Lado B
Tacho, el hombre del desierto
Dicen quienes lo conocen que es un grano de arena del desierto, una roca más del monte: un indio moderno
Por Lado B @ladobemx
08 de octubre, 2012
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Tacho tiene 50 años y los reparte en 80 kilos. Su piel ha sido oscurecida por el sol, raspada por la tierra. Su familia consiste en su esposa, 4 hijos, dos perros, un burro llamado Petronilo, una lechuza bautizada como Imelda y muchos, cientos de pollos. Tres veces por semana sale a chucear muy temprano, nunca se fija en el reloj. Cuando los gallos cantan sabe que es la hora.

Foto: Luis Alfredo Castillo

Quitzé Fernández

@quitzeFernandez

Allá en despoblado cuentan muchas historias. Dicen quienes lo conocen que es un grano de arena del desierto, una roca más del monte: un indio moderno. Con todos los que platiqué me dijeron que está loco. Y él lo acepta, porque puede ser que todo lo que dicen es verdad. Desde hace mucho tiempo dejó a un lado el campo y la extracción de cera de candelilla porque lo hechizó un oficio poco común en este lado de Coahuila llamado Valle de Acatita: es chucero. Es decir: recolecta chuzos (puntas de flecha talladas) para venderlos a precios varios. De eso vive.

Pero no hablamos de saqueos, ni de tumbas exhumadas. No. Los chuzos están en el suelo como piedras abandonadas y de vez en vez hay huesos humanos regados por senderos que sólo los hombres trazan con su andar. El libro Coahuila, Monografía Estatal, explica que tiempo ha, unos 7000 años, grupos indígenas habitaron la región. Los llanos fueron territorio de los Irritilas. Ya no: ahora son de Anastasio Morales Gutiérrez, Tacho.

Encontrarlo fue una aventura. Me habían dicho que sería un error.  Y así empecé a creerlo: dos horas de camino desde Torreón y varias vueltas a su pueblo, Tres Manantiales, terminaron por cansarme por los paisajes de la carretera con tanta aridez. La gente de los poblados cercanos como Felipe Ángeles y Charcos de Risa me decían que ni para cuándo hallarlo. Y no andaba de gira en el desierto, mucho menos perdido en la serranía. Andaba de parranda.

Avisó en casa que iba a Francisco I. Madero por una refacción para la camioneta, que llegaría ese día, que bla, bla, bla. Su esposa sabía que esa tarea era para largo. Ya había tardado. Eso me dijo. Y muchos más dieron pistas de su paradero.

Es buena persona: medio loco, lo único malo es que es borrachito. Se le entiende que se relaje un poco de tanto ver liebres en el monte. Eso me diría Chuy Villalobos, vecino de Charcos de Risa….. Pero que no chingue, ¿más de una semana en la loquera? Y eso me dijo al final.

Fueron 10 días de juerga. Sólo llevaba unos cuantos pesos, dos o tres chuzos y lo primero que hizo fue comprar el fierro para su Ford modelo 72. Después vendió los chuzos a mil pesos, pero una hija que estudia en el municipio le quitó 800 para la escuela. Afortunadamente contó con el apoyo de las gargantas secas de sus hermanos y amigos. No tuvo más remedio que seguir la fiesta con ellos.

Donde la familia y amigos había inquietud. Suponían que podría estar detenido o algo así porque en ocasiones le da por soltar víboras de cascabel en las cantinas o en las calles. Y ni un teléfono para marcar. Ya estaban pensando en mandar a traerlo.

En el pueblo me contaron que lo habían visto ebrio afuera de un expendio. Otros me dijeron que no, que andaba dentro de las cantinas (El Viejo Oeste y El Guadalajara, precisaron). Luego me llegó el rumor que andaba en Charcos de Risa con la idea de regresar a casa, pero en el camino se había topado con el camión repartidor de cerveza y le dieron un rayte de regreso a Francisco I. Madero. La volvió a agarrar hasta que una noche al fin se presentó al aniversario de Charcos y se quedó porque la borrachera era espantosa. La cruda fue peor: le chillaba un gato en la cabeza y me tenía enfrente diciéndole que me dejara acompañarlo.

“Juro que voy a dejar de tomar, ya hasta veía borroso. Me estaba quedando ciego. Si quieren ir a chucear pos vamos, nada más traigan comida, agua, y nada de cheve porque soy voladito y la vuelvo a agarrar. Eso si, hoy no porque me estoy curando, hasta suero ando tomando”.

Y supe su debilidad: la caguama Carta Blanca, bien helada.

***

Tacho tiene 50 años y los reparte en 80 kilos. Su piel ha sido oscurecida por el sol, raspada por la tierra. Su familia consiste en su esposa, 4 hijos, dos perros, un burro llamado Petronilo, una lechuza bautizada como Imelda y muchos, cientos de pollos. Tres veces por semana sale a chucear muy temprano, nunca se fija en el reloj. Cuando los gallos cantan sabe que es la hora.

Los demás días va al monte a cortar candelilla con su hijo, los fines de semana elabora artesanías de mezquite, carrizo y piedra tallada, para ser precisos hace arcos, flechas y cuchillos. Pero su chamba chamba es la chuceada.

El ritual necesario para ir a trabajar en los chuzos comienza con desayunar, luego carga agua en una bolsa de mezclilla pariente lejano del negro y una vara de gobernadora que usa para rastrear. A veces lleva pala y criba para facilitar el trabajo.

“Si uno jala para tragar, cómo voy a salir sin la papa, que chingaos. Muchos salen muy temprano a la candelilla sin almorzar que porque pierden tiempo. Y para que te den 27 pesos por kilo, mejor le hago a los chucitos, con dos o tres que me encuentre ya chingué para el chivo”.

Tacho no es nuevo en esto de la chuceada. Nació en Francisco I. Madero y desde que tenía ocho años exploró algunas comunidades con su padre —del mismo nombre—, quien le heredó el oficio de andar en el llano en busca de piedras trabajadas. Cuando creció se dedicó a la pesca y a la elaboración de ladrillos en Tamaulipas y Sinaloa. Después uno de sus 10 hermanos le contó que en Tres Manantiales había mucha agua para sembrar y candelilla para elaborar cera.

Se fue al monte, lejos de todo, de todos…

En ese entonces, hace casi 30 años no había carretera para el rancho. Vino el declive del campo, la escasez de agua, los años duros de andar en el monte cazando liebres a pedradas. “Antes había mucha hambre, mucha soledad. Cuando veíamos gente de otros lados todos íbamos recontentos, nos daba hasta gusto”. Entonces Tacho descubrió que los chuzos eran una buena opción para salir adelante. Gracias a la suerte fue cobrando fama a los alrededores.

Durante sus hallazgos notó cómo los pobladores de estas tierras inhóspitas elaboraban los arcos y flechas. Y le dio por confeccionar los suyos como artesanía; los vende al precio que se negocie. También captura víboras de cascabel, tarántulas y saca guano de las cuevas como encargo.

Es un hombre del desierto. Un llanero que respeta a sus antepasados porque le hubiera gustado ser como ellos.

Foto: Luis Alfredo Castillo

***

Esa madrugada llovió. Todo el ambiente impregnado de olor a gobernadora. Tacho dijo que era imposible entrar a ciertos lugares por el agua acumulada en caminos chiclosos y luego sufrió porque no recordó cuándo fue la última vez que el agua cayó. A lo lejos las montañas rodeadas de nubes negras parecían una pintura, el desierto una sabana empapada que no secaba nunca, que no acababa nunca.

Hacía un poco de frío, el aire estaba fresco y ni un árbol para detenerlo. El cielo azul oscuro, las nubes cargadas: peligro de tormenta eléctrica. La decisión fue caminar en busca de chuzos, como todas las mañanas, como casi siempre.

“Yo me la cotorreo aquí en el monte, ahora que llovió es mejor porque el agua limpia los caminos y es más fácil encontrar chucitos. Namás hay que andar abusados. Ahorita llegamos al camino, si está bueno nos vinemos en la troca”.

No fue así. A caminar.

—A uno a veces le duele el pescuezo, se cansa la joroba de tanto andar agachao. Pero si estoy en la casa ando desesperado, quiero salir al monte.

—¿Entonces si Maussan mira al cielo, Tacho mira al suelo?

—Ándale, así mero, nada más que yo no digo mentiras. Todo me lo encuentro, es una chinga, pero son reales. Por eso tengo muchos amigos de todas partes. La cosa es tener fe y no ser transa.

La vara de Tacho es una extensión de su cuerpo, con ella hurga en la tierra y con movimientos rápidos levanta piedras. Las examina, las toca, les da vuelta con los dedos. Da juicios sobre su origen: “Esta es piedra tallada, también me la pagan, pero menos. El chiste es encontrar chucitos completos”.

A las dos horas de camino el sudor asoma. Por la prisa y la emoción del terreno mojado los garrafones de agua quedaron olvidados. Entonces la temperatura no era muy alta ni caía llovizna. Tacho necesitaba líquido. Por eso bebió en un charco de lluvia tirado de panza. “Si hasta con tepocates toma uno a veces, pos la agüita de lluvia es mejor. Más rica, al rato salen las víboras a refrescarse”.

—¿Qué de cierto hay en que mata víboras de cascabel con la boca?

—Eso nada más fue una vez que estábamos pizcando algodón en Charcos de Risa. Se me ocurrió darle una mordida en el pescuezo para que se muriera la cabrona.

—¿Entonces si las mata a mordidas?

—Bueno, nada más cuando están chiquillas, porque si están grandes no se puede. ¿Será que estoy loco?

—Puede ser… ¿No lo han mordido?

—Sí, tres veces en la mano. Lo que pasa es que debes de sacarte el veneno con la boca o hacerte un torniquete para que no avance. Así es la pichada.

Van muchos pedazos de piedra en la bolsa de Tacho: ningún chuzo completo. Ahora encuentra un hoyo en el piso con una pequeña telaraña y dice que es de tarántula: rasca con su vara y manos para mostrar el procedimiento, a escasa profundidad sale el insecto corriendo, alterado. Tacho la toma entre sus dedos, juguetea con ella. Sus patas peludas buscan suelo, él la retiene.

“Agárrenla, no hace nada. Estos animalitos son nobles. Nada más los saco cuando me los encargan. ¿Para qué hace uno la maldad?”.

Tacho vuelve a rascar y entierra la tarántula en su agujero. Ya van 5 horas caminando y sólo ha encontrado pedazos de piedra. A lo lejos las nubes se dispersan, caen los primeros rayos de sol. En casa la comida espera: “Como de todo, lo único que no es el tecolote, tiene la carne corriosota. Ya una vez lo hice en caldo y no, mejor lo tiré. Lo mejor de todo es el burrito cuando está tierno, nada más que todos le hacen el feo”.

Me dice tener todo el tiempo del mundo para buscar, pero necesita concentrarse: “Dios mío ayúdame a encontrar siquiera un chucito. Eso es en lo que más pienso cuando ando en el monte, es que pienso en tantas cosas”.

***

El cañón del Mimbre no deja ver el desierto, pura montaña pelona con riscos afilados. Casi las cinco de la tarde y los caminos a esta hora los han secado. Hay más de 30 grados centígrados. El sitio parece un baño sauna, la humedad sofoca. Entre nopales y ramas secas, señales de piedras en el monte hablan de la presencia de Tacho, cada que recoge algo interesante marca el territorio con flechas como recuerdo del hallazgo.

Aquí encontró esto, allá aquello. Sus piernas no dejan de caminar, sus brazos de señalar. Lleva una pala, entre piedras y zanjas tiene escondida la criba para colar la tierra y facilitar el trabajo. Hay hoyos, botellas de agua de hace dos años cuando empezó a cavar y pinturas rupestres en las piedras.

“Tiene uno que estar medio locotón para cribar esa madre. Están cabrones los chuzos, se dice fácil, pero se requiere de un gran esfuerzo. Me han dicho que me van a llevar al bote por esto, yo les digo: ‘Vayan a chingarse al monte a ver si es cierto culeros’, y se callan”.

A las 5: 30 de la tarde sale el primer chuzo para Tacho. Vuelve a llenar la criba, busca en las piedras, remueve la tierra. Algo brilla: “Suerte para la próxima Tacho. Es que la cosa es calmada, necesita uno no desesperarse”. Nada más se escucha ruido de la pala, el grito del águila, el llamado de la chicharra y el cantar del cenzontle.

“Dios ha de decir: ‘A este negro lo voy a ayudar, tanto que se ha chingado’. Nada más porque los camaradas (indios) no trabajaban el oro, si no ya sería ricote”.

Empieza a oscurecer, el segundo chuzo sale. Tacho agarra vuelo y ya no quiere parar. “Es que uno se engolosina, pero el jale es así, a veces encuentro uno, muchas veces nada”. Llegando a casa la cena está servida: huevo, sopa, frijoles, tortillas de harina y café. Charcos de Risa está a oscuras. Las casi 50 familias duermen esperando que al otro día no llueva para ir a la candelilla.

La casa de Tacho es de adobe: tiene 4 cuartos, piso de tierra, cocina con leña, letrina y un corral grande. Ofrece para dormir el recibidor donde guarda un compresor, bicicleta, jaulas, costales y un gallo enfermo. Petronilo duerme, Imelda esconde bajo un mueble, canta, salta: es su hora. La hora de las lechuzas.

Foto: Luis Alfredo Castillo

***

El sol está por salir. Los gallos han cantado. Una lámpara de gas es el equipaje. Los primeros rayos son horizontales. En el suelo hay millones de caracoles pequeños como arroces, blancos como huesos. De gota en gota de sudor son encontrados círculos de piedra y carbón enterrados. Tacho cree que eran hornos de los antiguos pobladores. También hay pedazos de hueso regados. Crecen las posibilidades de hallar algo.

Todas las piedras brillan por el sol, el calor es insoportable. El resultado son pedazos y más pedazos de piedra que podrían ser pero no son. Ayer fueron dos chuzos buenos, la ganancia depende de la negociación: 50, 100, 200 pesos. Tres horas y nada, rastros de Tacho en el suelo… y nada: “Todo esto ya lo he caminado. Es que los pinches chuzos están cabrones, ya aunque dance, salte y la chingada no hallo ni madres”.

Tacho ha decidido ir a un lugar donde encontrar carrizo y palos de sotol para elaborar las flechas y mangos de cuchillo. Por caminos que no son precisamente eso la camioneta avanza: “Es para que le cuenten a sus nietos: ‘Yo andaba allá con un pinche viejo loco de la sierra’, de jodido que alguien me recuerde cuando muera”. El chirriar de la carrocería con mezquites es intenso, las llantas arrollan gobernadoras con la esperanza de que no las ponche.

El sitio es puro monte. Metros adelante un lugar camuflado por ramas secas, espinas y piedras: es una cueva. El descenso es de manera horizontal, con cuidado para no resbalar. El interior es muy grande, hay oquedades pequeñas que dan a otros pasadizos. Huesos humanos, guano, varas y restos de fogata en el interior.

Pese al calor de afuera, en la cueva el clima es fresco. Según Tacho mucha gente de las comunidades cercanas ha entrado al lugar y destruido la naturaleza. Hay sitios que han sido obstruidos con piedras, también hay envases de cerveza y osamentas rotas: “Es que la pinche gente no respeta, no sé para qué sacan los huesos de los camaradas, no los dejan descansar en paz”.

En un arrebato Tacho toma una osamenta amarillenta, la entierra con piedras, exclama: “Para que descanse en paz el camarada”.

Prepara la lámpara, adentro de la cueva es muy oscuro, hay que escalar piedras resbalosas: mucha tierra suelta, piedras ruedan, guano entra a los pulmones.

El resultado de varios minutos en la oscuridad son algunas varas de carrizo viejas. Ya casi no hay: la gente se ha encargado de hacer fogatas con ellas. Tacho no se explica para qué. Antes chuceaba en ese lugar, pero ahora es difícil encontrar algo, tiene que buscar nuevos lugares para sobrevivir.

El ascenso por la cueva es más difícil, la luz solar cala en los ojos. Tacho lleva sus varas y el deseo de encontrar chuzos. Aún es temprano para desistir: “Yo creo que hasta que muera voy a seguirle, hasta que pueda caminar. No hay de otra”.

Un trago de agua. A marcar nuevos caminos.

***

Al pie del lecho seco de un río Tacho no deja de observar la franja honda donde hace años hubo agua. La inmensidad es una característica de aquello que se fue. Parado al borde, señala con su vara el desierto y la vista se pierde en recuerdos, en sueños de un pasado distante. No sopla viento, si acaso un calido susurro que mece los mezquites.

“Me hubiera gustado vivir cuando la gente estaba en el monte, tanteo que había mucha vida, muchos animalitos. Todo era verde con tanta agua ¿Qué preocupaciones tenían los camaradas?”.

Entre recuerdo y recuerdo Tacho evoca los años de su niñez cuando llegó la televisión a Francisco I. Madero. Sólo dos o tres familias tenían y cobraban para que ellos vieran las caricaturas. También se le antojan las cachuchas, un pan redondo con ombligo en medio que nunca ha vuelto a probar: “¿Quién sabe si todavía existan? Ya no las he visto”.

Y del cine. También se acuerda del cine, al que no ha ido hace 22 años: “Mi niñez la viví a toda madre. Estaba a 60 centavos la matiné, las películas de El Santo eran las que más me gustaban, que contra las momias y la chingada pero nos divertíamos. Años aquellos… con un peso entrabas y con cinco comprabas el refresco. La última película que vi fue una de Cantinflas”.

—¿Qué ha cambiado de todo aquello?

—Pues ahora hay mucha maldad, mucha loquera, no sé por qué es así la gente. Tanteo que antes todos éramos más felices, la gente nomás anda viendo la manera de chingarte, a mi no me gusta chingar a las personas, Dios me ha de ayudar.

Tacho se ha dado cuenta que es un día malo, no lleva ningún chuzo a casa. Y para colmo el hambre es canija. Después de comer unos burritos de chicharrón y papa calentados en brasas de huisache descansa un poco tirado en la sombra. No le inquietan las hormigas que ha llamado la comida.

—Me gusta cotorrearla con las hormigas cuando ando por acá, son camaradas.

—…Sí estás loco, Tacho —atrevo a tutearlo. Ahora sí ya somos amigos.

—¿Pos qué más puedo hacer en medio de tanto pinche monte?

Foto: Luis Alfredo Castillo

* * *

Regreso a casa Tacho no habla, está cansado. Recoge leña para la estufa, echa aire a las llantas con una bomba de mano y alucina que sigue manejando su camioneta automática con ambas piernas. Dice que así es más fácil. La carrocería rechina, el sol se esconde tras los cerros, sigue el clima encendido: colores rojos, amarillos, el azul del cielo difuminado.

—¿Y mañana para dónde, Tacho?

—Mañana a ver a dónde chingaos le pego, no hay de otra.

*Este cronicón loco se publicó en 2006, quise rescatarlo del baúl del recuerdo. En ese entonces la red no era como ahora. La única prueba de su existencia fue volver a retomarlo. Tacho sigue en pie después de una larga enfermedad; sigue visitando el monte.

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