dedicado a atender las necesidades de los clientes norteamericanos de Western Union.

Como muchos, sólo logré durar tres meses llevando mi exigua resistencia de niño mimado al límite. Y al igual que a Dante, Rimbaud, y otros tantos pretenciosos que han descendido voluntaria o involuntariamente al infierno, la necesidad de contar las torturas y suplicios que ahí presencié me obligaron a recurrir a otras voces que, al igual que yo, cometieron el pecado de no encontrar un trabajo mejor con el cual subsistir.

Así, me entregué a la búsqueda de dos de mis antiguos compañeros de celda, Richie y Édgar, quien antes de entrar a Hellvista (apodo con el que conocíamos al outsourcing Telvista) trabajó en otro proveedor de suplicios: Teletech. A través de Twitter contacté a otros dos supervivientes, Óscar y Roberto; el primero exagente del call center de la Cofepris (Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios) y el segundo un proscrito de los centros telefónicos de AMA, MVS Multivisión y hoteles Intercontinental.

Con ellos mando estas postales desde el infierno, esperando que la “mentada de madre al cielo” llegue adonde deba llegar, incluso si es necesario marcar un número 01 800 para lograrlo.

Call center 1Un error en la Matrix

Alguna vez, en los segundos que mediaban entre llamada y llamada, le pregunté a Édgar por qué había terminado aquí, en Hellvista, si antes trabajaba en el Instituto Nacional de Psiquiatría: “un error en la Matrix”, contestó con una sonrisa torcida de ironía al tiempo que quitaba el dedo del botón de “mute” en su teléfono. De alguna manera, muchos de los que hemos terminado en un call center lo hemos hecho por un error de ese tipo: un día eres alguien con estudios universitarios, un trabajo normal y algo que se asemeja a una “vida propia”, y al otro te cambias el nombre para que el estadunidense promedio no se sienta ofendido.

En nuestra “ola” —el grupo con quien tuve mi (in)capacitación— las edades oscilaban entre los 17 y los 21 años. Unos cuantos nos alejábamos del centro de la campana, pero éramos una minoría que cabía en la palma de la mano. A diferencia de “los chavos” —sólo había una mujer, Briss, casi una niña—, nosotros teníamos una carrera, un pasado laboral y algunos, incluso hijos que mantener. Fernando era egresado de la licenciatura en Teatro, por el INBA; Raúl había sido profesor de la UNAM; Édgar y yo profesores de Psicología en la Ibero Santa Fe y Puebla respectivamente. Pero ninguno de nosotros había ganado tanto dinero como Richie en su vida anterior.

Cuando lo conocí tenía cuarenta años cumplidos y muchos problemas para recordar el español. Fue el último en integrarse a nuestra “ola”, pero el primero en mantener relaciones cordiales con todos. Tras quince años de vivir el sueño americano, Richie regresó a la ciudad de México en busca del empleo que no pudo conseguir en su ahora segunda casa, el estado de Arizona. Allá —y lo decía no sin nostalgia— era subgerente en un Pizza Hut, ganaba 32 mil dólares al año, tenía una camioneta y vivía con su esposa en los suburbios de Phoenix. Sin embargo, al igual que muchos estadunidenses, perdió su trabajo tras la recesión económica.

“Yo acá [en México] era laboratorista clínico, trabajaba en el Seguro Social”, me confiesa en el comedor del sexto piso antes de entrar a su turno, “y regresé a México por la misma razón que me fui: la crisis. Con la recesión de Estados Unidos los trabajos se cayeron por completo, empezaron a correr gente con cualquier pretexto. Yo tenía un trabajo estable, muy bueno. Por querer salir adelante me checaron mi background… porque yo era asistente de mánager en un Pizza Hut y quería ser mánager. Pero tenía un historial de deportaciones en aquellos tiempos (ahora tengo mis papeles), pero a ellos, a Pizza Hut, no le gustó que yo haya sido deportado dos veces y pensaban que podría haber sido un criminal y perdí. Salí de trabajar y durante seis meses no pude encontrar empleo. La situación está tan difícil allá que dije: ‘me voy a ir un ratito a México’, porque estar así era muy desesperante, el estrés dentro de la familia se puso muy fuerte”.

En Telvista, Richie gana 24 mil dólares al año menos que allá. Su nuevo empleo es más estresante, restrictivo y desgastante. “Me urge recuperar esos 24 mil dólares”, dice bromista, “una de mis sobrinas me dijo que aquí necesitaban personas que hablaran inglés y, bueno, acá me tienes, viendo a ver si llego a supervisor o trainer y a ver si en vez de ganar 600 dólares gano 650 al mes. Ja. Más que nada es eso”.

Call center 2Si los orangutanes pudieran contestar teléfonos…

“Miren jóvenes, no les voy a mentir”, es el abogado general de Hellvista quien habla, “si los orangutanes pudieran contestar teléfonos, nosotros los contrataríamos”. Y ninguno de nosotros lo dudó, ni siquiera los más simiescos. Había transcurrido casi un mes desde nuestra entrada al training e incluso los más recalcitrantemente crédulos se sabían engañados. Nada tenía que ver la realidad con la “gran oportunidad laboral” que nos habían pintado en las entrevistas.

“Llegó el día de firmar contrato”, recuerda Édgar sentado en una cervecería del centro de Coyoacán, “y Tony, el entrevistador, nos dijo: ‘deben sentirse orgullosos de estar en esta campaña, es la campaña con los más elevados niveles de calidad en la compañía. Las pruebas de sangre fueron para determinar si están en drogas. Su nivel de inglés es de los más altos. Les hicimos pruebas psicológicas y analizamos su firma. ¡Y ustedes son material Western Union!’. Después, de la forma más enredada posible, nos explicó el sistema de pagos, casi con animaciones y gráficas de pastel. Entonces supe que había tocado fondo, un fondo distinto que no era ni de drogas o alcohol, ni siquiera de huevonería. Era un fondo distinto, de persona productiva. Lo cual duele”.

En Hellvista el sueldo quincenal ronda los 2 mil 500 pesos más el porcentaje de bono obtenido en el mes pasado y 350 pesos que eran depositados en una tarjeta de vales de despensa. Aunque el contrato marcaba que el operador trabajaría sólo cuatro horas al día (de lunes a viernes), los horarios eran, en realidad, de ocho horas diarias, laborando seis días a la semana con un día de descanso entre semana y sin goce de días festivos (a menos, claro, que se llegara a un “acuerdo interno”). ¿Cómo nos hacían cumplir la jornada de ocho horas si no estaba en el contrato? La respuesta está en el bono. Si un empleado cumplía a cabalidad los requerimientos que establecía la empresa, podía ganar hasta 3 mil pesos extras (¿han oído hablar de “las siete tareas de Hércules”?), lo cual convertía un sueldo de McJob en uno de burócrata promedio. Entonces, aunque sólo se está obligado a cumplir cuatro horas diarias, el temor a perder el bono por una falta o un retardo nos mantenía a todos en el redil: Do it for the bonus!

Las opacidades legales en los contratos y los pagos no son característica única de Telvista. En otros call centers la situación es la misma. Roberto tuvo siempre problemas con el mentado bono y las llamadas —y temidas— métricas del grupo hotelero Intercontinental: “obtener el bono era imposible. La venta de reservaciones era fácil, pero era difícil cumplir con todo lo que pedían”. Además el contrato no era un acuerdo legal, sino una franca amenaza. Al recordarlo su rostro se escinde: su mirada transmite odio, pero su boca se curvea en una sonrisa: “se las idearon para joder. Comenzaron a haber cambios abruptos de horario y horas extras. Se apegaban a su contratito y te hacían ir. Si llegabas tarde te suspendían, y después de suspenderte te acumulaban las horas que no tomaste por llegar tarde y haber sido suspendido, ¡y tenías entonces que pagarlas! Te digo, se las idearon para joderte”. Para jodernos, Roberto, para jodernos…

Call center 3Hi, this is Allen. How can I assist you today?

Cada llamada comenzaba así: “Hi, this is Allen. How can I assist you today?”. Una y otra vez durante toda la jornada, y a veces incluso al contestar el teléfono en casa. Es difícil no optar por la alienación como mecanismo de supervivencia en la línea de ensamblaje. Y, sin embargo, incluso en el infierno se hacen amigos; nada nos acerca más a otros seres humanos que la desgracia compartida.

El ambiente en los call centers tiene mucho de sobriedad de fábrica, pero también hay una especie de jovialidad contenida que continuamente está chispeando, como chiribitas en una siderúrgica. Bromas, gritos, peleas de gallos, excentricidades y cat fights suceden todo el tiempo, como pequeños géiseres liberando tensión aquí y allá. Óscar, en el call center de la Cofepris, cedido en modalidad de outsourcing a CAPTA, el centro de atención telefónica de Grupos Salinas, recuerda a un compañero en especial. Antes de narrármelo se toma su tiempo observando la noche estrellada, como extrañando algo que no está presente en el café de San Ángel donde sucede la entrevista: “ahí te exigían que fueras con ropa de vestir, no muy formal, pero presentable. Los viernes tú ibas vestido como tú quisieras. Un chavo de lunes a jueves venía vestido como niño, pero los viernes iba como niña, porque era travesti. Eso se me hacía padre y chistoso a la vez, porque para todos ya era de lo más normal”.

Dicho ambiente, mitad trabajo mitad prolongación de la prepa —o en palabras de Édgar, del kínder—, se debe en gran parte a la enorme cantidad de jóvenes menores de treinta años que engrosan las filas (y las carteras de los dueños) de los call centers. Aunque la mayoría son estudiantes, también hay otros con alma pura de nini y personas de la tercera edad. Óscar recuerda con agrado bienintencionado que en CAPTA había una población considerable de ancianos y amas de casa trabajando en la campaña de Iusacell. Roberto, por su parte, es menos condescendiente con las “mamis”, quienes abusaban de las grietas en los estándares de calidad para trabajar menos y llevarse el tan ansiado bono. Pero también este egresado de Ciencias Políticas observó algo interesante: “detecté que los primeros lugares en métricas eran señoras, madres de familia ya mayores que tenían que mantener sus casas. Y chavas muy independientes; madres solteras o divorciadas. Chavas que no estaban interesadas en tener novio, muy aferradas a no tener dependencias”.

En Hellvista, y específicamente en la campaña de Western Union, existía otra población muy peculiar: los hommies. Se trataba de mexicanos que habían emigrado desde hacía muchos años a Estados Unidos, o incluso nacido allá, pero que, al igual que Richie, habían regresado a nuestro país debido a la recesión económica. La mayoría de ellos ocupaba los primeros lugares en métricas, seguidos por los “veteranos”, aquellos que de alguna manera casi sobrenatural llevaban hasta cinco años trabajando ahí, casi inmunes a la quemazón del fuego eterno.

Mis respetos para ellos, merecen el corazón púrpura de los McJobs.

Call center 4El cliente siempre pierde la razón

“Ustedes se han tragado esa mamada de que el cliente siempre tiene la razón, ¿verdad?”, ahora tiene la palabra un finísimo trainer regordete con ínfulas de pastor protestante, “¡pues son mamadas! Los clientes son los últimos en saber lo que quieren. Nuestro trabajo es hacerles creer que lo que les damos es lo que quieren. ¿O qué, no han visto que Disney hace eso?”. Triste, pero cierto. Los call centers operan bajo tres ramos: ventas (Intercontinetal), servicio al cliente (Western Union, AMA, Cofepris), y tech support (TeleTech, MVS Multivisión), y cada ramo es peor que el otro. Pero hay una constante: el cliente —el motivo de ser de dichos centros telefónicos— es su peor enemigo.

Por regla general, el 50 por ciento de las personas que llaman a un contact center no tienen sino una idea vaga de para qué lo hacen. Tienen un deseo insatisfecho y buscan materializarlo por teléfono, aun cuando en más de la mitad de los casos sea imposible para el operador. En Western Union era común recibir llamadas dirigidas a la competencia: MoneyGram. En Cofepris, Óscar cuenta que recibía desde llamadas para pedir una pizza hasta para meter una denuncia contra Sears por no respetar una supuesta promoción en la compra de un Wii. Y cuando alguna de las peticiones irracionales del cliente es rechazada, los gritos, reclamos y mentadas de madre no se hacen esperar. El temple del operador de call center se pone a prueba todos los días.

“¿Los clientes? Eran gente grosera y racista”, recuerda Édgar sorbiendo un trago de cerveza. “Yo no tenía problemas con ello. Si llegaban a detectar que no era estadunidense por lo general soltaban un comentario racista. Si me hacían enojar yo se los regresaba. Y ya, ni siquiera me alteraba mucho, se me hacía casi casi como el highlight de mi día. Un día completamente gris y plano como pocas cosas. Era lo que le ponía sabor… qué triste ¿no?”.

Tal vez quien más problemas tuvo en este aspecto fue Óscar, quien a pesar de haberse aprendido leyes y regulaciones sanitarias al derecho y al revés tenía que lidiar con la prepotencia e ignorancia de los usuarios del servicio, a quienes —no pocas veces— tuvo que guiar desde cómo encender la computadora para llenar un formulario en Excel.

“Yo sí me enojaba. Me enganchaba cuando intentaban pendejearme. Era una competencia hasta demostrarles su error. Es una tontería, lo sé, pero no me gusta que me pendejeen sin razón; si me equivoco, sí, pendejéame todo lo que quieras, pero si no lo he cometido y estoy siendo amable y razonable en el trato, no me voy a dejar. La gente que se ponía loca era la que no hacía las cosas a tiempo, la que dejaba todo a última hora y que quería todo peladito y en la boca”. Soportarlas es el pan de cada día, el sudor en la frente y un motivo más para volverse misántropo.

Call center 5Ladrón que roba a ladrón, tiene un VTO de perdón

VTO eran las siglas que todo operador quería escuchar: Voluntary Time Off. Cuando en los conmutadores se reciben “pocas” llamadas, los supervisores suelen otorgarle un “tiempo libre” (sin paga, por supuesto) a los operadores. Una bendición pírrica para el alma de un telefonista. A una hora de salida o prácticamente al inicio de su jornada, el operador puede salir al mundo y experimentar lo que los sabios orientales llaman Nirvana o, lo que es lo mismo, un día sin tomar llamadas. “Me llevaba bien con mi supervisor de Teletech”, comenta Édgar tras recibir una llamada de su novia. “Cuando pasaba por mi lugar y me decía ‘Édgar, te pasaste de tu tiempo de lunch’ o cualquier otra tontería, yo le respondía ‘a ver, Juan, no quiero que pases por aquí a menos que vengas a decirme: Édgar, VTO’”. Y es entendible. Tras un par de meses tomando hasta 180 llamadas por día, cualquiera vende su alma por el privilegio de pasar cinco minutos sin clientes furiosos o ineptos (a veces con ambas cualidades) al otro lado de la línea. Esta mala costumbre de aspirar a un remanso de paz ha llevado a los operadores a desarrollar complejos mecanismos de supervivencia, como desconectar el equipo, apretar una secuencia de botones en él o, incluso, tapar el reloj de la computadora con una hoja de papel para no ser conscientes de cómo el tiempo (y su vida) transcurre en el infierno. Las empresas, conscientes de ello, han ideado maneras para alentar el trabajo y relajar el ambiente, aunque por lo general terminan siendo fórmulas para el desastre.

Édgar continúa: “en Teletech una supervisora traída de Costa Rica introdujo las innovaciones de ‘día de pijama’, ‘día de bermudas’ y el ‘fun squad’… el escuadrón de la diversión. Se organizaban juegos donde los que tenían mejores métricas participan por premios, como un Ypod (sí, Y-P-O-D), un VTO, que tu supervisor tome tus llamadas por media hora y estupideces así. La gente no se motivaba, pero yo encontré una nueva manera de hacerme menso organizando los juegos. Fue una época divertida hasta que lo quitaron porque se desperdiciaba mucho el tiempo y bajaba el servicio”.

Roberto, por su parte, en Intercontinental, desarrolló la “maña” de trabajar menos excediéndose en los “tiempos libres”, motivado más por el descontento con las condiciones de su trabajo que por la mera ansia de improductividad. Jugando con su vaso desechable, y como apenado, acepta: “sí, eran mañas, pero la mía era válida. Siempre tuve el conocimiento de causa de que estaban ganando mucho dinero a expensas de explotarnos”. Y no sé por qué, sus palabras flotando en un centro comercial de Villa Coapa me hicieron recordar a Spivak y sus estudios sobre el subalterno…

Call center 6Welcome to zombieland. Population: you

“¿Y qué se siente tardarse más de quince minutos en el baño?”, preguntó sardónico Édgar la primera vez que nos vimos tras mi renuncia a Hellvista. Eran las once de la noche y caminábamos rumbo a la estación de metro Allende. En el trayecto contabilizamos cuántos de nuestra “ola” habíamos renunciado; de los veinte que integrábamos el grupo, sólo tres quedaban en piso. Y tras la salida de Édgar un mes después, sólo quedaron Briss y Richie, los polos más alejados en edad.

Tarde o temprano llega el día en que, desde que te levantas, sabes que no podrás tomar una llamada más; que has llegado al límite, que dentro de ti hay un humano que respira debajo del zombie en que te has convertido. A algunos les llega antes de los cuatro meses, el promedio de vida de un agente. A otros tras un par de años, como en el caso de Roberto, Édgar y Óscar. Y, sin embargo, para todos, la experiencia de abandonar el infierno y regresar al consabido valle de lágrimas es simple y llanamente orgásmica. Incluso si eres despedido.

Después de una larga lucha con su supervisora y el gerente de la campaña, Roberto fue despedido de Intercontinental sin un fundamento legal. Conocedor como es de las leyes, acudió a la Junta de Conciliación y Arbitraje, donde la empresa y él llegaron a un acuerdo económico. A pesar de que su jefe narró a los demás operadores una versión distinta, Roberto tuvo su pequeña venganza cuando informó a los demás empleados lo que había sucedido. “Fue como un manifiesto del partido comunista”, bromea, “no está bien agachar la cabeza. Tienen que ser congruentes con sus reglas y respetuosos de la ley. Y les dije, ‘que no los amenacen, yo le gané a la empresa, y ustedes también pueden’. Pero desgraciadamente, los empleados son tiranofílicos”.

“Fue felicidad”, así describe Óscar el día que renunció. “Tomé la decisión dos meses antes para avisar a mi supervisora, no quería irme como las chachas. Estaba harto, cansado… no era lo mío. No podía ascender a otro puesto porque era la mano derecha de mi jefa y ya me desesperaban demasiado los usuarios”. Como en todo, incluso en el infierno algo se aprende. “Me llevé muchas experiencias positivas y muchas negativas. Descubrí que soy un químico de laboratorio, no un burócrata. Y desde entonces preparo mi tesis y me estoy preparando para entrar al doctorado en el Cinvestav”.

Tal vez sea esa la única ventaja de pasar una temporada en el infierno. Tras renunciar, como un ser vuelto a nacer, la vida se ve desde una óptica distinta. Más bajo uno no puede caer. “El día que renuncié a Hellvista fui muy feliz. Salí, me fui a comprar discos a Mix Up, me fui al cine. Y ya, de regreso a mi casa me compré un six pack. Fue una pequeña victoria… ‘un pequeño paso para un operador de call center, pero un gran paso para mi humanidad’”.

We wish you were here…

*Este texto fue publicado originalmente en el número 4 de la Revista Aldeano, en abril del 2011, que puede leerse completo en este link se publica con la autorización del autor y los editores.

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Autor Lado B
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