Lado B
La maldición del narco sin cabeza
Pablo Vergara repasa el misterio de un asesinato que salpicó a integrantes del poder judicial de su país
Por Lado B @ladobemx
28 de septiembre, 2012
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Hace casi siete años, la cabeza de un narcotraficante apareció flotando en un canal. Nunca se encontró su cuerpo, y la imposible investigación de su crimen comenzó a involucrar a los principales miembros del bajo mundo. Prostitutas, narcotraficantes, asaltantes y ladrones fueron a declarar a tribunales, y describieron el mundo de la droga y los asesinatos. Pero no arrojaron ninguna verdad, y el Caso de Jorge Lund se transformó en una maldición que destruía lo que tocaba. Esta es la historia de dos mellizos y de cómo sus pasos incendiaron al Poder Judicial y demolieron la vida de jueces, jefes narcos y policías

 

Pablo Vergara | The Clinic

Dos de noviembre de 1998, nueve de la mañana. Otros tiempos. Sin reforma, sin radios de frecuencia protegida. En la sala de Comunicaciones Sociales de Carabineros, los periodistas policiales van por el tercer café, aburridos. Ya revisaron el boletín de “Hechos policiales”, que prepara la policía y que reúne direcciones, nombres y alias de lo que ha ocurrido en las últimas 24 horas. Y no hay nada.

Las llamadas de los editores son contestadas con un sincero no-pasa-nada y las esperanzas están en conseguir algo oyendo el scanner, la radio que intercepta las frecuencias de las comisarías de Santiago. Buen oído y suerte. Mandinga siempre provee. Hay aburrimiento en el noveno piso de Bulnes 80.

Una cabeza apareció en Huechuraba.

Una cabeza flotando en un canal, frente al 6.450 de la antigua carretera a Colina.

El dato pasa de celular en celular. Los colegas siempre son generosos. Los autos enfilan al norte, en lo que todo el mundo se imagina un fiasco que por lo menos justificará media hora de actividad.

Pero no es chascarro.

Mario Ramírez Muñoz -casado, 50 años, de Conchalí- es el de la alerta. Horas antes, se estacionó con su furgón escolar frente a la entrada del fundo El Molino y tocó la bocina para llamar al niño que tiene que llevar al colegio. Ramírez se bajó del auto para estirar las piernas. Miró al canal, debajo del puente. Se quedó pegado.

-Vi un bulto similar a una cabeza, tenía dientes y ojos, pero estaba descompuesta -le dijo más tarde a la policía.

Ramírez queda con dudas. Le pega al bulto con un palo. El golpe es pesado. Húmedo, dice. Paf. Parte a la casa. Llama a la policía.

Los carabineros se sorprenden tanto como Ramírez. Uno de ellos baja, a confirmar. Es una cabeza. Por radio llaman al GOPE, para que la saque del agua. El furgón que llega está al mando del teniente Armando Zepeda. Miran. Es una cabeza la que hay allí. Llega la prensa. Llaman a la Brigada de Homicidios. Sacan la cabeza del agua. Minutos más tarde, arriban los detectives, encabezados por el subcomisario Jorge Cepeda. Zepeda & Cepeda colocan el bulto a un costado del puente. Es una cabeza. La prensa la fotografía generosamente.

La cabeza está a maltraer. Se pasó días entre latones y basura. No es sólo una cabeza. Alguien le cortó el cuello en forma recta, precisa, a la altura de los hombros. Tiene marcas de arrastre, las ratas la han atacado. Presenta dos cortes: uno que se desvía y entra al hueso; y otro recto, sin errores. Podría haberse hecho con una sierra de carnicero de mesa pequeña, opinarán los especialistas más tarde. En la operación, tendrían que haber participado al menos tres personas.

La policía se pasa toda la tarde recorriendo el canal en busca del resto del cuerpo. Nada.

En la Brigada de Homicidios el día siguiente al hallazgo es un problema. Literalmente, una cabeza de chancho, como llaman los detectives los casos difíciles. Un muerto del que sólo tienen un trozo.

Días después, un hombre entra llorando al Servicio Médico Legal. Va con miedo de saber que tiene razón. Lo acompañan un dentista y una mujer. Carlos Lund, el que llora, reconoce la cabeza de su hermano. Es él. Son sus dientes, es lo que queda de su rostro. Los dos mellizos Lund se miran por última vez.

Acaba de nacer el enigma del decapitado, que dejará en el camino a detectives, jefes narcos y un ministro de la Corte Suprema y otra de la Corte de Apelaciones. La maldición del narco sin cabeza.

CARLOS

La cabeza es del narcotraficante Jorge Lund Gutiérrez, hermano mellizo del doctor Carlos Augusto. Tienen 47 años y son hijos del famoso ginecólogo Carlos Lund Espinoza, muerto en los ochenta. Viven en Vitacura.

Desde pequeños eran fáciles de distinguir: Jorge era explosivo, fuerte, bueno para las peleas; Carlos, un niño tranquilo, amistoso, incluso algo más apagado.

Pasan por distintos colegios. Terminan en el Excelsior, del centro de Santiago. Carlos postula a la universidad y queda en Ingeniería, pero celebrando choca su Ford en la costanera con Manuel Montt. Se pasa 15 días inconsciente, hasta lo dan por muerto. Pero resucita y parte a España a estudiar Medicina a Madrid, hasta que Franco cierra la facultad. Se pasa a Ecuador. Desde allí, volverá a Concepción y, luego, a Chile.

Su hermano Jorge, mientras, se dedica a emprender negocios que terminan mal. Muy mal.

Carlos va por el camino de su padre. Del hospital del Salvador, se pasa al Militar a hacer la beca de gineco-obstetricia. Pero fracasa. Le piden un certificado de honorabilidad que a sus treinta y algo años, se queja hoy, no puede conseguir. Le huele a trampa. Su nombre, dice siempre, está estigmatizado por la defensa que treinta años atrás hizo su padre de los abortos. No continúa, no saca la especialidad y se tiene que marchar del Hospital Militar y del brillante futuro que pensaba podía abrírsele ahí.

Desde entonces, el doctor trabajará solo.

JORGE

Jorge se queda con sus padres en Santiago, en la mansión que ocupan en La Perousse. Este mellizo es más inquieto: se mete a la Juventud Nacional. De ahí salta a Patria y Libertad, el grupo de choque ultraderechista. Jorge vive la UP peleando en las calles. Un día se encuentra con un amigo del colegio en el centro, Gerardo “Yayo” Quinteros. Jorge le advierte, poco antes que empiece la acción: ándate que va a quedar la escoba. Y queda.

Se siguen viendo con Quinteros. Él trabaja con su padre en camiones; Jorge se interesa en el negocio y papá Lund, en 1974, le compra un camión Pegaso. Se hacen socios y les va bien: llegan a tener una pequeña flota. A partir del 76, Lund sigue solo.

El 82 viene el crash: Lund se va preso por giro doloso de cheques. Libre, regresa con Quinteros y la seguridad de los camiones. Se instalan en San Pablo y las cosas mejoran: Jorge a cargo de la contabilidad y Gerardo viendo las máquinas. Pero un día de 1989 Jorge se topa en la calle con un amigo de sus tiempos nacionalistas: Jorge Vargas Bories, devenido en agente de la Central Nacional de Informaciones. La CNI tiene por ahí cerca el taller de sus autos. Se saludan y quedan de juntarse otro día. A la reunión llega otro ex Patria y Libertad, Francisco “Gurka” Zúñiga, y Álvaro Corbalán Castilla, el jefe de la policía política en Santiago. Los cenetas tienen un problema: el Banco del Estado acaba de darles un crédito de millón y medio de dólares y no saben en qué gastarlo. Quinteros y Lund los asesoran. Nace la Sociedad Santa Bárbara, con veinte camiones Volvo dedicados a retirar escoria de cobre entre Chuquicamata y El Salvador. Santa Bárbara es una bomba de tiempo, su quiebra fraudulenta en 1990 será uno de los primeros escándalos financieros ligados al pinochetismo duro.

Jorge no es amigo de Corbalán. Carlos, sí. Los dos se conocieron en 1985, cuando el doctor entró a militar a Avanzada Nacional, el partido ultraderechista que dirigía el mayor de Ejército con una chapa y que era fachada de la CNI. Años más tarde, cuando Corbalán esté preso, Carlos será un visitante asiduo de su celda.

Santa Bárbara no dura. Explota cuando llega la democracia. Lund también: en esa época empieza a consumir cocaína. Quinteros y Lund se reencuentran en negocios en 1991. Ahora el dinero está en otra parte: las franquicias que se acaban de instaurar para que los retornados traigan sus autos desde el extranjero. El tope para los exiliados son 10 mil dólares. Lund y Quinteros les pagan por los derechos 300 mil pesos y después compran autos a su nombre en la Zona Franca de Iquique, y luego los venden en Santiago. El negocio está en el borde, pero es tan bueno que Lund empieza a viajar a Estados Unidos a comprar autos directamente. A Quinteros no le apasiona el asunto. Abandona y se retira a sus camiones.

La máquina de las franquicias termina en escándalo en 1995. Lund pierde otra gallina que coloca buenos huevos. Pero tiene otra: se vuelve traficante de drogas.

EL ABORTERO

Hasta el día de hoy, Carlos, el doctor, dice que no hace abortos. Que nunca los ha hecho, en Chile por lo menos. Lo suyo, explica, han sido hemorragias que le ha tocado atender, auxiliando pacientes que están en problemas.

Pero abortos, no.

Carlos Lund ha estado preso dos veces por abortos, la última hace un mes. En 1994, su rostro aparece en televisión: le explica a una periodista encubierta cómo hace sus operaciones, le dice que todo toma una hora, que la mayoría de sus clientes aprovecha la colación para atenderse.

A comienzos de 1999, una mujer que dice haber sido su paciente llega de urgencia a un hospital. Carabineros lo toma preso y se pasa meses en la Penitenciaría. Desde entonces está procesado y no ha sido condenado. Es difícil en Chile tener una condena por ésto: el delito debe ser in fraganti y con pruebas materiales.

La última vez que Carlos Lund estuvo preso, fue hace casi un mes. La policía lo encontró en una casa de La Granja, con lo que llamaron una “clínica abortiva móvil”. Dicen que atendía a domicilio, que buscaban a un hombre ligado a asaltos y se enteraron que ahí se realizaría un aborto. En su defensa, Carlos Lund sostiene que fue llamado para ver a una paciente en problemas y que lo único que hizo fue revisarla, que no estaba haciendo nada.

Ahora Lund está libre, pero sujeto a investigación.

En Estados Unidos, el doctor sí reconoce haber practicado abortos. Muchos. Allá el aborto era legal. A mediados de los ochenta le tocó trabajar en una clínica en Los Angeles como asistente de un médico colombiano. Veinte operaciones en la mañana, veinte por la tarde.

-No sé si el aborto se puede catalogar como crimen, depende lo que digas que es matar. No sé si es crimen, pero no es bonito -explica Lund.

Carlos Lund nunca se refiere al aborto directamente. Sus explicaciones terminan siempre en la anestesia. O se quedan en las leyes. En realidad, el doctor es disperso. Sus conversaciones terminan invariablemente en que la jueza y los policías ya saben quién asesinó a su hermano pero no hacen nada. O en que la derecha religiosa lo persigue por su talante liberal. O en mujeres.

“Tengo la mala costumbre de firmar lo que me pongan por delante”, le dijo Carlos Lund alguna vez a la jueza que investiga el asesinato de su mellizo. Es cierto, y muchas veces ha lamentado haber firmado cheques, contratos y cuanto documento legal le han pasado. Se ha metido en negocios con amigos y, dice, ha salido trasquilado. Es disperso en todo. En los buenos tiempos, y sobre todo en los malos, Carlos Lund era capaz de pasarse toda la tarde en el restaurante Giratorio, alimentando a una mesa completa de amigos que pasaban, conversaban y después se iban sin pagar. El cheque, al final, era suyo. Lo mismo en el restaurante del Hotel City.

-A Carlos lo pierden los amigos. Jorge era igual, pero agresivo. Pesado -recuerda alguien que los conoció a los dos.

Los mellizos y sus amigos.

EL TRAFICANTE

En 1994, la segunda esposa de Jorge Lund se suicida en su casa de Las Condes. Se ahorca. La conoció cuando fue arrendar una casa; ella trabajaba en una corredora de propiedades y se enamoraron. El idilio duró poco: Jorge ya en ese tiempo consumía droga y empezaba a traficar. Cuando ella muere, sus familiares lo culpan.

Jorge Lund tarda poco en encontrar otra compañera. Una noche de carrete a comienzos de 1995, Yayo Quinteros llama a una prostituta, porque cree que le gustará a su amigo. Tiene razón, pero no sabe cuánto. A Jorge le encanta Brigitte Pérez, se vuelve loco por ella y empieza a pagarle para tenerla en exclusiva. Un día se la lleva a Can Cun y, al regreso, se casan. Su hermano y su madre se oponen, pero Jorge dice que la quiere y que no le importa lo que haya sido. Sus amigos, entre risas, le dicen que es tacaño, que se casó para no tener que pagarle.

La vida no le sonríe a Jorge ese año. Tiene malas juntas, si es que un narcotraficante puede quejarse de eso.

A fines de 1995, una patrullera de Investigaciones está estacionada en la puerta de su casa de Las Condes. Los detectives lo esperan. Tienen el dato que trafica. Nunca explican de dónde sacan la información. Pero cuando Lund sale y se sube a su Mercedes Benz blanco, le caen encima. Preso. En el parte dirá que Lund se va a la cárcel con kilo y medio de clorhidrato de cocaína de alta pureza.

Lo acompaña en la prisión Santiago Muñoz Valdés, que ya ha estado preso por drogas en los setenta. Es cocinero, de esos químicos que llegaron a dominar el arte de procesar cocaína.

Jorge pasa a la Penitenciaría. Se hace de amigos inmediatamente. Uno: Humberto López Candia, el informante estrella de la Oficina de Seguridad que culpa al gobierno de haber negociado con el FPMR cuando se investigaba el asesinato de Jaime Guzmán. López Candia tiene un largo prontuario: robo con homicidio, usurpación, robo con fuerza. Su especialidad criminal, consigna la policía en su ficha, es el homicidio. Actualmente cumple condena por el truculento caso de las cartas bombas enviadas, junto a Lenin Guardia, a la embajada norteamericana el 11 de septiembre de 2001.

López y Jorge Lund están deprimidos en la cárcel, comienzan a leer la obra completa de Carlos Cuahtémoc Sánchez. Parten con Volar sobre El Pantano. Autoayuda en la Peni.

Otro amigo que conoce: Horacio Woldarsky, un ex policía preso por drogas. Cuando López Candia es trasladado a Colina, se hacen amigos con Lund. Woldarsky lo cuida. Le conversa, hacen pesas juntos.

Lund también se encuentra con conocidos: Mario Araya Bogdanic, también preso por drogas. Lund y Araya tienen cosas en común. Culpan al mismo hombre de haber terminado ahí. Ese hombre se llama Patricio G., y es informante de la policía. Años atrás, carreteaban juntos. El informante también le presentó a Lund a Santiago Muñoz.

Araya y Jorge Lund no son los únicos presos que odian a Patricio G. En la galería de los narcos, muchos lo acusan de haberlos delatado.

La cárcel le hace mal a Lund. Su hermano lo acompaña, consigue visitas especiales, hasta lo saca un par de veces a controles médicos. Los gendarmes lo conocen, Carlos tiene esa cosa de caer simpático y poder saltarse algunas formalidades.

Pero Brigitte no acompaña a su marido. Descubre que Jorge la ha estado engañando con dos prostitutas. Rompen. Pero no por eso deja de ir a la cárcel: Brigitte empieza a visitar a otro reo, uno que tiene ficha por asaltos. Se hacen amantes.

Carlos Lund sabe que tiene que sacar a su hermano. Se mueve, recorre tribunales. El doctor empieza a usar esa increíble capacidad de los hermanos Lund de meterse en grandes problemas.

LA JUEZA

Se llama Gloria Olivares, es ministra de la Corte de Apelaciones de Santiago y tiene un gran currículum. Fue la primera jueza que obligó a los ex DINA a ir a tribunales. El entonces coronel Miguel Krassnoff y el sargento Basclay Zapata tuvieron que vérselas con ella en 1992. La leyenda hasta dice que a Zapata lo trató de “cobarde”.

Los abogados de derechos humanos la respetan. Los penalistas dedicados a las excarcelaciones, la aprecian todavía más: la ministra Olivares es del grupo de los “blandos” a la hora de decidir si un reo permanece en la cárcel.

Pero la jueza forma parte de la vieja escuela judicial. En ese entonces, los tribunales están dominados por “trenzas”, que parten en la Corte Suprema y terminan en tribunales del crimen. Una larga espiral de llamados telefónicos y favores que se hacen, cuando no son órdenes.

La jueza tiene un hijo, Gonzalo Rojas. El joven se encuentra procesado por haberle hurtado la chequera, años atrás, al entonces juez Luis Correa Bulo. Abogados del influyente estudio Etcheberry lo han representado en un juicio largo, y al cabo de diez años pugnan por sus honorarios y pelean con la jueza, recusándola en cada una de las causas en que se la topan.

A Carlos alguien le dice que ella lo puede ayudar. Se la recomienda una amiga a la que había conocido a través de Álvaro Corbalán. Hasta hoy, el doctor no habla de dinero. Le dicen, explica, que esa persona puede orientarlo, ayudarlo. “Ella nunca aceptó coimas ni nada, lo hacía de corazón”, explica Carlos.

El corazón es grande, porque Gloria Olivares es ministra de la Corte, y no puede ejercer como abogada. Es grande y alcanza para mucho, porque en ese tiempo la jueza, además, ayuda a un empresario hindú procesado por estafa, y luego viaja a la India junto a una amiga, a alojarse en lujosos hoteles de la cadena Taj Mahal.

Carlos se hace amigo de la jueza. La acompaña a recepciones, a fiestas. Se vuelve su médico de cabecera. Le da licencias médicas.

El corazón de la jueza alcanza para todos. El 18 de diciembre de 1996, la jueza le pide al médico que la acompañe a visitar a alguien. Van al Hospital Penitenciario, un edificio anexo a la tétrica Penitenciaría donde está Jorge. Ella le dice a los gendarmes que va a interrogar a un reo. La dejan pasar y uno de los guardias anota con caligrafía nerviosa que la ministra visita a Manuel Fuentes Cancino, “El Perilla”, uno de los narcotraficantes más poderosos de Chile.

Fuentes Cancino está preso por drogas, y lleva algunas semanas en el hospital de la cárcel, víctima de una avanzada cirrosis. Su abogado ha pedido la libertad múltiples veces. Gloria Olivares ha votado por dársela al menos ocho, sin poder conseguirlo.

La jueza le pide a Lund que certifique que el Perilla está grave, para presentar después el documento ante otros jueces. El doctor otra vez firma lo que le ponen por delante. Esa noche se reúnen en el München de El Bosque. Carlos le pasa su diagnóstico. Gloria, dirá Carlos años después, le aconsejó colocar que estaba grave y que era necesario seguirle un tratamiento fuera de la cárcel.

El certificado se entrega. Manuel Fuentes, seis días después, queda libre pese a otro certificado médico, realizado por un doctor de Gendarmería un día antes que el de Lund, que señala que evoluciona bien. Semanas más tarde, Jorge también queda en libertad, no sin antes decirle a algunos de sus amigos presidiarios que se quedaran tranquilos, que su hermano tiene un buen contacto.

El doctor siempre ha dicho que cuando entró a la cárcel y pasó por todas esas barreras de seguridad se extrañó mucho, y que vino a saber tiempo después a quién había examinado, el día que El Perilla lo visitó en su casa. Cuando le recriminó a la jueza haberlo metido en el asunto, cuenta Carlos, ella lo calmó, le dijo que Manuel Fuentes Cancino era una persona muy agradecida.

Los mellizos y sus nuevos amigos.

EL DESCABEZADO

A comienzos de octubre de 1998, a Jorge Lund lo amenazan de muerte dos veces. Las dos amenazas vienen de amigos, y no quedan en nada.

Primero lo llama un amigo al que le debe plata. Contesta la nana de la casa del doctor, donde vive Jorge desde que salió de la cárcel. El hombre dice que si don Jorge no le paga, le quema la casa, cuenta la nana. Lund no le da importancia. Pero el irascible acreedor va a zapatear al portón. Lund, tranquilo. La nana dirá después en el tribunal, cándida, que eso pasó “en el mismo mes que se supo que don Jorge apareció sin cabeza”.

La segunda amenaza viene de otro amigo que quiere saldar cuentas y termina arriba del auto de Jorge gritando con un cuchillo en la mano. Tampoco la cosa pasa a mayores, y los dos terminan esa noche tomando unos tragos.

Las dos salidas de madre a Jorge Lund no le importan. Otras cosas le preocupan esa primavera:

Quince días antes de morir, en la visita que hace los martes a la Penitenciaría a los amigos que dejó en prisión, confiesa que quiere desaparecer. Lleva un año libre y están a punto de condenarlo por narcotráfico. Quiere irse a Miami, de ilegal, a trabajar en una constructora. Su hermano, dice, le consiguió el empleo.

Piensa entrar como espalda mojada por México.

En la cárcel, Lund conversa con Mario Araya Bogdanic, su amigo preso por culpa de la droga y del informante Patricio G. La policía hasta hoy cree que los dos estaban metidos en una operación de drogas. El día que desaparece, Lund de hecho va camino a la casa de Araya.

En la última visita hablan del informante:

-Se va a ir cortado-anuncia Lund. Nadie le cree. Les suena a fanfarroneada. Pero quince días después es Jorge Lund el que se va.

19 de octubre, 1998. El último día de su vida, Jorge Lund se levanta tarde. Recién al mediodía toma una ducha y se sienta a la mesa con su pareja, Alejandra. Es raro. Lund suele almorzar a las cuatro de la tarde. Pero esa mañana se sirve locos y machas al matico. Almuerza bien.

Jorge y Alejandra salen de la casa a las tres de la tarde. Pasan por la casa de la ex esposa de Lund, a buscar el auto que la hija les presta. Van a Recoleta, a ver a los padres de Alejandra. Lund le ha dicho a mucha gente que después tiene que resolver unos asuntos y, después, pasar por su novia para llevársela de nuevo a Vitacura.

Cinco horas más tarde, Alejandra regresa sola. Jorge nunca pasó a buscarla.

Esa noche en la casa del doctor hay nervios y risas. Carlos llama a sus amigos. Se metió con una mina, se quedó por ahí, le dicen. Nadie parece preocupado. Salvo Alejandra, que sabe que como sea la ausencia significa un desastre.

De lo que se ha podido reconstruir, Lund había quedado de pasar a la casa de Humberto López Candia para acompañarlo a ver a un amigo internado en una clínica en Ñuñoa. El encuentro jamás se realizó. Lo último que se supo de Jorge fue un contacto telefónico que tuvo Alejandra con él, donde entendió que estaba en una calle cercana a la casa de la esposa de Mario Araya, Marta Rivas, cerca del río Mapocho.

Al día siguiente, el doctor está preocupado. Su hermano no pasó a buscar a sus hijos para llevarlos al colegio. No es una farra. Algo pasó. Es hora de hablar con Horacio Woldarsky.

EL DETECTIVE

En junio de 1999, el nombre del ex detective Horacio Woldarsky ya estaba sonando en el Caso Lund, que para entonces ya lleva casi un año muerto. Lo tildan de ex agente de la CNI, amigo de la víctima y, por supuesto, sospechoso.

Las referencias de Woldarsky no son las mejores. Una vez, un alto jefe policial en un off the record con los periodistas había sido cauto: “Woldarsky. Ese hombre es peligroso”.

Él se presenta al tribunal. Dice ser investigador privado. Es conciso cuando explica su carrera: nueve años en Asaltos, un paso adscrito a la CNI para investigar Carrizal Bajo; un traslado como castigo por dispararle a un homosexual en el prostíbulo de la Carlina; premiado como uno de los mejores detectives de Santiago; una balacera a la salida de la cárcel con un muerto. Y un apodo: Horacio Norris.

Woldarsky conoció a Jorge Lund en la cárcel. Se hicieron amigos, y Lund, antes de salir libre, le dijo que se iba a mover con su hermano para conseguir su excarcelación, porque el doctor tenía una amiga ministro. Woldarky, conocido también como El Rucio, se siente deudor, y por eso se presenta en la casa del doctor al día siguiente que a Jorge se le pierde el rastro.

Durante mucho tiempo se habían visto. Woldarsky le había servido de tapadera a Jorge Lund cuando iba a la casa de su ex esposa. Ni Carlos ni Alejandra se enteraban que las veces que él afirmaba estar con el ex policía en realidad había visitado a Brigitte. O a Andrea, su hermana, con quien también tenía una relación.

Lund, según Woldarsky, pretendía seguir traficando. Y tenía miedo, porque le había pedido que le consiguiera una pistola con silenciador.

El narco le presentó a sus amigos a Woldarsky. Algunos de la cárcel, y a otros que se habían sumado. Uno de ellos era importante: Gonzalo Rojas Olivares, el hijo de la jueza.

El 21 de octubre de 1998, Woldarsky fue a los cuarteles de Narcóticos y Homicidios preguntando por su amigo. Ese mismo día le propuso al doctor presentar una presunta desgracia en Carabineros y denunciar la desaparición del auto.

El doctor le arrendó un auto a Woldarsky para que investigara. El Rucio fue a la cárcel, alertado por un rumor que hablaba de una posible boleta que alguien había ofrecido para cobrar, un crimen por encargo. Pero era mentira. En la cárcel habló con otros amigos. Le preguntaron cuántos días llevaba desaparecido Jorge. Luego, le dieron su sentencia: difícil que esté vivo.

A fines de noviembre, Woldarsky tuvo que viajar a Iquique. Antes de salir de Santiago, apareció la cabeza en el canal. Apenas regresó, pasó por la Brigada de Homicidios y conversó con los detectives a cargo. Planteó sus dudas sobre Lund. La cabeza, les dijo, podía ser la suya. Quedaron de llevar a los familiares al Servicio Médico Legal. Woldarsky no llegó a la morgue ese día.

Woldarsky no se detuvo. Siguió los pasos de Lund. Conversó con Narcóticos, les habló de la casa de Marta Rivas, donde iba a ir su amigo. La policía allanó la casa en diciembre: apareció droga y un laboratorio artesanal para procesarla. Y apareció otra persona en el arresto: el informante Patricio G.

Woldarsky tenía una lista de sospechosos: narcos peruanos, informantes. Había oído que Jorge era asiduo del Luca’s Bar, y que ahí se había metido con la mujer equivocada y había sido asesinado. Pero nada. Trabajó en el caso hasta que se enteró que Jorge Lund tenía un seguro de vida contratado por 60 millones, y que entre los beneficiarios estaba el doctor. No le gustó que no le contaran. Renunció.

Pero Woldarsky -a quien nunca le han probado nada relacionado con la muerte de Jorge Lund-, no desapareció de la historia. Un día, mientras declaraba ante la jueza Domínguez, allanaron su casa. La policía encontró un revólver, una baliza, municiones, una placa de detective falsificada, una granada de mano y estopines. Woldarsky explicó que eran de los tiempos en que estaba a cargo de la armería de la Brigada de Asaltos, y que se las había llevado a casa para que no se perdieran.

Woldarsky, el que descubrió algunas de las pocas pistas que hay en el proceso, siempre se preguntaba por qué había aparecido sólo la cabeza de su amigo. Lo consideraba una señal. En 1999 no paraba de preguntárselo:

-El que desaparece un cuerpo, ¿no puede hacer desaparecer la cabeza?

EL ASADO

La escena es extraña: el doctor Lund en noviembre de 1998 hace un asado en su casa. Llora mientras recibe el pésame de los amigos que llegan a la villa El Dorado a saludarlo. Acaban de identificar a Jorge, su mellizo, como la cabeza que apareció en el canal y Carlos hace un asado.

En realidad, no tiene nada de raro. Cada vez que está con sus amigos, el doctor Lund acostumbra tirar unas carnes para amenizar. Es casi un rito. Simplemente, es la única forma que conoce de congregar gente.

No es lo raro de esa noche: en medio del asado, se oyen los gritos de un joven que pide entrar para hablar con Carlos. El doctor sabe que le viene a pedir dinero, y por eso prefiere dejarlo afuera. Cuando el otro habla con Alejandra, la viuda de Jorge, y dice que él sabe lo que le pasó a su hermano mellizo, el doctor acepta recibirlo. Pero no escucha nada. El invitado a la fuerza le pide dinero y termina saliendo molesto.

Pero es una bomba. El joven de los gritos se llama Gonzalo Rojas Olivares, el hijo de la ministra Olivares.

El doctor llama a la casa de la jueza y le cuenta lo que acaba de oír. Sólo ellos dos saben qué se dijeron entonces. A partir de ese punto, la relación se quiebra violentamente.

Semanas después, Alejandra declara ante la jueza Domínguez lo que oyó de boca del hijo de la ministra. Queda estampado en el proceso el nombre del hijo de Gloria Olivares, y se suma al hecho de que el teléfono de la jueza está en la agenda electrónica del narco asesinado.

De a poco, el caso Lund se ha vuelto un caso imposible.

El desfile de sospechosos es enorme. La demora para acreditar la muerte, también. Tanto, que el Servicio Médico Legal tarda meses en constatar que la cabeza presenta una herida a bala.

La policía tampoco avanza: detienen a López Candia. Le encuentran una carta enviada a su señora, donde narra un sueño: los dos están haciendo dedo en una carretera, los recoge un tipo en un auto que se hace el lindo con la mujer, y “pasa lo que tiene que pasar” y el tipo se queda “sin auto y sin cabeza”. López Candia explica que fue un sueño. También hay cartas a Jorge Lund, tratando de hacerlo desistir de cometer, aparentemente, el asesinato de su esposa Brigitte.

López cae preso junto a un carnicero que posee una cortadora de carne y al que Jorge Lund también habría contactado telefónicamente el día que desapareció. Pero no hay nada contra de ellos. Quedan procesados por obstrucción a la justicia; más tarde, la Corte de Apelaciones los deja libres de polvo y paja.

En marzo del 99, la policía le cae encima al doctor. Se va preso, acusado de abortos. Cuando pide la libertad, Gloria Olivares se la niega. La jueza llega a pedir que se acredite con el título que el hombre -que meses atrás le extendía licencias- es médico.

-Ella tendría que haberse inhabilitado, por lo menos -se queja hasta el día de hoy el doctor. Culpa a la entonces jueza de haberlo tenido preso todos esos meses y haberle negado la posibilidad de estar en Capuchinos.

Las cosas empiezan a desbocarse. La jueza Domínguez reparte citaciones: detectives, para que hablen de Patricio G. (“alto, buena pinta, él dijo que había sido militar pero era una bomba de tiempo, ya que entregaba algo pero por debajo hacía sus negocios”, dice uno de ellos); ex agentes de la CNI (“como intuición, podría decir que fue una vendetta de parte de traficantes”, opina Álvaro Corbalán). El propio Manuel Fuentes Cancino declara, y describe una nueva causa de muerte en el quintil siniestro de la población capitalina:

-Porque no pagan la droga, y por eso la matan a la gente.

El caso Lund navega sin rumbo fijo. Tanto, que ni siquiera es posible declarar muerto al traficante: no existe certeza al 100% de su identidad. El certificado de defunción no es sólo un problema administrativo: se transforma en broma macabra cuando el 11 de marzo de 1999 Lund sea declarado culpable de tráfico de drogas y Muñoz resulte absuelto. A esas alturas, el condenado lleva seis meses muerto.

Marzo de 2000: el caso Lund está estancado. Pero va a explotar.

LA MALDICIÓN

Partió como nada: el abogado de los hijos de Lund, Oscar Núñez, denunció una rareza que tildó de “irregularidades múltiples” que afectaban la investigación del homicidio. La principal, que Gloria Olivares se había llevado para la casa el expediente del asesinato, donde aparecía mencionado su hijo. A esa denuncia le siguieron la relación con el empresario hindú y sus vínculos con el doctor.

Al comienzo, la Corte no creyó y se cuadró con la jueza. Pero los antecedentes fueron sumándose, y el presidente de la Corte Suprema debió enviarlos a la Comisión de Ética. Cuando se reveló la visita de la jueza a Manuel Fuentes Cancino, la carrera de Gloria Olivares explotó. Ese día, la magistrado se desmayó en su casa.

Poco le duró el desánimo. Cuando en mayo la Suprema decidió exonerarla, la ministra tiró el mantel y pateó la mesa: dijo que otros y no ella debían estar en el banquillo de los acusados. ¿Quiénes? “Al menos cuatro ministros de la Corte Suprema y 20 de la Corte de Apelaciones”. No fue todo: denunció que abogados de narcotraficantes habían invitado a un ministro de la Suprema y a otro de la Corte de Apelaciones a Cuba durante un mes.

Envuelta en llamas, Gloria Olivares gritaba a todo pulmón el nombre de Luis Correa Bulo, entonces miembro de la Suprema.

Lo que siguió fue una guerra. Luis Correa Bulo, un hombre importante en la Corte, y clave en fallos relacionados con Derechos Humanos, aguantó dos investigaciones judiciales y una acusación constitucional antes de salir del Poder Judicial en forma humillante.

A Manuel Fuentes no le fue mejor: el narcotraficante, que había pasado desapercibido desde que saliera en libertad provisional y se mantenía con una condena aún sin ratificar, fue detenido por Investigaciones, acusado de asociación ilícita para traficar. Actualmente, se encuentra en muy malas condiciones de salud, víctima de una cirrosis hepática.

En junio de ese mismo año, Gonzalo Rojas murió de un paro cardíaco. Su cadáver fue cremado. Nunca declaró en el proceso. Su madre trabajó unos años en la municipalidad de Providencia. Creó una oficina de abogados pero enfermó. Actualmente está en su casa, enferma.

El doctor Lund acaba de salir de la cárcel. Está más viejo, algo más cansado. Ya no gasta como solía hacerlo. En unas semanas, el juzgado que dirige la investigación del asesinato se cerrará. Y teme que todo quede como está. Sigue pensando en quién mató a su hermano y no sabe decir cuándo fue que la vida de los dos mellizos empezó a derrumbarse con todo lo que los rodeaba:

-Éramos muy diferentes: las drogas están condenadas en todas partes del mundo, y el aborto sólo en países estúpidos como el nuestro… No sé si todo esto fue coincidencia o un maleficio. El tiempo cura pero es cómplice de los asesinos. Esta investigación está parada, alguien no deja que avance. Alguna vez alguien hablará y sabremos la verdad de lo que pasó con Jorge.

The Clinic nació en noviembre de 1998 de la mano de Patricio Fernández, el periodista chileno tomó el nombre de The London Clinic, el sitio en donde Augusto Pinochet fue detenido como parte del juicio que inició en su contra el juez español Baltazar Garzón, para crear una revista de corte satírico que se convertiría en una de las publicaciones más leídas en Chile.

A los cartones y artículos mordaces The Clinic a sumado el periodismo de investigación y la crónica periodística, sin dejar el tono que la caracteriza. El texto que Lado B lleva en sus páginas fue publicado originalmente en junio del 2011, y proviene de la pluma de Pablo Vergara uno de los editores de la revista.

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Autor Lado B
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