Lado B
Remedios caseros para daltónicos emocionales [o cuando la dopamina se acaba]
Por Lado B @ladobemx
17 de octubre, 2012
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Tuss Fernández

@ituss79

Mi apuesta contigo siempre ha sido arrojarme al vacío.

Lo primero que hago cuando me rompen el corazón –y es buen momento para aclarar que es mucho más seguido de lo que uno cree que puede soportar– es apagar la radio. Y vaya, no sólo la radio, me pongo a dieta de iTunes, YouTube y cualquier cosa que se le parezca, no vaya a ser que me pongan una rolita incómoda de esas que me solía cantar, bailar –aunque yo ni canto, ni bailo– o que nomás me recuerda al objeto-sujeto de mi más reciente dolor porque entonces sí, como decía Mafalda: ¡sonamos!

Lo malo de este asunto es que uno no puede evitar el sonido ambiental ni andar apagando los reproductores musicales de toda la ciudad. Hace unos días en el súper tuvieron a bien recetarme a través de los altavoces, senda serenata que desencadenó mis lagrimitas de cocodrilo en medio del pasillo de las galletas y,  por si estaban con el pendiente, no, no hice el intento por buscar las de animalitos. Todo quedó en que el establecimiento ganó unos pesos extra por mi compra de pañuelos desechables. A eso llamo yo, una efectiva estrategia de marketing emocional, pero esa es otra historia.

Mi segundo paso para evitar que el corazón se me empiece a caer en pedacitos, es evadir las redes sociales. Yo sé que hay quienes gustan del stalkeo para hacerse los días más pesados; pasan horas frente a la pantalla esperando a que el o la susodichx se digne a poner algún mensajito aunque sea anunciando que compró medio kilo de huevo –lo que querría decir que es una persona de clase acomodada– pero yo no. Como si fuera tarea, empiezo a ocultar publicaciones y en el peor de los casos, a dar los unfollows necesarios y urgentes.

Si la cosa ya está digamos que muy extrema, me da por esquivar calles y lugares que solía frecuentar con esx p*_*%* ingratx que me dejó en calidad de trapo y queriéndome tirar de la ventana más próxima de un primer piso. Aquí sí, confieso, he tenido que recurrir a la práctica nada sencilla de mudarme hasta de país. Y es que como llevo varios casos acumulados, resulta que la ciudad se me va haciendo pequeñita, pequeñita, pequeñita, hasta el punto en que mi propia casa es uno de esos lugares que quiero evitar y bueno, lo que sigue es que termino huyendo por piernas.

Ahora bien, si es uno de esos casos que incluyen chilladeras incontenibles, desproporcionadas y sin discriminación de hora o lugar, si además se sufre de taquicardias permanentes, de pesadillas estremecedoras, de ganas permanentes de patear piedras –ni crean que me he deprimido tanto pero me han contado que así se siente– pues entonces aplico el viejo truco de ponerme los tenis y salir a correr o de matarme de vigorexia en algún gimnasio. Ninguna estrategia es tan efectiva como esa de castigar al cuerpo y obligar a que duelan todos los músculos, no sólo el corazón.

Ya después de hacer todo este circo y gastar dinero a lo estúpido entre la gasolina de andar rodeando lugares y los pasajes a lugares remotos, cuando se han agotado los recursos y nada funciona, entonces regreso a mi sitio y escribo columnas para quejarme de la comunidad LGBTTTI y sus modos pasivos,  de los funcionarios santurrones, de la falta de derechos que nos protejan, de los amigos poco solidarios, de la dispersión y desprestigio de los movimientos ciudadanos, de la manipulación mediática y su estúpido círculo rojo, de los políticos huecos,  del desempleo o los trabajos mal pagados, de los 870 millones de hambrientos en el mundo, de los que se estacionan en triple fila, del clima, del precio de las tortillas –y, ¡cómo no!–, de lxs closeterxs, de lxs fantoches, de los clichés… ufff.

Para cuando me doy cuenta, ya me he convertido en una persona sumamente intolerante y todo por culpa de una falla en mi sistema detector de relaciones (de pareja) catastróficas.

Y es que como dice mi propia versión de Miss Voldemort –o sea, la innombrable–, cuando el amor no es suficiente, cuando se me acaban las reservas de dopamina, cuando me entra el daltonismo emocional y ya no distingo la escala de rosas, abro los ojos y descubro que… ese, mi corazón social, también está hecho pedazos.

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