Lado B
Veinticuatro horas sin celular
Zamara González narra cómo sobrevivió este reto personal
Por Lado B @ladobemx
26 de octubre, 2012
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¿Cómo es la vida sin celular, qué tan dependientes podemos ser y cómo será estar veinticuatro sin él?, aquí un experimento que responde a ello.

 

Zamara González* | Diez4

@zamarag

23:59. Como reto personal mañana no voy a tocar mi celular ni para ver la hora siquiera. No mobile phone. No-mobile-phone. No-mo. No more.

01:16. ¿Pero cómo me voy a despertar sin la alarma? El reloj despertador que tengo lleva como 4 años sin batería. Pero no, no creo ser de ese 66% con nomofobia que dicen las estadísticas de SecurEnvoy en Inglaterra. ¿Nomofobia? Ya no saben ni qué inventar.

02:30. A esta hora sé que ya casi ni hay gente en Twitter o en Facebook. Pero a veces suben fotos al Instagram de Natgeo. ¿Habrá alguien en el WhatsApp?

02:48. Reporte parcial. Ventajas: he leído los textos para la escuela sin interrupciones. Desventajas: me siento absurdamente sola. Niveles de ansiedad: estables, con probabilidades de aumento.

11:00. Me desperté tarde. Ya no puedo hacer todo lo que tenía que hacer esta mañana. ¿Y si tengo mensajes de texto? ¿Llamadas perdidas? ¿Correos? A esta hora ya hubiera revisado todo y respondido. Estaría desayunada y bañada. O no. Tal vez hubiera pasado dos horas en la cama alternando el timeline del Twitter y el de Facebook.

13:40. Ya me sé la rutina y se siente bien, ¿por qué se siente tan bien? Desbloquear: mensajes, llamadas, WhatsApp, Skype, Instagram, Twitter, Facebook. Y al final, para relajarme, Tumblr. Luego bloquear. Algunos minutos después, otra vez la rutina, desde desbloquear hasta bloquear. Me da risa pensar que tengo que revisar los mismos mensajes que revisé 15 minutos antes, aunque sean los mismos. Si no lo hago, siento que estoy violando la ley natural con la que opera el teléfono.

13:56. Niveles de ansiedad: ya me acabé una cajetilla. Niveles de tedio: respondiendo con monosílabos y gruñidos. Cenar se siente más silencioso cuando no estoy revisando el teléfono, lo cual es completamente pendejo.

16:30. Esta clase es aburridísima. Puedo estar segura que, en lo que el profesor se pone a recapitular la clase anterior, yo ya hubiera pasado mínimo tres niveles de Angry birds. Ya se me olvidó qué hacer en las clases aburridas.

17:53. Nunca he perdido el celular. Llaves, carteras, credenciales, dinero, libros. Sí, eso sí lo he perdido, pero el celular nunca. Lo tengo siempre cerca, constantemente reviso mis bolsillos para saber si sigue ahí. Se ha vuelto rutinario sacar el teléfono y ponerlo frente a mí cuando estoy sentada, incluso en la escuela (mi mesabanco se siente completo: libreta, pluma, marcatextos, celular). Cuando sé que estaré fuera de casa, llevo el cargador. Mi celular siempre está cargado. A veces me salto comidas o desayuno a las 4 de la tarde, pero mi celular siempre está cargado.

19:40. Platico con una amiga sobre mi situación con el teléfono y le digo sobre el reto personal que enfrento este día. Ella también tiene algunas historias que compartir. Al parecer un hombre en Austria fue atropellado por su propio carro. La razón: tenía que volver por su teléfono. Al encender su carro se dio cuenta de que había olvidado su celular en casa, se devolvió por él y cuando regresó vio que su carro avanzaba colina abajo. En un intento nada astuto por detenerlo, el hombre fue golpeado por el carro y se rompió algunos huesos. Mi amiga se ríe mucho mientras me cuenta, a mí me da pena pensar que todo eso suena como algo que pudiera pasarme a mí. Luego me cuenta otra historia: en Inglaterra un hombre borracho estrella su carro, sobrevive el impacto y sale del vehículo. Camina algunos pasos, luego recuerda que olvidó su teléfono adentro del carro y regresa. Mientras tanto, cerca de ahí otro hombre envía mensajes de texto mientras conduce. Mi amiga hace una pausa, luego dice: «ya te imaginarás lo que pasó». Le pregunto si el hombre borracho sobrevivió y dice que no. «Está bien loco todo eso», menciona. Y yo me quedo callada y abro otra cajetilla.

21:38. Mi madre ha de estar preocupadísima porque no le he enviado mensajes para avisarle dónde ando, a qué hora salgo de la escuela, si ya comí, qué comí, si el carro sigue haciendo ruidos extraños, si le di de comer al perro. ¿La nomofobia será heredada? Crecí viendo a mi mamá pasarse del bíper en la mano al celular. Después tengo muy presentes los incontables timbrazos del radio y la voz de sus compañeros de trabajo. Ahora que tiene un smartphone nos hemos acostumbrado a enviarnos fotos mientras estamos sentadas en el sillón, sin hablar.

22:27. Llego a casa y preparo algo de cenar. Cenar se siente más silencioso cuando no estoy revisando el teléfono, lo cual es completamente pendejo. ¿Por qué será que cuando estoy usando el celular o la computadora pareciera que hay voces y ruido y gente moviéndose a mi alrededor? Hago una comparación en mi cabeza. La primera escena es esta: yo parada en medio de un montón de gente con cabezas de avatares y profile pictures, todos están hablando y enseñado un montón de fotos de comida y de fiestas y de outfits. Hay muchos colores, pero el cuarto en el que estamos es azul-logotipo-de-Twitter. Algunos se me acercan y me hablan al mismo tiempo, por turnos les contesto a cada uno de ellos. Hay ruido, mucho ruido. La segunda escena va así: estoy sentada en mi comedor al lado de un plato de comida ya fría, tengo el teléfono en las manos y la cara iluminada por la pantalla. Estoy completamente callada, la tele está apagada, el perro está dormido. Las dos escenas se sobreponen en mi cabeza y pronto me doy cuenta de que son la misma cosa.

24:15. Se acabó el reto. Tomo el celular y aquí viene el saldo: 7 mensajes de texto, 3 llamadas perdidas, 24 correos no leídos, 18 mensajes de WhatsApp, 4 mensajes directos en Twitter y 10 menciones, 27 notificaciones en Facebook. ¿Cuánto tiempo me va a tomar revisar los timelines del día? ¿Cuántos likes y favs y corazoncitos le debo al internet? Va a ser una noche larga.

03:27. He terminado de redactar esta bitácora. Veces que revisé el celular mientras escribía: 30. Niveles de ansiedad: descendiendo en picada.

Este artículo forma parte de la edición Humanos y manías que puedes hojear aquí o descargar acá.

 

 

 

Zamara González. Estudiante de Lengua y Literatura de Hispanoamérica en la UABC. Oboísta en la Sinfónica Juvenil de Tijuana. Autora de Averiguaciones Previas, editorial Malaletra.

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